Por Alfonso Ropero
“A muchos cristianos les da la impresión de que viven en una religión pobre, mezquina, legalista. Jamás han experimentado como San Pablo ese balbuceo del hombre deslumbrado por la magnificencia del plan de salvación, ¿y cómo podrían experimentarlo, si nunca ha desplegado un predicador ante ellos los esplendores del misterio cristiano, si nadie les ha presentado a Cristo como el hogar vivo de toda la historia de la salvación y como centro de unidad de todos los misterios? ¿Y cómo podría hacer esto el predicador, si no ha llegado a percibir él mismo, por medio de un estudio atento y prolongado, esos vínculos múltiples que relacionan a los misterios entre sí; si él mismo no ha sentido alguna vez vértigo ante la magnificencia de la poética divina? La ciencia teológica será la que le haga ver cómo el misterio se diversifica y se ordena en un todo único, gracias a unos cuantos misterios centrales (Trinidad, Encarnación, Gracia) que desempeñan el papel de articulaciones”.
René Latourelle
· Introducción
· Pecado de origen
· Jesucristo, nada y todo
· Conversión y nuevo nacimiento
· Nueva creación, nuevo ser
· Lo nuevo del Evangelio
· Creación y redención
· La gran ausencia
· En Cristo
· El segundo Adán, restauración de la imagen divina
· El Espíritu Santo, arras de la nueva creación
· La mística de la unión con Cristo
· La gran transformación
Introducción
Sin darnos cuenta, y aunque estoy simplificando mucho, caemos en una visión reduccionista del Evangelio, mediante la cual convertimos la predicación del Evangelio, que es el anuncio del Reino de Dios, en pura soteriología, como si la misión del predicador consistiera en expedir pasaportes para el cielo a cambio de una palabra de fe.
Así como los católicos tienen dificultades en utilizar la palabra “conversión” como una experiencia de encuentro con Cristo, por miedo a caer en lo que ellos llaman “emocionalismo avivamentista”, nosotros evitamos por todos los medios el concepto de “ser hechos justos”, por miedo a caer en una especie de doctrina de salvación por obras. Cada cual tiene sus prejuicios y sus miedos.
El problema es que los prejuicios y los miedos nos impiden aprovecharnos de toda la riqueza que el Evangelio pone a nuestra disposición. El miedo nunca es buen consejero, en ninguna situación.
Pecado de origen
Como protestantes tenemos dos pecados. Uno, el pecado original, heredado de nuestro común padre Adán, y otro, el pecado de origen, heredado de nuestros padres en la fe. El primero fue expiado en la Cruz de Cristo, el segundo, lo estamos expiando en nuestra vida.
Desde los días de la Reforma, y en polémica con Roma, los evangélicos proclamamos que somos salvos por la justicia de Cristo, no por nuestra propia justicia. Esto es cierto bíblicamente. Para evitar cualquier atisbo de salvación por méritos, los reformadores gustaban de referirse a la justicia extra nos, fuera de nosotros, como la fe que nos justifica delante de Dios, para distinguirla de la justicia intra nos, dentro de nosotros, que nos hace realmente justos. Los reformadores decían que la justicia de Dios no nos hace justos, seguimos siendo pecadores a la vez que salvos y santos, sino que nos declara justos, gracias la imputación de la justicia de Cristo, no a que se nos imparta una justicia que nos haga pensar que podemos salvarnos a nosotros mismos conjuntamente con la gracia de Cristo.
Desde el principio, la experiencia cristiana reformada se centró en el sentimiento de saberse salvo por gracia, mediante la fe, sin obras de nuestra parte, rechazando cualquier tipo de religiosidad o misticismo que hiciera pensar en una especie de cooperación entre Dios y el creyente.
A la larga, pasada la tremenda y gratificante experiencia de saberse y sentirse salvo por la fe, se produjo un cierto empobrecimiento de la vida cristiana, pues es un hecho que el tiempo juega contra la experiencia religiosa. Para remediar esos estados de apatía espiritual y de sensación de agotamiento religioso, a lo largo de la historia del cristianismo evangélico se ha producido un fenómeno recurrente al que solemos llamar “avivamiento” o “despertar” religioso, y de movimientos del estilo de “entrega absoluta”, “vida superior” o “vida victoriosa”. He notado que tanto en España como en las distintas naciones americanas, existe un gran número de creyentes, jóvenes y maduros, con un grado alto de insatisfacción. Creyentes que se sienten cansados, desalentados debido a la pobreza de la enseñanza o de la nutrición espiritual que se ofrece desde los púlpitos. Siguen en las iglesias por un sentimiento de lealtad o con la esperanza de cambien las cosas, pero no se sabe hasta cuándo permanecerán, o caerán en manos de grupos que ofrecen experiencias religiosas más profundas y dinámicas, o simplemente, diferentes. Todos sabemos que hay un trasiego continuo, un ir de venir de creyentes por distintas iglesias, buscando aquello que sienten que les falta en su vida.
También nosotros como pastores a veces nos sentimos cansados, y no sólo por los problemas y dificultades propios del ministerio, sino por un sentido de agotamiento, de tocar fondo de lo que esperamos sacar de la fe, como si la fe ya no tuviera nada que ofrecernos en cuando a novedad de vida y experiencia religiosa.
Confesemos humildemente que la teología pastoral y espiritual no es nuestro fuerte. La mayoría de nuestros esfuerzos se centran en la misión y en la evangelización, descuidando lamentablemente a los que ya son creyentes, como si después de haberse decidido por Cristo todo fuera más fácil, cuando sabemos que es todo lo contrario.
Jesucristo, nada y todo
Para no alargarnos demasiado en estos puntos introductorios, recordemos lo que dice san Pablo respecto a su ministerio apostólico y misionero: “Me propuse no saber nada entre vosotros sino a Jesucristo” (1 Corintios 2:2).
Este es un texto programático que nos indica hasta que punto la predicación del apóstol Pablo es pura cristología. Y lo que para él fue el motor de su vida y, se puede decir su éxito, como misionero, es o debe ser precisamente el motor y contenido de nuestra predicación y enseñanza.
¿Qué significa esta programa paulino: “nada, sino Jesucristo”, para la generalidad de los cristianos? ¿Qué secreto encierra para nosotros y para nuestras iglesias?
¿Qué debemos limitar toda nuestra predicación a Jesucristo, su persona, su muerte y resurrección? ¿Nada más? ¡Nada más! Pero teniendo en cuenta que el nada de Dios en Cristo es el todo del cristiano, la novedad radical y suprema a la que estamos llamados a vivir, como tendremos oportunidad de ver. Pablo lo expresa con claridad: “Para mí el vivir es Cristo” (Flp. 1:21). Tal es su doctrina y su experiencia, aquella que sustenta su fe y que es sustentada a su vez por su conocimiento de Cristo.
Hay muchos predicadores que en lugar de predicar el Evangelio predican mantras, es decir, frases hechas tomadas de la Biblia, que ellos consideran impactantes, semejantes a fórmulas mágicas, como por ejemplo: “Jesús tiene poder”, “la Palabra de Dios es poderosa”, “Cristo es el mismo ayer, hoy y por la eternidad, nada hay imposible para él”. Todo con vistas a crear expectativas de poder para sanar o bendecir económica o materialmente. De ahí esas afirmaciones pretenciosas como “yo reprendo”, o “yo declaro” (“yo reprende el espíritu de enfermad”, “yo declaro sanidad y prosperidad”). Lo sorprendente es que esto es común a muchas iglesias que atraen a multitudes y congregan a miles de fieles.
En este punto lo único que podemos decir es que “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Cor. 23:11). Y nadie puede declarar ni reprender por su cuenta (“yo”, ese yo en el púlpito que tanto estorba), sino confiar que el Señor lo haga mediante su Palabra y su Espíritu.
De modo que, para empezar, el propósito del predicar debe ser “no saber nada sino a Jesucristo”, porque Él es el único fundamento de nuestra fe y de nuestra vida. Esta es la primera certeza de ese nada en Cristo. Veremos luego las que siguen.
Conversión y nuevo nacimiento
Conocemos bien la doctrina del arrepentimiento y de la conversión. Es natural. Sin conversión no hay fe, ni salvación, ni nada. Pero la conversión no lo es todo, es como la puerta o llave de contacto que pone en marcha de un motor de nuestra vida cristiana.
