Por Salvador Dellutri
Ernesto Sábato se preguntaba por qué los prisioneros de los campos de concentración de la Segunda Guerra, humillados, hambreados y destinados a la cámara de gas, no tomaban una lata oxidada y se cortaban las venas para acabar con tanto sufrimiento, y con la lucidez a que nos tiene acostumbrados contestaba: Porque en el hombre es más fuerte la esperanza que la desesperación.
Los griegos afirmaban la necesidad y persistencia de esperanza con el mito de Pandora, la primera mujer creada por Zeus, quien abrió la fatídica caja en la cual estaban concentrados todos los males y los desparramó sobre la tierra. Sin embargo, en el fondo de la caja quedó retenida la esperanza.
Y Homero o los muchos griegos a los que llamamos Homero, como acotaba Borges, nos legó a Penélope, la esposa de Ulises, que teje y desteje negándose a claudicar en la desesperanza.
Tal vez teniendo en cuenta esto es que Alejandro de Macedonia, según cuenta la historia o la leyenda – que muchas veces se confunden e identifican – al salir a conquistar el Imperio Persa regaló todos sus bienes. Cuando su asistente averiguó la razón por la cual no guardaba nada para sí, Alejandro contestó: Guardo lo más importante. Guardo la esperanza.
Cuando Sábato señalaba la fuerza invencible de la esperanza por encima de la desesperación, estaba explicando racionalmente aquello que los griegos intuían en sus mitos.
Para quienes creemos esto tiene una razón: La esperanza es la fuerza motora que Dios colocó en el corazón del hombre y que se encargó de mantener encendida en todos los tiempos. Y esto está reflejado en la Biblia, donde la esperanza conforma junto con la fe y el amor los diferentes aspectos de una espiritualidad compleja pero integrada.
Así lo declara San Pablo cuando escribe a la iglesia en Roma y dice:
Todo lo que antes se dijo en las Escrituras, se escribió para nuestra instrucción, para que con constancia y con el consuelo que de ellas recibimos, tengamos esperanza. Romanos 15,4 VP
Ya en los albores de la Biblia junto con la catástrofe del Edén se abre el capítulo de la esperanza: Allí nace la esperanza en el Mesías, en el Redentor de la raza.
Seguramente en forma imprecisa se delineó en el corazón de aquella generación la figura del que iba a venir. Pero la esperanza se instaló allí en el corazón de la humanidad.
Un poco más adelante surge la fuerte personalidad de Abraham, reconocido por las tres grandes religiones monoteístas. Judios, cristianos y musulmanes honran su memoria como el padre de la fe.
A los setenta y cinco años abandona su ciudad, Ur de los Caldeos, movido por la fe en lo que Dios le ha dicho: De él nacería un pueblo inmensurable.
La esterilidad de su matrimonio parecía irreversible, los años pasaban y el hijo que necesitaba para que la promesa se concretara no llegaba.
Cuando tenía cien años, tras veinticinco años de espera, y cuando ya había sido alcanzado por la declinación física, Dios cumple su promesa y llega Isaac.
San Pablo resalta en él la fe, pero juntamente destaca el valor de la persistencia en la esperanza:
Cuando Dios le prometió a Abraham que tendría muchísimos descendientes, esto parecía imposible. Sin embargo, por su esperanza y confianza en Dios, Abraham llegó a ser el antepasado de gente de muchos países que también confían en Dios. Romanos 4,18 LS
También de la época patriarcal nos queda en la Biblia el arquetipo del sufrimiento: Job.
El cuadro de sus calamidades es pavoroso: Pierde todos su bienes materiales, pierde a todos sus hijos y finalmente pierde su salud. Tiene que enfrentar el dolor en carne viva.
Nadie comprende la magnitud de su sufrimiento: Ni su esposa desesperada ni sus tres amigos que vienen a consolarlo y terminan por filosofar erráticamente sobre el dolor.
Al promediar su sufrimiento parece colapsar su resistencia y exclama:
Me ha dejado en la más completa ruina;
¡ha dejado sin raíces mi esperanza!
Job 19,10 VP
Y cuando pensamos que ha claudicado, que el último bastión ha caído, emerge triunfante para proclamar que su esperanza todavía está viva. Atribuye tanta importancia a su esperanza que clama para que estas palabras permanezcan en el tiempo:
¡Ojalá alguien escribiera mis palabras
y las dejara grabadas en metal!
¡Ojalá alguien con un cincel de hierro
las grabara en plomo o en piedra para siempre!
Yo sé que mi Redentor vive,
y que él será mi abogado aquí en la tierra.
Y aunque la piel se me caiga a pedazos,
yo, en persona, veré a Dios.
