Relevancia de la Escritura hoy “Jesucristo clave y fin de la Escritura”

Por Alfonso Ropero Berzosa

· Introducción

· ¿El pueblo del Libro?

· El Corán y la Biblia

· Continuidad y cambio

· La Escritura, testimonio de Cristo

· Cristianismo sin Cristo

· La Escritura y Jesús: el Antiguo Testamento para los cristianos 

· Fe e historia

Introducción

La Biblia es el libro por excelencia del cristiano, el libro sagrado que informa su fe y su práctica. Esto es cierto, pero no siempre tenemos claro nuestra relación con la Biblia, el entendimiento de su naturaleza y su propósito. No es una cuestión tan simple como a pueda parecer a primera vista. Y si les inquieto con esta cuestión, es porque primeramente yo he sido inquietado por otros, obligándome a considerar seriamente nuestra relación con la Biblia, ya que por eso de que somos “el pueblo de un Libro”, parece que nuestra relación con Biblia es espontánea y natural, cuando realmente obedece a una serie de hábitos y costumbres heredados de tradiciones eclesiales.

Ya en mis primeros días de pastorado, otro joven pastor amigo mío me sorprendió con su crítica de un himno que acabábamos de cantar, muy querido por las iglesias españolas, y creo que también por las iglesias latinoamericanas (después lo he visto hasta en el Himnario de la Iglesia Adventista del 7º Día). Me refiero  al que comienza diciendo:

Santa Biblia, para mí,

Eres un tesoro aquí;

Tú me dices con verdad

la divina voluntad;

Tú me dices lo que soy,

De quién viene y a quién voy.

Es un himno escrito por Juan Burton y traducido al español por Pedro Castro, allá por los años 1860-1870. Pues bien, mi pastor amigo, me dijo que no era correcto cantar un himno a Biblia, pues nuestro canto y alabanza sólo deben dirigirse a Dios en su Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu. Yo creía que bromeaba, así que no me lo tomé en serio. Pero él insistió dándome argumentos teológicos, que no me hicieron cambiar, decidido como estaba a seguir cantando dicho himno tan querido y expresivo de la experiencia evangélica. Qué duda cabe que los argumentos emocionales pueden más que los racionales, al menos en principio.

No me sorprendió lo que me decía, pues ya estudiando la Institución de la religión cristiana, de Juan Calvino me quedé sorprendido con su crítica al llamado Credo Apostólico, cuando después de decir “Creo en Dios, creador del cielo y la tierra; creo en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro; creo en el Espíritu Santo”, afirma “creo en la santa Iglesia universal”, tal como aparece más claramente en el Credo de Nicea: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”.  Calvino argumenta que no es correcto decir “creo en la Iglesia”, porque este es un lenguaje impropio, ya que creer, sólo creemos en Dios. “Testificamos que creemos en Dios, porque nuestro corazón descansa en Él como Dios verdadero, y que nuestra confianza reposa en Él. Lo cual no se aplica a la Iglesia”. Creemos a la Iglesia cuando habla conforme a la Palabra de Dios, no en la Iglesia.  Calvino termina diciendo: “No quisiera discutir por meras palabras, sin embargo preferiría usar los términos con propiedad para que queden claras las cosas, en vez de emplear términos que oscurezcan el asunto sin razón”.

En este caso Calvino me convenció pronto, no por ser quien fue, sino porque no era lo mismo meterse con la Iglesia católica, asociada en el imaginario colectivo al Vaticano y la Inquisición, que con la Santa Biblia, acariciada como la Palabra de Dios y el alimento del alma. Pero es cierto, creemos a la Biblia, no en la Biblia.

Cuento esta anécdota personal, porque me parece que puede ilustrar lo que voy a decir a continuación, la inquietud reflexiva o reflexión inquisitva que quisiera introducir en sus mentes. Y todo esto con vista a la edificación.

¿El pueblo del Libro?

Todo hemos oído la expresión “pueblo del libro”,  y nos gusta pensar que sí, que somos el pueblo del Libro, la Biblia, que es la Palabra de Dios, inspirada, infalible e inerrante, la guía más segura para llegar al cielo y llevar una sana vida cristiana.