Jesucristo comenzó su ministerio llamando a la conversión del pueblo judío. “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mc. 1:14-15). La palabra aquí traducida por arrepentíos, corresponde a la griega metanoia, con el significado de conversión, como traduce La Palabra: “Convertíos y creed en la buena noticia”. El llamamiento al arrepentimiento o conversión es constante en labios de Jesús y está presente en todos los Evangelios, menos en uno. ¿No es sorprendente?
En el Evangelio de Juan nunca aparece la palabra metanoia. Esto no significa que Juan desconozca la palabra metanoia o que la ignore, simplemente que utiliza otra palabra, hace uso de otro vocabulario, y enseguida veremos por qué motivo. No la palabra metanoia, pero sí la idea de la conversión está presente en las imágenes y en el lenguaje que Juan utiliza: creer, renacer, seguir a Cristo. Discípulo es quien cree en el Hijo, quien nace de nuevo, quien confía en él (Juan 3:3-21).
Lo que en los Evangelios sinópticos se llama conversión, Juan llama nuevo nacimiento. Ahora bien no son dos términos sinónimos. El “nuevo nacimiento” es como la corona de la conversión, lo que constituye propiamente su esencia.
Mientras que la conversión denota la acción del hombre: arrepentirse y cambiar de rumbo de vida; el nuevo nacimiento describe la acción de Dios, por eso es llamado nacimiento de Dios en 1 Juan 1:11-13; 3:35; nacimiento de lo alto, del Espíritu (Jn. 3:5).
Convertirse es renunciar al pecado y aceptar a Cristo como Salvador, es recibir la palabra del perdón de nuestros pecados. El nuevo nacimiento es el don magnífico de una nueva vida, un ser engendrado y nacido de la simiente divina (1 Juan 2:29; 3:9; 4:7; 5:1,4,18).
El verbo griego utilizado por Juan para referirse a este nacimiento es gennao, “nacer”. En su voz activa significa “engendrar”, y en la voz pasiva “ser nacido”, de modo que se puede decir que regenerar y renacer (nacer de nuevo) son sinónimos, en el sentido de que un principio sobrenatural —de lo alto, de arriba— que actúa en la vida del creyente. Nos viene a enseñar que así como una persona entra en el mundo porque su padre lo engendra, así también para que una persona pueda entrar en el Reino de los Cielos necesita de un Padre celestial que lo engendre (1 Jn. 3:9; 1 Pd. 1:23; Tito 3:5).
Todo nacimiento se efectúa a partir de un germen de vida que determina la naturaleza del ser engendrado. El nacimiento sobrenatural se efectúa también por una “semilla”, un principio de vida venido “de arriba”, de Dios, del Espíritu de Dios, íntimamente relacionado con la palabra de Dios (Santiago 1:18.21), que en última instancia remite a Cristo, el Verbo de Dios, al que hay que recibir por la fe (Juan 1:1,12ss). En Cristo, el Espíritu y la palabra son uno (Lucas 4:18).
Resumiendo, Juan no emplea la palabra metanoia, sin embargo nos ofrece la visión más profunda de la conversión como el acto por el que el creyente es engendrado espiritualmente por el mismo Dios, sin cuya generación es imposible recibir el don de la filiación divina. Por este motivo, esta doctrina del nuevo nacimiento ha sido siempre considerada por los autores evangélicos como la doctrina principal del cristianismo, la puerta de entrada sin la cual no se puede dar ningún paso correcto en el camino a la vida eterna. Considerarla una doctrina más junto a otras, un aspecto del ser cristiano semejante a otros, como la fe o la oración, es no comprender bien el mensaje de Jesús. Lo primero es nacer de nuevo, el resto viene después. “El mensaje cristiano —dice Lutero— nos informa que, para empezar, debemos ser personas completamente diferentes, esto es debemos nacer de nuevo […] Una vez haya renacido y me haya convertido en piadoso y temeroso de Dios, puedo seguir adelante y será buena todo cuando lleve a cabo en estado regenerado”. “Este es el contenido de la nueva proclamación: cómo nos convertimos en personas nuevas y, entonces, como criaturas renacidas, realizamos buenas obras. Este es el primer elemento de la enseñanza cristiana”.
¿En qué se diferencia el nuevo nacimiento de la conversión, si es que hay alguna diferencia?
La conversión es la respuesta del hombre a Dios, por la que da crédito a su palabra y se dirige hacia él. La conversión denota la parte humana de la apropiación de la salvación. Quizá por esta razón Juan no usa nunca el término conversión, “por considerarlo muy imperfecto para significar la apertura a Cristo” y su obra redentora. Para él, el nuevo nacimiento expresa mejor la transformación que Dios opera en la persona. Dicho brevemente, la conversión es el lado humano de la salvación; el nuevo nacimiento el lado divino. La conversión es un paso adelante en dirección al reino de Dios, el nuevo nacimiento es el resultado de ese paso por el que se obtiene la nueva vida, el nuevo corazón y la nueva mente para Dios. Como dice Lutero, “naciendo de nuevo, el hombre se hace algo que antes no era: el nacimiento pone en existencia algo que era inexistente”. Esto sólo puede hacerlo Dios.
El concepto bíblico de conversión también incluye este aspecto de vida nueva, pero en el uso generalizado que se hace de él en el mundo evangélico, ha llevado a considerar que la conversión es la decisión del pecador por Cristo; la aceptación de Cristo como Salvador para librarse de la condenación eterna. Se piensa que la conversión, entendida como una decisión de fe para obtener el perdón de los pecados y tener vida eterna, es suficiente para considerar a una persona cristiana. Lo que viene después de la conversión, que suele ser toda una vida, sería parte de un proceso de educación y reafirmación en esas verdades de la gracia y el perdón de Dios, con la subsiguiente amonestación a evangelizar y dar testimonio del evangelio.
Esta percepción de la conversión y la subsiguiente vida cristiana limitada a la asistencia a la iglesia, ofrenda, alabanza y testimonio, es un empobrecimiento de lo que significa ser cristiano. La conversión no puede separarse del nuevo nacimiento, el uno está implicado en la otra. Son dos aspectos de una misma realidad inseparable. Los dos juntos proporcionan el fundamento para una vida cristiana victoriosa, responsable y relevante para la iglesia y el mundo. Dallas Willard señala el peligro y el daño incalculable causado a la iglesia el “concepto que restringe la idea cristiana de la salvación al mero perdón de los pecados”. Lo mismo decía hace más de un siglo A. J. Gordon, cuando se quejaba de que “es una infeliz circunstancia que tantos cristianos consideren la salvación del alma como la meta más que como el punto de partida de la fe”. Este tipo de reducción de la fe explica el desaliento y el desánimo de muchos miembros de las iglesias, los cuales al final de unos años se sienten vacíos y como si el cristianismo ya no tuviera nada más que ofrecerles, excepto esperar la Segunda Venida del Señor o aguardar la muerte confiado en tener el boleto para entrar en el cielo. A veces ni eso, simplemente se marchan aburridos y decepcionados. Como honestamente confiesa Howard A. Snyder en una obra reciente: “Aun en mis años de cristiano adolescente sentía cierto descontento confuso con la prometida vida en el más allá que celebrábamos en la iglesia. La salvación se reducía a ir al cielo. El cielo era lo supremo… En general me gustaban los cultos, pero ciertamente estaba contento de que no duraran eternamente”.
La conversión es una primera manifestación de la gracia de Dios en la persona, tiene que ver con el arrepentimiento del pecado, pero no se agota en él. Arrepentirse del pecado es un aspecto de la conversión, mediante el cual uno se duele del mismo y prepara su voluntad para que nunca más vuelva a ocurrir, pero la conversión, es más que ese dolor y esa “tristeza según Dios” (2 Cor. 7:10), es un cambio que afecta a toda nuestra persona, al centro de nuestra existencia y nuestra actitud interior. Es propiamente “nacer de nuevo” en lo que respecta a nosotros y nuestra vieja manera de vivir; “nacer de arriba” en lo que respeta a Dios y su obra en nosotros por medio de su Espíritu. La conversión y el nuevo nacimiento suceden de forma simultánea como una promesa de futuro. La conversión no es una adhesión a una nueva doctrina o práctica religiosa, sino la vivencia de una nueva realidad que san Pablo define como una “nueva creación” (Gál. 6:15) que se concreta en Cristo como fuente dinámica de vida nueva.
