Palabra de Dios, encuentro con Cristo

La Biblia podría definirse de muchas maneras. Una biblioteca que alberga libros de distintos géneros literarios. Un manual del usuario con instrucciones diseñadas por el fabricante. Una lámpara que alumbra nuestro camino. Un cuaderno de bitácora para orientarnos en la travesía. Un espejo donde poder vernos tal como somos (y tal como se espera que seamos). Un manantial del cual abrevar cada día. Una carta escrita por el Padre.

No obstante, toda definición resulta insuficiente a la hora de expresar el verdadero corazón de la Biblia: Jesucristo. Su anuncio a lo largo del Antiguo Testamento. Su nacimiento en la humildad de un establo. Su ministerio de enseñanza y proclamación. Su pasión, muerte, resurrección y ascensión. Su obrar en la iglesia. Su reinado eterno.

Por medio de la Escritura conocemos sus distintos perfiles. Admirable. Príncipe de paz. Señor de señores y Rey de reyes. Consejero. Maestro. Emanuel. Pan de vida. Señor. Salvador. Mesías. Buen Pastor. Camino. Verdad. Y vida.

También podemos conocerlo como Verbo de Dios. Amor genuino que fue más allá de las palabras y se hizo «carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Juan 1.14).

Que al acercarnos a la Palabra escrita de Dios podamos encontrar a la Palabra encarnada de Dios. Y que de ese encuentro cotidiano nuestra vida salga transformada, de modo que seamos una carta de Cristo, «escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón» (2 Corintios 3.3).