Es cierto que como cristianos evangélicos nos distinguimos por nuestra actitud ante la Biblia, por el aprecio que le tenemos y la devoción con que leemos sus páginas sagradas. En nuestras librerías, la sección mayor no corresponde a los libros de teología, historia, estudio o espiritualidad, sino a la Biblia en toda su gama de formatos y presentaciones: para jóvenes, para ancianos, para hombres, para mujeres. En EE.UU. ya existen Biblias patrióticas, Biblias para gendarmes, para presos, para bomberos, para guardacostas, para médicos, para enfermeras…

Además tenemos las nuevas versiones que van apareciendo de vez en cuando, y las ya imparables Biblias de estudio para todo. La Biblia de estudio pentecostal, la Biblia de estudio reformada, la Biblia de estudio wesleyana, la Biblia de estudio bautista (o al menos de Ed. Mundo Hispano), o las Biblias de estudio de este u otro pastor o escritor famoso. En fin, que sólo por el bulto que hacen las Biblias en los estantes nuestra librerías no se puede ocultar que somos el pueblo de libro.

¿Hasta dónde es correcto decir que somos el pueblo del libro?

Pues, lo cierto es que nuestra fe no está puesta es un Libro, por más inspirado por Dios que sea, sino en una Persona, Jesucristo, nuestro redentor y salvador, del cual ese Libro da testimonio. Si no entendemos esto bien, o nos dejamos llevar por la inercia de la práctica común, caemos en un grave error que afectará la vida y el testimonio de nuestras iglesias. La insistencia en la Biblia como centro de nuestra fe nos puede llevar a una religiosidad de carácter intelectual, centrada en la doctrina, la “sana doctrina”, con todos los riesgos que esa actitud conlleva de discusiones, cismas y divisiones por cuestiones de palabras, o interpretaciones divergentes de la misma Biblia. Naturalmente que la Escrituras nos comunica verdades, doctrinas, pero verdades relativa a Dios en Cristo; no nos entrega un conjunto de proposiciones verbales dispuestas como un paquete que hay que aceptar para ser salvos, sino que se nos comunica a sí mismo. Como decía Emil Brunner, “en su palabra Dios no me dice `algo´, sino que se me dice a sí mismo”. Dios no nos revela una serie de enseñanzas de teología sistemática (nada hay menos sistemático que la Biblia), sino que se revela a sí mismo como nuestro Señor y Salvador. “El objeto que la Escritura me ofrece no tiene el carácter de `algo´ que yo con las energías de mi pensamiento haya de desvelar o aclarar, sino que lo que se me ofrece es un Persona que me habla y que se me manifiesta en ella”.

Esto significa en la práctica que el ejercicio de la lectura bíblica tiene el carácter de un acontecimiento espiritual de un verdadero encuentro con Dios en el Espíritu que se nos acerca en su Hijo, cada vez que leemos la Escrituras con la debida actitud.

El apóstol Pablo, en su gran carta a los romanos, se presenta a sí mismo como siervo del Evangelio, la buena noticia, el mensaje de salvación, que en otro tiempo Dios había prometido por medio de sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo (Ro. 1:2-3), lo cual comenta Calvino acertadamente: “He aquí un extraordinario y bello pasaje por el cual aprendemos que todo el Evangelio está contenido en Cristo, de modo que quien se aleje un solo paso de Cristo, se aleja también del Evangelio. Porque sabiendo que Cristo es la viva imagen del Padre (Heb. 1:3), no debemos jamás extrañarnos si El solamente nos es propuesto por Aquel al que toda nuestra fe se dirige y en el cual se detiene”.

Algunos pueden pensar buenamente que el calificativo de pueblo del libro nos viene de los días de la Reforma, cuando los reformadores proclamaron su conocido lema Sola Scriptura, mediante el cual afirmaron su convicción de que la Sagrada Escritura es la autoridad final, única y suficiente en cuestiones de fe y práctica, en oposición a la Iglesia católico-romana para la que autoridad reside no sólo en la Biblia, sino en la Tradición y el Magisterio eclesiástico, con la figura del Papa a la cabeza. En este sentido los reformadores se sintieron el pueblo de un libro, la Biblia, y su autoridad infalible, frente a las autoridades de los jerarcas, maestros y obispo de la Iglesia de Roma. A ella le dedicaron estudios, comentarios y un buen número de traducciones en la lengua de sus diferentes comunidades. “La Biblia sola —decía William Chillingworth— es la religión de los protestantes”.

Sin embargo, conviene recordar que junto al lema Sola Scriptura, los reformadores proclamaron otro igualmente importante, Solus Christus, Cristo solamente, para manifestar bien claro su fe en la única y absoluta mediación de Cristo, el único Salvador, el único Señor, la única verdad, el único camino y la única a vida al que todo cristiano debe aspirar. Veremos después lo que esto significa tocante a la Escritura en nuestra sociedad y en nuestra iglesia.