Nueva creación, nuevo ser
El nacimiento natural da lugar a una nueva criatura, lo mismo ocurre con el nacimiento espiritual. San Pablo dice que el nacido de Dios es una “nueva criatura” (2 Cor. 5:17). El cristianismo no proclama sólo el perdón del pecado y la salvación del alma, anuncia una nueva creación que se concreta en Cristo y se manifiesta en la vida presente. O dicho sucintamente en palabras de Samuel Pérez Millos: “La doctrina de la regeneración conlleva la implantación de Cristo en el cristiano”.
Cristo es la revelación del hombre nuevo, “creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera” (Ef. 4:26). Esto significa que Cristo no es sólo nuestro modelo a imitar, es nuestra vida a vivir. Vivimos de Él y por Él (Jn. 14:19). “Este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Jn. 5:11). Lo que aquí nos está diciendo el apóstol, es que la vida eterna no comienza en el cielo, en cuanto experiencia de plenitud salvadora, sino en el ahora del encuentro con Cristo, porque la vida eterna está en el Hijo, “y el que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (v. 12). Luego la experiencia de salvación no se limita al sentimiento de saberse perdonado de todos los pecados, sino a la consciencia de participar de la vida del Hijo. De vivir su vida de creyente desde la vida de Dios que opera por el poder de la resurrección.
Es evidente que el nuevo nacimiento no es una metáfora relativa a la salvación eterna, sino una descripción que apunta a una realidad sobrenatural y transformante operada por Dios en el corazón del creyente, equivalente a un acto creativo, algo totalmente nuevo a partir del desorden y las tinieblas del pecado. Pablo no puede ser más claro en este punto. “En Cristo Jesús —dice— ni la circuncisión es nada, ni la incircuncisión, sino la nueva creación” (Gál. 6:15).
¿Qué es la nueva creación? San Pablo contesta diciéndonos, primero, lo no es. No es circuncisión, ni incircuncisión. Para Pablo y para aquellos a quienes iba dirigida su carta, esto significaba algo muy concreto. Significaba que ser judío o ser pagano carece de toda importancia respecto a la nueva creación.
¿Qué significa para nosotros eso de circuncisión o incircuncisión? También para nosotros puede significar algo muy concreto, pero al mismo tiempo, muy universal. Significa que ninguna religión como tal engendra el Nuevo Ser. La circuncisión es el rito religioso observado por los judíos, y que aquí comprende todos los ritos con los que los hombres intentan agradar a Dios, expiar sus faltas y adquirir confianza. Pues bien, ninguno de ellos vale en relación a la nueva creación.
“El cristianismo —decía Paul Tillich— es el mensaje de la nueva creación, del Nuevo Ser, de la nueva realidad, que ha aparecido con el advenimiento de Jesús, el cual, por esta razón y precisamente por ella, es llamado el Cristo. Porque Cristo, el Mesías, el escogido y ungido es el que nos aporta el nuevo estado de cosas”.
Me llamó mucho la atención que William Hamilton, uno de los de la saga de los “teólogos de la muerte de Dios”, en su libro sobre La nueva esencia del cristianismo (publicado en 1966), termine con un capítulo dedicado al “estilo de vida cristiana”, que él hace consistir en ser configurados a Cristo, aunque él lo interpreta en un sentido muy inmanente, como no podía ser de otra manera en un teólogo racionalista. Pero estaba señalando la dirección correcta: “En cierto sentido este estilo de vida puede ser considerado como una forma tentadora de imitación de Cristo”.
Si es tan importante la doctrina de la nueva creación, ¿por qué no es un tema central y destacado en nuestras iglesias? Sencillamente, porque en el afán de ganar nuevos miembros y crecer en número ha devaluado el concepto de “nacer de nuevo” a una mera “decisión por Cristo”, tomada en alguna campaña de evangelización. De manera que hay tantos nacidos de nuevo como manos alzadas en algún momento de emoción.
De manera que ya tenemos un elemento más en el nada sino Cristo, un fundamento inamovible que es Jesucristo y una vida nueva que es engendrada por el mismo Espíritu de Dios en el creyente.
Lo nuevo del Evangelio
El apóstol Pablo tiene una predilección por el adjetivo nuevo en todo lo tocante al mensaje cristiano y sus resultados prácticos: Nuevo pacto, respecto al viejo o antiguo pacto con Moisés (1 Cor. 11:25; 2 Cor. 3:6), nueva vida, nueva creación, respecto a la vieja manera de vivir (Gál. 6:15); nueva criatura (2 Corintios 5:17); nuevo hombre, respecto al hombre nuevo (Col. 3:10; Ef. 2:15; 4:24). Pablo es sin duda el teólogo de la novedad cristiana. Él, gracias a su experiencia del Jesús resucitado, ha descubierto su radical y sorprendente novedad del Evangelio, de tal manera que ya no necesita recurrir a algo más, a algún tipo de novedad que algún nuevo predicador pueda traerle. Cristo es suficiente para Él, porque es la novedad siempre nueva y fresca para su vida. “Ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Flp. 3:8).
Pablo entiende que lo nuevo de Dios se abre paso en el mundo viejo sometido a las leyes y rudimentos de los hombres gracias a la proclamación el Evangelio de Cristo. Esto llena a Pablo de una alegría indescriptible y de una pasión infinita. Lo nuevo por excelencia para él es Cristo, el segundo Adán (1 Cor. 15:45), el nuevo Adán, cabeza de la nueva creación que Dios está llevando a cabo en la era presente, de modo tal, que la nueva creación o nueva existencia se caracteriza como un “ser en Cristo”, un “morir y resucitar con Cristo”, un “ser una nueva criatura en Cristo”, un “revestirse del hombre nuevo en Cristo”. Cristo es el verdadero e innegociable punto referencia del nuevo hombre, del cristiano que ha renacido a una esperanza nueva y viva (1 Ped. 1:3). Esto es precisamente lo que está descubriendo la “nueva perspectiva sobre el apóstol Pablo”. Una ampliación de la vieja de Dios como predicador de la “justificación con fe sola”, sin referencias a las promesas mesiánicas que tiene que ver no solo con la vida eterna, sino con la presente. A esto contribuye la reflexión actual sobre el título cristológico del Nuevo Adán, que pone además un freno a ese fenómeno tan recurrente en protestantismo de reeditar el judaísmo. “La actuación de Cristo —advierte Tatha Wiley, profesora en el United Theologial Seminary de Twin Cities, Minnesota— no se compara con la de Moisés, sino con la de Adán, pues así como el pecado determinó el destino del mundo, lo mismo sucede ahora con la muerte de Cristo”.
Creación y redención
El tema de Cristo como segundo Adán da para mucho, pero sólo tenemos tiempo para un ligero apunte, un par de notas que ustedes luego pueden continuar. Lo nuevo del cristianismo no solo tiene que ver con la manera que nos acercamos a la Biblia, sino también al hombre. “La gran novedad del Nuevo Testamento es la visión cristocéntrica de la creación”. Nos enseña que Cristo es al mismo tiempo el Mediador de la salvación, y el Mediador de la creación. “Jesús es el mediador desde el principio de la obra creadora llevada a cabo por la iniciativa de Dios Padre y, por ello es a su vez el fin hacia el cual toda la creación camina”. “Cristo da unidad a la creación y a la salvación”.
Textos base: 1 Cor 8:6; Col 1:15-20. La creación tiene por fin a Cristo, la Nueva Alianza en su sangre ocupa el lugar de la antigua y se convierte en razón de ser de la existencia. Todo fue creado por Él (Cristo) y para Él. Cristo es la corona de la creación, el centro de unidad y de reconciliación universal (Ef 1:10; 1 Cor 15:28; Ap 1:18; 2:8; 21:6).
A la luz del Nuevo Testamento el relato de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios adquiere un significado más profundo. “El hombre ha sido creado a imagen de Dios. Ahora bien, Cristo hace visible la imagen del Padre, porque Él es su imagen más perfecta. Por esta razón se puede decir que Cristo explica el sentido profundo de la afirmación genesíaca. Desde el Nuevo Testamento se puede afirmar que el hombre ha sido creado a imagen de Cristo. Jesucristo es la auténtica, la verdadera imagen Dios, por eso el destino del cristiano es reproducir en él esa imagen de Dios (Ro 8:29). El pecado la había dañado mortalmente, pero Cristo la restituye con nuevo esplendor. Contemplando a Cristo, el hombre recupera su verdadera imagen natural a imagen del Hijo. En este sentido Cristo aclara al hombre su propia dignidad y se convierte en camino para todo hombre que quiera alcanzar y realizar su propio destino. Cristo descubre al creyente la grandeza del hombre y el camino para llegar a ella. El Verbo de Dios viene a salvar sanar es lo que Él ha creado y se había perdido.