Con mis propios ojos he de verlo,
yo mismo y no un extraño.
Job 19.23-27 VP
Esta esperanza en el Mesías Redentor va a ser la constante de la Biblia Hebrea, pero en alguna forma llega también a los pueblos paganos.
Esquilo en Prometeo Encadenado, presenta el eterno drama del hombre en pugna con Dios. Hermes lo sujeta a un suplicio cíclico cuando sentencia que el águila de Zeus vendrá diariamente a devorar su hígado. Ante los reclamos del condenado Hermes exclama:
No esperes el fin de este suplicio hasta que aparezca un dios que sea tu sucesor en estos trabajos y esté dispuesto a descender al lóbrego Hades y a los sombríos abismos del Tártaro.
La esperanza que alienta en el trágico griego está emparentada con la de Job. Aunque tenemos que establecer ciertas diferencias: lo que en Esquilo es posibilidad, en Job es absoluta certeza.
Confirma las palabras del Rey David, hombre afianzado en la esperanza, que uno de sus Salmos dice:
Esperanza de todos los términos de la tierra,
Y de los más remotos confines del mar.
Salmo 65.4
La Biblia muestra como la esperanza trasciende lo personal. Que hay esperanza también para las naciones. Y en un momento en que la esperanza de nuestro pueblo está en crisis, es bueno reflexionar sobre esto.
La esperanza de paz y prosperidad estaba siempre condicionada al ejercicio de la Justicia y la Verdad, y los días trágicos en que estos valores entraban en crisis se elevaba la voz de los profetas para señalar que juntamente con ellos declinaba la esperanza.
Así lo expresa Isaías cuando dice:
Antes toda tu gente actuaba con justicia
y vivía rectamente,
pero ahora no hay más que asesinos.
Tus gobernantes son rebeldes
y amigos de bandidos.
Todos se dejan comprar con dinero
y buscan el soborno.
No hacen justicia al huérfano
ni les importan los derechos de la viuda.
Por eso, el Señor todopoderoso, afirma:
“¡Basta! Yo ajustaré las cuentas
Juntamente con esto les señala cual es el camino para recuperar la verdadera esperanza:
¡Lávense, límpiense!
¡Aparten de mi vista sus maldades!
¡Dejen de hacer el mal!
¡Aprendan a hacer el bien,
esfuércense en hacer lo que es justo,
ayuden al oprimido,
hagan justicia al huérfano,
defiendan los derechos de la viuda!”
Isaías 1,16-17 VP
Y si los argentinos queremos hoy tener una esperanza cierta y permanente tendremos terminar con el vaciamiento espiritual y comenzar a reconstruirnos ética y moralmente. Sin justicia y sin verdad no hay futuro promisorios posible.
La sociedad a la que amonestó con vehemencia Isaías se obcecó en no escuchar y terminaron esclavizados en Babilonia.
Sin embargo tampoco esto fue definitivo, porque en medio de la desesperanza y el desconsuelo se levanta el profeta Ezequiel por intermedio del cual Dios hace llegar un nuevo mensaje al pueblo.
Ezequiel tiene la visión de un valle de huesos secos sobre los cuales se le manda profetizar y los huesos vuelven a unirse, sube la carne y los tendones sobre ellos y reciben vida.
Dios declara esta visión y dice al profeta:
Entonces el Señor me dijo: “El pueblo es como estos huesos. Andan diciendo: ‘Nuestros huesos están secos; no tenemos ninguna esperanza, estamos perdidos.
Pues bien, háblales en mi nombre, y diles: ‘Esto dice el Señor: Pueblo mío, voy a abrir las tumbas de ustedes; voy a sacarlos de ellas y a hacerlos volver a la tierra … y reconocerán ustedes, pueblo mío, que yo soy el Señor. Ezequiel 37.11-12 VP
Mostrando que la esperanza es inagotable y aún de las condiciones más adversas se puede retornar por la actitud misericordiosa de Dios para con los hombres.
Pero es en el Evangelio donde la esperanza se expresa en toda plenitud.
Jesucristo, el Mesías prometido, con toda claridad hace de todo su ministerio una expresión de esperanza.
En las parábolas expresa con sencillez la magnitud de esta esperanza:
El sembrador puede sembrar en esperanza, siempre una parte caerá en buena tierra y traerá su fruto.
La oveja puede perderse, pero puede tener esperanza, porque el Pastor sale a buscarla hasta encontrarla.
El hombre puede estar agonizando apaleado junto al camino, pero puede tener esperanza, pasará el Buen Samaritano para levantarlo.