El Corán y la Biblia

¿Sabían ustedes que la expresión “pueblo del libro” es mucho más antigua que la Reforma y que fue utilizada por Mahoma para describir a los cristianos y a los judíos de su época?

Este es un dato significativo que ya lo hizo notar el teólogo escocés Marcus Dods, a principios del siglo XX.  “La designación —decía— con la que Mahoma en el Corán generalmente distingue a los cristianos es pueblo del libro. Esto, sin embargo, es meramente una ilustración de lo limitado del horizonte del profeta sobre el cristianismo. Porque, de hecho, la posesión de una Escritura sagrada no era entonces ni lo es ahora una singularidad distintiva del cristianismo”.

La expresión pueblo o “gente del libro” se encuentra varias veces en el Corán, allí donde se hace referencia a los Ahl al- Kitâb, literalmente “gente del Libro” o “gentes del Libro” (3, 64, 71, 187; 5, 59), que engloba a judíos y cristianos, y musulmanes, naturalmente. Mahoma no tuvo un conocimiento directo e íntimo del cristianismo, los suyos fueron ligeros contactos con cristianos nestorianos de Damasco. De ahí su imagen superficial y externa del cristianismo, aunque decisiva para su creencia. De esa imagen concibió su idea de que igual que judíos y cristianos habían recibido la Palabra de Dios por medio de los profetas inspirados divinamente y materializada en un libro sagrado, él podía ser el profeta de los últimos tiempos que trajera la nueva palabra inspirada de Dios para el mundo, el Corán.

El Corán, en árabe al-qurʕān, que significa “la recitación”,  “lo recitado”, es el libro sagrado de los musulmanes, pero en ningún aspecto, ni en fondo ni en forma, es equiparable a la Biblia cristiana. Son dos mundos diferentes. Si la Biblia, en cuanto libro, es testimonio o el registro escrito de la Revelación de Dios en la historia, el Corán, en cuanto libro, es literalmente la palabra “eterna e increada” de Alá, tanto en su gramática como en su caligrafía. Como dice magníficamente el Dalai Lama, hablando del islam: El Corán “es diferente a cualquier otro texto; no tiene origen humano ni está adulterado por limitaciones de cualquier intención o pensamiento humano. El Corán es, literalmente, el milagro más grande jamás hecho por Dios, y por lo tanto no sólo su contenido es perfecto, sino también su lenguaje”.

Según el islam, Mahoma recibió directamente de Dios el mensaje revelado que el profeta encargó a diversos escribanos fijar por escrito. “Para asegurar el origen divino de la revelación coránica y la transmisión inmediata de la misma por el ángel Gabriel remarcan los comentadores islámicos que Mahoma no sabía ni leer ni escribir”. De este modo se descartaba desde un principio toda intervención humana. Lo mismo que siglos después harán los mormones respecto a Joseph Smith y su libro sagrado, El libro de mormón.

Basándose en pasajes concretos del Corán existen algunos comentadores del islam que parten de la idea de que el Corán es copia de un original celestial, la norma primordial del libro. Como el original y su copia están redactados en árabe, no existe la posibilidad de una traducción auténtica.

Por ello, para el islam, la transmisión del Corán debe realizarse sin el menor cambio en la lengua originaria, el árabe clásico, también llamado árabe culto, lengua considerada sagrada a todos los efectos. Sólo por concesión se traduce a otros idiomas, pero todo fiel musulmán está obligado a aprender el idioma de Dios. 

Los autores bíblicos, muchos en número, unos conocidos y otros anónimos, nunca pensaron que el idioma que utilizaron, sea hebreo, arameo o griego, correspondía el “idioma de Dios”. Tampoco pensaron que un ángel del cielo, Gabriel en el caso de Mahoma, Moroni en el Joseph Smith, les soplaba en el oído las palabras que debían pronunciar o escribir.

Mucho me temo que a veces los cristianos miran a la Biblia como si fuera una especie de Corán, fijo e inamovible, como un monolito caído del cielo, del cual quieren sacar lecciones para hoy sin considerar el contexto histórico ni el lugar que ocupa en el proceso de la revelación.

Hay incluso quienes atribuyen a la misma traducción de la Biblia en su propia lengua una cuasi “inspiración”. Así, la King James para muchos ingleses, y la Reina-Valera para muchos hispanoparlantes.