Desde el punto de vista teológico, según se está reflexionando últimamente, esto significa que “la vocación divina del hombre en Cristo, la llamada a ser conforme a Él ha de existir ya desde el primer instante. De lo contrario, la salvación sería algo extrínseco, independiente de lo que el hombre es desde su creación”. Si no hubiera una relación interna entre creación y salvación, la salvación vendría al mundo y al hombre solamente “desde fuera”, es decir, no tendría una relación intrínseca con la naturaleza del ser humano. Jesús, entonces, no tendría significación universal. Pero cuando relacionamos una con otra, salvación-creación, creación-salvación, vemos que también en este punto se combinan las dos exigencias propias del mensaje evangélico: novedad y continuidad dentro del designio eterno de Dios. En Cristo se realiza el plan de la creación y nos dice que el mensaje evangélico se sitúa en el interior del dinamismo de la historia no al margen de ella. Ser cristiano, entonces, no es optar por una determinada visión religiosa, como una mirada superficial considera, sino que supone la máxima realización y perfección de lo humano en cuanto ser creado por Dios, de manera que la entrega a Dios de ningún modo disminuye la vida del creyente, sino antes bien lo contrario, la enriquece, renace su verdadero ser. Por el contrario, “el rechazo deliberado de Jesús por parte del hombre es ponerse en contradicción consigo mismo, renunciar a lo que constituye el fundamento del propio ser”. Como señalaba el filósofo siciliano M.F. Sciacca solo el reconocimiento del origen divino del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, puede desvelar con hondura el misterio del hombre.
De modo que cuando pensamos en el hombre-mujer creados a imagen y semejanza de Dios, de inmediato debemos considerar esa imagen desde la luz que aporta el Nuevo Testamento, la cual completa y da su plenitud al Antiguo. Con ello no decimos una verdad sobre el hombre distinta al Génesis, sino que reconocemos una nueva verdad que añade y envuelve a la anterior. En el Nuevo Testamento se ha dado un nuevo fundamento con el que esa idea del Génesis ha alcanzado su plenitud. Y, esto es concretamente lo que quisiera resaltar, una vez que lo ha hecho, en realidad, se coloca esta verdad en el fundamento de toda antropología cristiana. “Es decir, que la antropología cristiana no dice que hay un hombre que sea creado a imagen de Dios y luego, muchos miles de años después, aparece un hombre que se hace a imagen de Cristo, sino que el hombre siempre es imagen de Dios en Cristo y nada más que en Cristo. Adán y Eva eran creados ya en Cristo y eran imagen del Dios Trinidad del que el Hijo se encarnó. El oyente del Génesis aún no lo sabía, pero el cristiano ya lo sabe y lo que se dio a conocer después retoma el origen primero y lo plenifica”.
Desde el punto de vista pastoral y espiritual, tiene que enseñarse a todos los creyentes que el hombre y la mujer cristianos no son sólo descendientes de Adán y Eva, sino que ya en el origen, fue creado a imagen de Cristo, la cual destrozada por la desobediencia, ahora es recuperada por la obediencia a la fe (Ro 1:5). Esto da origen al nuevo hombre y a la nueva creación, en la que actualmente estamos comprometidos.
En la práctica misionera y evangelizadora esto tiene significaciones muy importantes y prometedoras para nuestro ministerio y mensaje. Nos indica que no solo somos dispensadores de la gracia de la salvación considerada como perdón de pecados y promesa de vida eterna, sino de la gracia como salvación cósmica, pues incluye la regeneración de la creación, que si bien es cierto que tiene una dimensión escatológica, también lo es que ya se abre camino a través del poder renovador Dios, que comenzó con la resurrección de Jesús y “que continúa de forma misteriosa a medida que el pueblo de Dios vive en el Cristo resucitado y en el poder de su Espíritu Santo”.
Pablo fue el primero en tomar conciencia de esta novedad que representa la fe cristiana para el individuo, la sociedad y la historia, en línea de continuidad con las promesas hechas a Israel de ser medio de bendición a todo el mundo. Pablo está literalmente entusiasmado con la novedad del Evangelio. Novedad que afecta al individuo y su destino eterno, pero también a la sociedad y el destino presente de los pueblos. La unidad de los pueblos en Cristo, la demolición de muros y barreras que dividen a los seres humanos entre ricos y pobres, blancos y negros, hombres y mujeres, amos y siervos. “Él es nuestra paz —escribe—, de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (Ef. 2:14). Pues lo que ocurre en la regeneración espiritual es el nacimiento del nuevo hombre, el hombre reconciliado con Dios y con su prójimo en un solo cuerpo, matando en él las enemistades (Ef. 2:15-16). El velo del templo rasgado en dos en la hora de la muerte del Hijo de Dios, simboliza el acceso inmediato de todos los hombres a la presencia de Dios en Cristo (Mt. 27:51; cf. Heb. 4 y 9), y a partir de ahí, el acceso unos a otros como hermanos. Los que antes estaban divididos por cuestión de estatus, poder, género o condición, ahora se reconocen como hermanos en Cristo, reconciliados con Él, por Él y para Él. Revestidos de Cristo por el bautismo, “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal. 3:28).
Pablo escribe y predica como el que está presenciando el nacimiento de un nuevo mundo y participando en la creación de él. Se considera padre y madre de ese nuevo mundo. A Timoteo le llama “hijo mío” en varias ocasiones (2 Tim. 1:18; 2 Tim. 2:1). Lo mismo dice del esclavo Onésimo, a quien ha engendrado en sus prisiones (2 Tim. 1:18), y por quien escribe una de las cartas más entrañables y encantadoras, intercediendo ante su dueño para que lo trate como a un hermano.
Se puede objetar que Pablo nunca escribió contra la esclavitud, sus escritos dan a entender que acepta la esclavitud como clase social existente, cuyas disposiciones legales seguían siendo válidas para los cristianos, así como otras leyes del Estado, en que ellos se encontraban. Pablo, como hombre de su tiempo, reconoce la existencia de esta clase social, pero no es evidente que la acepte por principio. De hecho pensamiento está en un plano muy distinto: Pablo sabe, y lo muestra diciendo que la nueva vida en Cristo cambia por completo las diferencias que hay en la sociedad humana. “Cuando se depone el hombre viejo y se le renueva para formar un hombre nuevo según la imagen de Dios, todas las diferencias raciales, sociológicas y religiosas pierden su importancia ante Dios y la fe. Un antiguo pagano o judío, aunque haya sido un «bárbaro», incluso un bárbaro muy inculto, un escita, tanto si ha sido esclavo como libre, cuando queda incorporado a Cristo por medio de la fe y del bautismo, ha recibido una nueva vida. Aunque la vida natural del hombre, su cultura, su posición en el pueblo y en la sociedad no queden afectadas por el renacimiento del bautismo, sin embargo, lo que es decisivo en la apreciación no son estos valores naturales, sino la posición en Cristo, porque Cristo lo es todo en todos (Col 3,11). De esta nueva vida fluyen nuevas valoraciones éticas. El que ha recibido el ser en Cristo tiene que vivir de él, y ser reconocido por los hermanos en la fe como una persona, en quien vive Cristo. A esta nueva valoración sirven de fundamento la muerte salvadora de Jesús, la salvación dada al individuo mediante el bautismo por razón de la fe. La vida en Cristo y por medio de Cristo (mística de Cristo) según san Pablo, no es solamente una especulación de altos vuelos o un conjunto de ideas abstractas, sino un requisito ético en las cuestiones de la vida cotidiana. Lo que Dios obra en el hombre por medio de Cristo, es una tarea de la acción moral y social”.