El hijo puede rebelarse contra su padre, alejarse e irse a un lugar apartado, puede caer hasta chapalear en el barro nauseabundo, pero siempre hay esperanza: El padre estará esperando que reaccione para recibirlo.
Y tal vez sea esta última la más maravillosa de todas porque plantea el drama del hombre que lleno de soberbia se levanta contra Dios, para decirle que cuando llegue a la desesperación puede tener esperanza: El Padre siempre lo va a estar esperando.
Quien mejor captó en la literatura la dimensión de la esperanza cristiana fue Dante Alighieri cuando hace colocar en la puerta del infierno aquella trágica sentencia:
“Por mi se va a la ciudad del llanto;
por mi se va al eterno dolor;
por mi se va hacia la raza condenada:
….
¡Oh vosotros los que entráis,
abandonad toda esperanza!”
Es que la esperanza cristiana tiene una dimensión que trasciende la comprensión humana, que en el saber popular ha sentenciado: “Mientras hay vida, hay esperanza”.
En el Evangelio se habla de una esperanza que va más allá de lo contingente, de lo temporal, de lo pasajero.
De esta forma pensaban Marta y María, hermanas de Lázaro cuando en el evangelio se relata que, estando su hermano enfermo, llamaron a Jesús esperando que lo sanara.
Marta y María son las dos caras opuestas de la misma moneda: María es contemplativa, Marta es práctica. María vive hacia adentro, Marta hacia fuera. Pero ambas llaman a Jesús, porque tienen puesta en él su esperanza.
Pero cuando Jesús, que se ha retardado conscientemente, llega cuatro días después de la muerte de Lázaro, ambas coinciden en un reproche: “Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”
Para ellas “Mientras hay vida, hay esperanza”. Sin embargo Jesús les demostró que más allá de la vida puede haber esperanza.
Más adelante, ya frente a la cruz, vuelve a ponerse en evidencia esta limitación en los discípulos de Jesús. Cuando la cabeza del Maestro cae inerte sobre su pecho, los discípulos pierden toda esperanza.
Así lo expresa María Magdalena frente al Sepulcro cuando interroga a quien cree que es el cuidador del huerto diciendo:
– Señor, si usted se lo ha llevado, dígame dónde lo ha puesto, para que yo vaya a buscarlo. Juan 20,15 VP
Para ella “Mientras hay vida, hay esperanza”. Jesús tuvo que demostrarle que estaba equivocada.
Lo mismo sucede a los dos que van por el camino a Emaús, que expresan su frustración diciendo:
Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido. Lucas 24,21
Ellos también creían que “Mientras hay vida, hay esperanza” y necesitaban ser desmentidos por Jesús.
También Tomás está sumergido en el pozo de la desesperanza, cuando expresa en su incredulidad:
—Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré creer. Juan 20,25 VP
Él también tiene la limitación de creer que “Mientras hay vida, hay esperanza” y necesita ser confrontado con la trascendencia de la vida que hay en Jesucristo.
Todos ellos colocaron un límite a la esperanza que estaba más acá del infierno de Dante, y todos ellos tuvieron que enfrentar la realidad de que la esperanza cristiana, reflejada en las páginas de la Biblia, no es una esperanza superficial y terrena, sino profunda y eterna.
San Pablo se negaba a aquello de “Mientras hay vida hay esperanza” y decía escribiendo a los cristianos de Corinto:
Si nuestra esperanza es que Cristo nos ayude solamente en esta vida, no hay nadie más digno de lástima que nosotros. 1 Corintios 15,19 LS
Palabras que tendrían que tener presente muchos mercachifles de la fe, que en sus prédicas reducen esta esperanza a los límites de la temporalidad, sin darse cuenta que si bien esto puede ser un buen negocio, están blasfemando contra la fe trascendente del evangelio.
La fe cristiana trasciende la vida, se extiende hacia el más allá, llega hasta los límites que el Dante le puso: las puertas mismas del infierno. Va más allá de lo que dice el saber popular: “Mientras hay vida hay esperanza”
Pero tal vez tenga que rectificar lo que acabo de decir. Tal vez “Mientras hay vida, hay esperanza” no sea una sentencia limitada.
Jesucristo dijo:
Yo soy el camino la verdad y la vida.
Más adelante añadió:
“El ladrón viene solamente para robar, matar y destruir; pero yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.” Juan 10,10 VP
Jesucristo es Vida con mayúsculas. La esperanza trascendente está puesta en él. El vive eternamente.
Por eso podemos hoy, si escribimos Vida con mayúscula afirmar: “Mientras hay Vida, hay esperanza”
Que será otra forma de expresar que Cristo vive y porque Cristo vive, nosotros, los mortales podemos seguir teniendo esperanza.