Pablo llevaba en su cuerpo las marcas del apostolado, que no son otras que las marcas de Cristo (Gal. 6:17). Desprecios, golpes, amenazas. “Hasta ahora —escribe el Apóstol— pasamos hambre, tenemos sed, nos falta ropa, se nos maltrata, no tenemos dónde vivir. Con estas manos nos matamos trabajando. Si nos maldicen, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos calumnian, los tratamos con gentileza. Se nos considera la escoria de la tierra, la basura del mundo, y así hasta el día de hoy” (1 Cor. 4:11-13). Pablo soportaba todos estos males por su alta conciencia de formar parte instrumental de un mundo nuevo, de una nueva humanidad en Cristo. Por eso todo lo sufría y todo lo soportaba, “por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna” (2 Tim. 2:10). No lo hacía resignadamente, sino con la ilusión de estar contribuyendo a hacer realidad de la nueva creación de Dios. Por eso, en medio de sus penalidades, peligros y prisiones, Pablo no siente amargura, sino como bien dice “si nos maldicen, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos calumnian, los tratamos con gentileza”. Con ello no estaba sino reflejando el carácter y la naturaleza de Cristo formándose en su interior. Pero es más, este hombre cansado, hambriento a veces, abandonado en ocasiones, objeto de calumnias, en peligros y naufragios mortales (cf. 2 Cor. 11:24-27), es capaz de sobreponerse a la debilidad de su carne y en lugar de hacerse compadecer, reta a la iglesia a sentirse alegre y gozosa con el mensaje de la nueva creación. “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégrense!” (Flp. 4:4, DHH). “Vivid siempre alegres en el Señor. Otra vez os lo digo: vivid con alegría” (BLP).
Frente a un cristianismo que mira hacia atrás con nostalgia, el cristianismo primitivo miraba hacia delante, convencido de la relevancia de su misión para el individuo y la sociedad. Lo que dice Pablo de sí mismo, se puede hacer extensivo al resto de los creyente: olvidando lo que queda atrás, nos extendemos a lo que está delante (Flp. 3:13). Se sentían como vino nuevo incapaz de ser encerrado en viejos moldes. Los escritos de los primeros siglos del cristianismo rezuman vitalidad y entusiasmo a medida que van conquistado el mundo para Cristo con su mensaje y con su red de relaciones sociales que cubría casi todas las necesidades del pueblo. De aquí aprendemos que tenemos que mirar a la Iglesia como una comunidad con vocación de perenne juventud, no importa los años que tenga. Como alguien ha dicho, un árbol puede ser centenario, de tronco rugoso y agrietado por los años, y sin embargo ser un símbolo de juventud en los bosques, basta que sus hojas sean verdes, que su follaje de cobijo a las aves, que ofrezca sombra al caminante. Es cuando no da hojas, ni frutos, cuando sus ramas ya no sirven para otra cosa que para el fuego. Pero mientras haya savia en sus entrañas dará hojas y frutos, porque su fuerza reside en lo que no se ve, en el interior. Lo mismo debe ocurrir con el cristiano. A veces se olvida que la verdad está en lo que no se ve.
El cristianismo, pues, tiene una vocación de novedad y juventud, no importa los años que transcurren. Cierto que han pasado dos milenios desde sus inicios y aunque el Evangelio ha llegado a todas las naciones, no vemos que el mundo sometidos a los pies de Jesús (Heb. 2:8), seguimos a la espera de una tierra nueva y un cielo nuevo, que no nos corresponde a nosotros introducir sino anunciar como una Realidad que viene en el poder de Dios en la consumación final de todos los tiempo. Pero ya y ahora estamos beneficiándonos de las primicias de ese mundo nuevo que viene; formamos parte de comitiva triunfal de Cristo (2 Cor. 2:15), que ha derrotado a sus enemigos, a nuestros enemigos, en la cruz. «Nosotros somos el buen olor de Cristo» en medio de una generación corrupta, egoísta, ignorante de los bienes eternos. Al predicar tenemos que esparcir el aroma fresco y vivo Cristo, como la rosa esparce su fragancia. Hacer que Cristo se note por doquier, que cuando abramos la boca para proclamar el Evangelio sea como abrir un frasco de perfume, de tal manera que Cristo sea percibo alrededor nuestro.
Una vez más, aprendemos que la nada sino Cristo, comporta muchas cosas, entre ellas una nueva vida, una nueva creación, una novedad que nunca deja de sorprendernos, retarnos y enriquecernos.
La gran ausencia
Para que se cumple en nosotros el propósito de Dios al perdonar nuestros pecados y darnos nueva vida en el espíritu, tenemos que tener a Cristo en el corazón, pues bien dice la Palabra que “del corazón mana la vida” (Prov. 4:23), y Cristo añade, que de la “abundancia del corazón habla la boca” (Mat. 12:34; Lc. 6:45). Desgraciadamente hay iglesias que tienen el nombre de cristianas, pero que no tienen a Cristo. “Tienes nombre de que vives, pero estás muerto”, dice el Señor en Ap. 3:1. Es posible tener templos e iglesias preciosas, y dejar a Cristo en la calle, como cuando dice a los creyentes de Laodicea: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo” (Ap. 3:20).
Algunos pastores y líderes, no hablemos ya de los llamados apóstoles y profetas, creen que la riqueza consiste en congregaciones numerosas, en templos cada vez más grandes, en grandes proyectos de expansión, en ofrendas voluminosas. Están tan ocupados con sus cosas, en cómo dirigir y en cómo controlar la abundancia de sus graneros repletos de bienes, que se olvidan que la riqueza del cristiano es una pequeña moneda que lleva la inscripción de Jesús y que es nuestra posesión más espléndida. Lo triste es que muchos han perdido esa moneda y no se han dado cuenta. Tienen tantas de oro y plata que no echan en falta la perla de gran precio, la moneda que realmente cuenta. Por eso Jesús comparó el reino de Dios a una mujer que, en un descuido, pierde una moneda de las diez que tiene, y en lugar de contentarse pensando en las nueve que le quedan, enciende una lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla” (Lc. 15:8-10). Esta parábola la aplicamos, correctamente a las ovejas perdidas, pero creo que también podemos aplicarla a la pérdida de Cristo por parte de los cristianos, pérdida más grave aún que la del inconverso, porque este es consciente de que no tiene a Cristo, y un día puede buscarlo, pero el creyente inconsciente que cree que tiene a Cristo, pero hace tiempo que lo perdió, se encuentra en una situación más difícil, pues considera que es rico y deja de buscar a su Señor, el cual le dirá: “Porque dices: Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad; y no sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo” (Ap. 3:17).
No es el caso de Pablo que dice: “Como no teniendo nada, aunque poseyéndolo todo”, “pobres, pero enriqueciendo a muchos” (2 Cor. 6:10; cf. Prov. 13:7; 2 Cor. 8:9; Ap. 2:9). Pablo se siente y se vive enriquecido en Cristo, como escribe a los Corintios (1 Cor. 1:5).
El nada de Cristo es mucho para Pablo. Lo mismo debería ser para todos los que llevan el nombre de cristianos.
En Cristo
Cualquier lector atento de las carta de Pablo se cuenta de la cantidad veces que utiliza la frase “en Cristo”. Junto la expresión sinónima “en el Señor”, aparece más de cien veces. El uso tan continuado de esta fórmula “en Cristo” y en tantos contextos obedece a la intención concreta de Pablo de decirnos en qué consiste para él la suma y la esencia de la fe cristiana. Para él, la frase “en Cristo” compendia y resume la totalidad de lo que significa ser cristiano.
“No hay duda —escribía William Barclay— que con el paso del tiempo el apóstol Pablo profundizó, enriqueció e intensificó su significado, pero el hecho es que esta frase con todo lo que significa no es una concepción tardía y un desarrollo repentino en la mente, el pensamiento y el corazón de Pablo. Desde el principio hasta el fin de su vida cristiana es el centro y el alma de su experiencia cristiana”. Para él, en Cristo designa la “esfera en la cual la nueva vida se desarrolla desde el comienzo de la salvación hasta su consumación”.
Este en Cristo marca el inicio de nueva era en la historia de la salvación. Hasta Cristo todos estábamos en Adán, determinados por el pecado, la condenación y la muerte, a partir de Cristo comienza una nueva edad, la edad vieja se cierra.
Cristo es el segundo Adán, el cabeza de la Nueva Humanidad, el primer Hombre Nuevo, aquel que trae la gracia y la vida y restaura y perfecciona la imagen de Dios en el hombre, imagen que no es otra que la del mismo Jesucristo.
En la carta a los Romanos, esa carta tan densa y teológica, después de haber declarado la pecaminosidad universal de todos los hombre, judíos y gentiles por igual, y que nadie puede ser salvo por la obras, sino por gracia, mediante fe que nos justifica ante Dios, nos eleva hasta las supremas alturas de la voluntad eterna de Dios que nos predestinó para “ser salvos”, ¿es eso lo que dice la Escritura.
No. Leemos literalmente, “nos predestinó para ser hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Ro. 8:29). Esta la pieza clave de bóveda del concepción de Pablo de la salvación. La fe, el arrepentimiento, la conversión, el bautismo, la vida en el Espíritu, nos lleva a la meta para la que hemos sido llamados y elegidos por Dios: “ser hechos conformes a la imagen del Hijo”, o transformados según la imagen del Hijo, según traduce la NVI.
Esto va mucha más allá del perdón de los pecados, de la salvación de la condenación eterna, de la conducta piadosa y decente del cristiano, nos introduce en una esfera en la que pocos hemos ni siquiera meditado en ella.
Sin embargo el pensamiento del apóstol Pablo constantemente recurre a ella. Y no habla como un doctrinario, habla por experiencia propia. Su teología no es otra cosa que una expresión de su experiencia, y se quiere, una justificación de su vida. Como decía David M. Ross, hace casi cien años, en cuanto judío, Pablo había sido fuertemente influenciado por la tradición farisea y su visión del mundo. Él llevó consigo esta visión cuando se hizo cristiano, pero en sus manos fue transformada en algo mucho más grande de lo que pudiera haber entrado en la mente del más grande de los profetas y que él mismo pudiera haber concebido. Esta transformación hunde sus raíces en la novedad de la experiencia de su encuentro con Cristo, o de ser encontrado por Él.
Esta experiencia de Cristo en él es la única que puede aclararnos el verdadero pensamiento del apóstol Pablo, su teología y su mensaje para nosotros. Escribiendo a los colosenses les dice: “Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Col. 1:27). Aquí no está dando salida a una expresión piadosa. “Cristo en vosotros, Cristo en nosotros, viene a ser en él, como dice Wolfgang Trilling, un “cuadro enigmático”. Es preciso adentrarse en su sentido, no sólo desde el pensamiento, sino desde la experiencia. Verlo con los ojos de Pablo que ha experimentado en él la presencia transformante del Jesucristo resucitado, que ha hecho de él una nueva persona, total y radicalmente.
No me extraña que Anselm Grün le considere un iniciado. “En su calidad de persona introducida por Cristo en el misterio de la vida y la muerte, Pablo era un iniciado, alguien que fue conducido a otro plano de la existencia humana y que en lo sucesivo podía vivir en libertad y con una conciencia nueva. En su encuentro con Jesús, Pablo experimentó lo que los participantes en los cultos mistéricos vivían de manera tan fascinante: sentía como si, en virtud de su encuentro con Jesucristo, hubiera nacido de nuevo. Mediante la experiencia de Jesús había atravesado los ámbitos oscuros de su alma, los abismos y lados sombríos de su interior. Había muerto con Cristo, es decir, se había despojado del ser humano viejo, de la herencia de Adán. Había llegado a ser una persona nueva. Pablo anuncia su mensaje como un hombre iniciado”.
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”, dice en Gál. 2:20. Pero no lo dice como un misterio o una experiencia reservada solo para los iniciados en un camino superior. Ciertamente este es un texto que nos impresionó positivamente desde el primer día que lo leímos, pero dado nuestro énfasis en el pecado y en nuestra indignidad, no nos atrevemos a aplicarlo a nuestra vida. Al fin y al cabo somos seres débiles, propensos a dejarnos arrastrar por el mal y ceder a la tentación. No somos como san Pablo que gozó de extraordinarias experiencias religiosas. Él fue arrebatado a tercer cielo, nosotros nos tenemos que contentar con que el barro del suelo de este mundo no nos manche demasiado.
Sin embargo, lo que Pablo dice de sí mismo lo hace extensible a todos los creyentes, que no eran precisamente santos e irreprensibles, ni aprendices de místicos. Pablo les llama “¡gálatas insensatos!”, un adjetivo que muchos hubiéramos tomado por insulto. Insensatos, sí, porque fueron fascinados para obedecer a otra “verdad”, que no la de Jesucristo (Gal. 3:1). Y Pablo sabía bien que buscar una “novedad” más allá del Evangelio de Cristo, es una peligrosa manera de carnalidad. Por eso insiste y repite: “¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿vais a terminar ahora por la carne?” (v. 3).
Y es a esos insensatos a quienes Pablo dirige unas palabras de tremenda ternura y preocupación pastoral: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (4:29). O sea, lo mismo que Pablo vive en relación a Cristo, como un morir en Él para así vivir en Él, lo desea fervientemente para todos y cada uno de los cristianos gálatas. Este es su dolor de pastor, de misionero y de cristiano: ver a Cristo formándose en cada miembro de la congregación. Cuánto sufre el pastor por la falta de crecimiento numérico, porque no se cumplen los objetivos propuestos, por la escasez de las ofrendas y tantos otros asuntos externos, y qué poco sufre por lo que realmente debería sufrir: ver cómo Cristo se va formando en cada uno de los miembros de su congregación.
Lo que aquí está diciendo san Pablo está en consonancia con lo que antes ha dicho sobre el propósito de la predestinación, que, en este caso, está en relación a la voluntad de Dios a la hora de diseñar el plan de la salvación: “Que Cristo sea formado en nosotros” (Ro. 8:29). El deseo de Pablo está en consonancia con el deseo de Dios, al que Él sirve con buena conciencia, y que no es otro que la configuración del creyente en Cristo. Tal es la voluntad de Dios desde la eternidad:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Ef. 1:3-10).
El propósito de la redención no se reduce a una experiencia de perdón del pecado, ni a la justificación por la fe, sino que comprende algo mucho más grande y absoluto que todo esto: La transformación del creyente en Cristo, la configuración de nuestra vida a Cristo, el ser hechos semejantes a Él, reconciliando así “las que están en los cielos, como las que están en la tierra”. Hijos en el Hijo. Amados en el Amado.
Parece increíble pero es lo que Pablo tiene en mente en todos sus escritos. En Colosenses, por ejemplo, presenta su ministerio bajo la imagen de un administrador de las riquezas de Dios (Colosenses 1:25), entre cuyos tesoros se encuentra precisamente el misterio Cristo en los creyentes (v. 27), “amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (v. 28). Tal es la meta de su trabajo, de su carrera, de su batalla por la que agoniza, esforzándose como un atleta en realizar esa misión: Cristo en los creyentes, promesa de nuevo hombre perfecto, completo, realizado en Cristo Jesús. Nada inferior a esto puede formar parte integral de la misión, predicación y pastoral cristianas.
Muchos cristianos se esfuerzan por cumplir sus obligaciones religiosas de asistencia a los cultos dominicales, de deshacerse de aquellos defectos que reconocen como pecaminosos, “pero no poseen la voluntad ni la disposición para llegar a ser hombres nuevos en su totalidad, para romper con todos los criterios puramente naturales y considerarlo todo a la luz sobrenatural: no quieren decidirse a la metanoia total, a la auténtica conversión […] Hay que anhelar ardientemente llegar a ser un hombre nuevo en Cristo y desear apasionadamente que muera nuestro propio ser y que sea transformado en Jesucristo, lo cual presupone una liquidez de todo nuestro ser que incluye que seamos como cera blanda en la se pueda imprimir el rostro de Jesucristo”.
El fin de la elección divina es la formación de una nueva humanidad configurada a imagen del Hijo de Dios. Ante este grandioso plan divino, no es aconsejable ni lícito reducir el camino de salvación a algo menos que lo que aquí se nos enseña. Porque, como decía William Romaine, el objeto de nuestra fe no es sólo la salvación individual del alma, sino “Dios y el hombre unidos en uno en Cristo”.
La existencia cristiana, pues, no se agota cuando aceptamos a Cristo como nuestro Señor y Salvador, sino cuando nos configuramos a Él, cuando nos comprometemos a reflejar la vida de Cristo en nuestra vida gracias a la acción del Espíritu Dios. El propósito de Dios al salvarnos fue no solo salvar nuestra alma de la condenación, sino forjar nuestro carácter, formar nuestra personalidad a la imagen de su Hijo. Este es el interés primordial de Dios nuestro Padre del que no podemos desinteresarnos.
La nada de Cristo pasa por ser la forma del nuevo hombre, no puede haber un llamamiento más supremo y grandioso, capaz por sí solo de llenar una y mil vidas que tuviéramos.
El segundo Adán la restauración de la imagen divina
Al final estamos como al principio. Lo que en Adán perdió la humanidad, la imagen de Dios inmaculada, sin pecado, en Cristo es recuperada en un plano todavía más elevado. Lo que dejamos de ser por el pecado de Adán, hijos de Dios en plena comunión de amor y amistad, lo somos ahora por la fe Cristo, en quien hemos renacido y sido adoptados como hijos en la familia de Dios.
“Es asombroso que casi todas las palabras básicas que describen la salvación en la Biblia supongan un regreso a un estado o situación originalmente bueno. La palabra redención es un buen ejemplo […] También reconciliación, en la cual el prefijo re indica regresar a un estado original”. Pero con una diferencia, en Cristo el estado original es superado, porque, como dice san Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro. 5:20). Por fe podemos decir: “¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!” Pues por el Evangelio sabemos que esa “imagen y semejanza” de Dios de la que Adán disfrutó, no es otra que la imagen y semejanza del Hijo de Dios en nosotros. De manera que si Adán por la seducción del diablo quiso “ser como Dios” (Gn. 3:5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios”, ahora en Cristo, somos “divinizados” (cristificados), en el sentido de ser partícipes de la naturaleza divina por gracia. “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pd. 1:3-4).
En la cruz del Calvario Dios restauró en su Hijo el orden echado a perder en el Paraíso. La imagen de Dios, rota y menospreciada en la vida de los hijos de Adán, es recuperada por Aquel que es “imagen visible del Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col. 1:15). Cabeza de la Nueva Humanidad instaurada en su persona, a través del misterio de su muerte y resurrección. “Como primera criatura de la nueva humanidad, Cristo incorpora en él, integra en su persona, todo lo que estaba separado en la antigua humanidad, o mejor aún, lo que era dos ya no va a existir en adelante como dos realidades distintas, ya no va a existir más que una sola realidad, el Cuerpo de Cristo, el hombre nuevo (Col. 2:17)”.
Lo grandioso de la revelación de Dios en Cristo, es que la imagen restaurada en el hombre creyente no es otra que la del mismo Dios-Hombre Jesucristo: hechos conformes a su imagen (Ro. 8:29). Con eso se cumple el plan o propósito de Dios de la humanidad, y comienzan los tiempos escatológicos que un día culminarán con la presencia visible de Cristo, cuando todos seremos transformados a su imagen perfecta, y Dios será todo en todos, sin mediaciones de ningún tipo (1 Cor. 15:28).
Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Ro. 5:14), una vez venido el prototipo, Jesucristo, el nuevo Adán y restaurador de la humanidad caída, se cierra el ciclo creativo de Dios. La descendencia de Adán recobra la semejanza divina echada a perder por el pecado, y la recobra sobradamente en Jesucristo.
En él la naturaleza humana es asumida, no absorbida, y es elevada al rango de la naturaleza divina (2 Pd. 1:4). Se descubre así que la creación entera, todo el universo, se ordena a Jesucristo. Él es la causa final de la creación y el primero de los predestinados. Desde su conversión en adelante, el cristiano está llamado a alcanzar la condición de un hombre maduro, “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef. 4:13).
Del primer Adán recibimos una herencia de pecado, condenación y muerte, incorporados al segundo Adán recibimos una herencia de perdón, salvación y vida eterna. Esta incorporación a Cristo se tipifica en el bautismo como un morir y un renacer en Cristo, de modo que el poder de vida de la Resurrección se hace presente en nosotros.
Dios toma al hombre creyente, le purifica y comienza a moldearle conforme a la figura de su Amado Hijo. Esta es una verdad que nos debería llenar de profunda alegría y de una pasión infinita. El cristianismo no proclama sólo el perdón del pecado y salvación del alma, anuncia una nueva creación que se hace realidad en Cristo, no sólo como un modelo a imitar, sino como una vida a vivir. “Cristo es nuestra santificación en una sentido más superior al de ser nuestro modelo. Él es nuestro modelo y nuestra santidad porque Él mismo mora en nosotros y controla nuestro ser moral, en orden a transfigurar nuestras vidas y convertirse en la fuente de todos nuestros pensamientos, dichos y hechos”.
Ahondando todavía un poco más entre imitación e inhabitación de Cristo en el creyente hay que aclarar que “un hombre no puede vivir en otra persona. Un hombre puede dejar su memoria, su ejemplo, su enseñanza, pero no puede vivir otra vez en nosotros. Si Jesús hubiera sido solamente un hombre santo, la santificación del cristiano se reduciría necesariamente al esfuerzo sincero de emularle y seguirle, y la Iglesia no sería nada más que una asociación de gente bien dispuesta y unida en el propósito de hacer buenas obras, siguiendo su modelo: Jesucristo. Este es el nivel al que inmediatamente descendería la idea más gloriosa del Evangelio una vez que la corona de deidad se hubiera retirado de la cabeza de Cristo. Pero la Escritura y la experiencia nos enseñan que la verdadera santidad cristiana es algo más que el esfuerzo y la aspiración del hombre: es una comunicación de Dios al hombre; es Cristo en persona quien viene y habita en nosotros por el Espíritu Santo. Por eso san Pablo llama a Cristo no sólo nuestra justicia, sino también nuestra santificación”.
El nada de Cristo es tan universal que nos conduce a la recapitulación de la creación, y de la historia de la salvación que en ella se origina, la cual tiene por clave y meta a Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, imagen visible del Dios invisible en la que somos recreados por la acción del Espíritu.
El Espíritu Santo, arras de la nueva creación
Cuando Jesús resucitó una de las primeras cosas que hizo fue hacerte presente en medio de los suyos, que estaban reunidos llenos de miedo a los judíos y al mundo exterior. Para calmar sus temores Jesús sopló sobre ellos diciendo recibid el Espíritu Santo (Jn. 20:22). Fue algo más que la entrega de un don, el gran Don del Espíritu, fue, como señala Xabier Pikaza, el gesto de una nueva creación. El mismo Dios había soplado en el principio sobre el ser humano, haciéndole viviente (Gn. 2:7). Ahora sopla Jesús, como Señor pascual, para culminar la creación que en otro tiempo había comenzado”.
¿Cuál es la función o ministerio esencial del Espíritu? Según Jesús, “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:14). el Espíritu va a manifestar gloria de Cristo, pues no solamente va a iluminar la mente de los discípulos — os lo hará saber — sino a glorificar a Cristo, haciéndole vivo, presente en la comunidad, en todos y cada uno de los creyentes. Mediante el Espíritu Jesús se hace presente en la vida de los discípulos en la comunidad cristiana, su presencia está garantizada por este soplo divino del Señor que lleva a la comunión a la comunión con Él, y también a ser testigos siempre más fieles y más auténticos y con más valentía, de todo lo que Jesús ha hecho y todo lo que Él ha ido enseñando. De esta manera los creyentes forman comunidad con el Espíritu, que es al mismo tiempo con el Hijo y con el Padre, de manera la Trinidad está presente en sus vida como una fuente de vida nueva inagotable que transforma su existencia y que les permite de ser como “otros cristos”, ungidos por el Espíritu, buenos y justos, “prolongando” de alguna manera la encarnación de Dios, es decir, haciendo realidad en cada momento la presencia encarnada de Cristo mediante el cuerpo, las manos, la cabeza, los pies, de sus seguidores, cumpliendo así lo que falta a la obra de Cristo, a saber, la aplicación del beneficio de su sacrificio al mayor número de gente posible.
La mística de la unión con Cristo
La entera vida del Reino de Dios consiste en esa identidad de vida entre Cristo y los creyentes. Su muerte en la cruz fue infinitamente más que suficiente para pagar la deuda del pecado y limpiar nuestras culpas por completo. Por lo mismo es más que suficiente para adquirir para nosotros la suprema gracia de convertirnos en morada del Dios trino. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él”. “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:21,20). “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el cual tenéis de Dios?” (1 Cor. 6:19; 3:16). Unidos de esta manera de Dios, en la morada interior de su santo Ser, recuperamos nuestra perfecta semejanza a Él que se hace concreta en Jesucristo, en justicia y santidad. Él es el segundo Adán, no ya el hombre primordial, sino el Hombre representativo que nos hace miembros de su Cuerpo Místico que es la Iglesia, el órgano viviente que llena con su plenitud. Resucitado de entre los muertos, sigue viviendo en nosotros como el principio de nuestra vida sobrenatural. Así es como nos convertimos en nuevas criaturas, en imágenes del nuevo hombre, que es Cristo. “Así como hemos incorporado en nosotros la imagen del ser humano terreno, incorporaremos también la del celestial” (1 Cor. 15:49 BLP).
“Antes de morir en la Cruz, el Cristo histórico estaba solo en sus existencia humana y física. Al resucitar de los muertos, Jesús ya no vivía solamente en sí mismo. Se convirtió en la vid de la que somos sarmientos. Extiende su personalidad hasta incluir a cada uno de los que estamos unidos a Él por fe. La nueva existencia que es suya por virtud de su resurrección ya no está limitada por las exigencias de la materia. Ahora no sólo es el Cristo natural, sino el Cristo místico, y en cuanto tal nos incluye a todos los que creemos en Él”. Dicho en términos teológicos: “El Cristo natural nos redime, el Cristo místico nos santifica. El Cristo natural muere por nosotros, el Cristo místico vive en nosotros. El Cristo natural nos reconcilia con su Padre, el Cristo místico nos unifica en Él”.
Si alguien se pregunta dónde reside el punto preciso de esa semejanza entre Cristo y sus discípulos, entre la Vid y los sarmientos, hay que confesar que una unidad tan misteriosa como la que se produce entre la cepa de la vida y los sarmientos que de ella brotan. “Pero así como la vida y la savia que reside en la cepa y en los sarmientos es la misma vida y la misma savia; así también es la misma vida de gloria y plenitud que habita en el Dios-Hombre-Mediador, la que habita en el más débil de los creyentes. Es el mismo espíritu, derramado sobre la cabeza y recibido por Él sin medida, el que es dado a su pueblo conforme a la fe de cada uno”.
La gran transformación
Todas las doctrinas tienen un fin práctico y ninguna más que está de unión entre Cristo y los creyentes, que va más allá de la unión de amistad, voluntad o de espíritu, es tal que los teólogos no han encontrado otra palabra mejor que la palabra “mística”, la unión mística. Así se habla también de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo para tratar de describir de algún modo la íntima unidad de vida sobrenatural que existe en Cristo, Cabeza, y la Iglesia, su cuerpo. Ciertamente la unión mística con Cristo es un misterio, pero no por ello menos real. “La unión con Cristo es tan profunda y vital, tan contraria a todo lo que puede ser comunicado y descrito desde el exterior que los que la estudian no han encontrado para otro nombre más propio que «unión mística». Esta unión es invisible, espiritual e indefinible, y sin embargo personal, compulsiva, purificadora y eterna. Es tan realmente vital, una unión de la vida con la vida, como la unión de la vid con los sarmientos (Jn. 15:1-6)”.
Para muchos la sola mención palabra “mística” levanta recelos y sospechas, dada la ignorancia que hay sobre este tema y los errores que se han introducido en el mismo. En el sentido cristiano no significa otra cosa que el misterio de la unión del Cristo resucitado con los cristianos. Esta es una verdad tan incontestable en el Nuevo Testamento que con razón Thomas Merton pude decir que “cristianismo y misticismo cristiano eran originalmente la misma cosa”. Se puede decir además, que todo verdadero cristiano comienza con una experiencia mística, la experiencia de la conversión y el nuevo nacimiento por la que se le abre la puerta que da acceso a la intimidad de Dios, su amor y redención. En todo cristiano hay una vocación que suele ignorarse, o desgraciadamente, que se trunca, se malogra, se frustra, por falta de sabiduría y maestros espirituales que conduzcan al creyente a ahondar en aquello que para él fue un día lo más hermoso que pudo escuchar: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mi” (Gál. 2:20), pero que con el paso del tiempo se convierte en concesiones al “viejo hombre”, “somos carne, somos débiles”, y se reduce a participación más o menos comprometida en actividades de la iglesia.
Esta gran transformación, este cambio glorioso del que aquí hablamos, es la parte esencial del mensaje de salvación como su corona y cumplimiento. Por eso necesitamos urgentemente tomar conciencia, y hacer que otros hagan lo mismo, que la enseñanza bíblica del plan de Dios para nosotros, su propósito y designio de redención, incluye y consiste en configurar nuestra vida a imagen y semejanza de Jesucristo como meta y fin de nuestro llamamiento y vocación. Esta ambiciosa aspiración habita en lo más hondo y auténtico del ser cristiano, del nuevo ser en Cristo, pero que un día se quedó difuminada en los entresijos de nuestra alma debido a una falta de enseñanza adecuada respecto a la misma. Hay que recuperar “esa infancia del alma proclamada bienaventurada en el Evangelio”, como nos alienta Maurice Zundel. “El misterio de Jesús es un misterio de santidad que no puede ser abordado con provecho más que desde dentro, a la luz de una vida interior consciente de sus propias exigencias […]. Elevar a Jesús al rango de Dios no fue la preocupación de los apóstoles, como algunos críticos han podido pensar. Lo que ocurrió es que su corazón ardió en esa santidad divina y comprendieron que encontrarse con Él era encontrarse con Dios y que el Reino cuyo misterio les proponía era, ante todo, Él en ellos”.
Desde este perspectiva, la afirmación “no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”, cobra un significado esperanzador para el cristiano interesado en crecer y madurar en su fe. Se trata de un ideal realizable que comporta una pasión infinita. “Es posible, dese lo profundo del ser, conectar con la Fuente de la Vida. Entonces, la frase tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Fil. 2:5), no es una simple declaración de buenas intenciones, sino la formulación de una experiencia espiritual de san Pablo que le permitió ser uno con Aquel que amó hasta el extremo (Jn. 13:1)”. A esta misma experiencia están llamados todos los cristianos. Tal es su suprema vocación en Cristo (Filp. 3:4). “Reconoce, cristiano —exhortaba León Magno a sus fieles—, tu dignidad, y una vez que has hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a la antigua miseria con una conducta degenerada. No olvides de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado al esplendoroso Reino de Dios (Sermón 21).
En Cristo, Dios se nos muestra como aquel modo de vida que Él desea para toda mujer y hombre de fe. Lo cual no es un deseo a realizar cuando estemos en el cielo, sino un programa de vida a llevar cabo en el momento presente de cada cual. La vida cristiana pierde así ese carácter anodino de una realidad espiritual que sólo se cumple “en el más allá”. Todo lo contrario. La vida ordinaria, repetitiva y a veces irrelevante del cristiano se convierte de repente en una gran aventura de transformación desde el momento que toma conciencia del supremo llamamiento de Dios en Cristo. Un mundo nuevo se abre delante de él: participar de la naturaleza divina y de su plenitud de amor, que sobrepasa todo cuanto podamos imaginar. “Que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:16-19).
La Iglesia es la avanzadilla del Reino de Dios, las primicias de ese Milenio, o mejor aún, de ese cielo nuevo y tierra nueva que ya comienza a hacerse realidad mediante la proclamación del Evangelio. Es ese lugar especial donde se hace presente “el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Ap. 21:3), donde todo el que tiene sed, Cristo le da “gratuitamente de la fuente del agua de la vida” (v. 4). La ciudad sin templo “porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (v. 22). El pueblo adquirido por Cristo “de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Ap. 5:9; 7:9).
Al final la nada de Cristo ha resultado ser el todo que necesitamos. El mensaje más apremiante para nuestra iglesia, para nuestros jóvenes y mayores; para nosotros mismos. Tenemos por delante un camino amplio y desbordante por explorar. La vida cristiana no se agota en sus primeros pasos, bien entendida nos conduce al proyecto más grandioso jamás imagino, ser Hombres Nuevos a imagen y semejanza del Primer Hombre Nuevo, Jesucristo. En Él se revela y realiza el modelo de la nueva humanidad que constituye la promesa más rica, la exigencia más radical de promoción humana que podamos imaginar.
Somos cristianos porque estamos siempre en contacto vital con Jesucristo, que se actualiza cada día en nuestro corazón gracias a la acción del Espíritu Santo. La existencia cristiana no se agota en la salvación, cuando dejamos que Cristo vaya tomando forma en nosotros nos abrimos a la vida de Dios que es amor. Vale la pena vivir en Cristo, Él es la promesa del hombre nuevo y del mundo nuevo que tenemos el deber y la obligación de anunciar y construir con el poder del espíritu del Resucitado.