La Iglesia cristiana fue desde el principio una iglesia de traductores. Su reverencia al texto sagrado nunca llegó al punto de atribuir sacralidad al idioma original, hebreo o griego. Creyó que el mensaje revelado es viable de expresarse en todos los idiomas. Por esa razón, las Escrituras sagradas de los cristianos bien pronto se tradujeron a los idiomas de los naciones donde los misioneros y evangelistas llegaron con el mensaje de Cristo. Nunca cayó la Iglesia en la tentación de los grupos religiosos tan prominentes en su época de reservar la Escritura por un grupo de eruditos e iniciados, expertos en el arte de la escritura sagrada. Desde el principio la Biblia fue el libro del pueblo, de todos los cristianos, que habló el idioma de los pueblos que se abrían al mensaje de Cristo, y que hasta contribuyó a dar forma literaria a esos idiomas carentes de una forma escrita estándar.

La Revelación de Dios no es la entrega de un libro, sino, más bien, la totalidad de la acción salvadora de Dios en la historia de su pueblo, Israel, que alcanza su cénit y plenitud en la encarnación de Cristo, la Palabra divina. En esta revelación Dios se muestra como el Dios de amor que busca al hombre en su extravío, que recibe menosprecios constantes a esta oferta de amor y que no obstante, por puro amor, llega hasta el punto increíble de la inmolación en la persona de su Hijo, quien recapitula toda la historia de oprobio y rechazo, al mismo tiempo que mediante la acción del Espíritu inicia la creación de un hombre nuevo.

La Revelación es algo más que comunicación de verdades formales sobre Dios, sus mandamientos y su voluntad. La revelación es Dios en acción que incide en la experiencia humana iniciando nuevos comienzos a partir de esa experiencia salvífica: Abrahán, Moisés, Samuel, Isaías, Amós, Ezequiel…, y finalmente, Jesús. Por eso, la Biblia, en cuanto registro inspirado de esa historia de salvación, es algo muy distinto a un código de leyes, oráculos, ritos ceremoniales o doctrinas sagradas, es el testimonio de una historia de hombres y mujeres atravesados por la experiencia de Dios en su contexto sociocultural, con sus derrotas y fracasos, que desemboca en la venida del Ungido de Dios, la Sabiduría divina, el Logos encarnado. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo” (Heb 1:1-2).

Continuidad y cambio

Cuando decimos que Dios ha hablado, lo cual ciertamente es un antropomorfismo, una manera humana de referirse la acción de Dios, ya que Dios carece de boca y cuerdas vocales, queremos decir que Dios ha actuado, intervenido en la historia de su pueblo dándose a conocer a personas elegidas, y por medio de ellas, a todo el resto. El resultado de esas experiencias de encuentro con Dios son nuevos inicios de la humanidad, en continuidad y discontinuidad con el pasado: “Yo soy el Dios de tus padres”, continuidad en la historia de la experiencia humana del Dios único y verdadero; “arrepiéntete y se perfecto delante de mi”, discontinuidad con las experiencias de infidelidad e injusticia por las que tan fácilmente se desliza la acción humana. 

Injusticia que se manifiesta es un acto de culpa universal condenado al Justo, matando al Hijo de Dios; pero cuya palabra final es el poder de la Resurrección que neutraliza la injusticia del hombre y de los poderes y potestades de este mundo, matando en la muerte de Inocente todas las enemistades y derribando los muros de separación que dividen a los hombres de los hombres, y a los hombre de Dios, favoreciendo una experiencia única y universal de salvación y unión con Dios mediante el Hijo.

Es muy importante tener en cuenta la dialéctica de la revelación: “En otros tiempos”, pero “ahora”. Como un buen maestro y pedagogo Dios ha acompañado la experiencia de su Pueblo a lo largo de historia, a veces con mano dura, con vistas a la revelación de Jesucristo, en quien todas las cosas son hechas nuevas. Él es el heredero (Heb 1:1).

Digo esto, porque hay quien considera que para ser fieles al Dios revelado en la Escrituras, entendidas estas como un fin en sí mismas, habría que implantar en nuestros días la legislación hebra sobre delitos y penas, ya que si toda la Biblia es inspirada de por Dios, participa de la eternidad de Dios y, por tanto, su mensaje hoy debería ser tan vigente y actual como lo fue en el momento de ser puesta por escrito. Se ha llegado a defender la lapidación como el método de aplicar la pena capital, por encontrarse legislada en la Ley de Moisés. 

Pese a nuestra familiaridad con la Biblia, creo que hay mucha confusión respecto a naturaleza y propósito, y sería conveniente esclarecerla.

La Escritura, testimonio de Cristo

En primer lugar hay que decir, aunque parezca una obviedad, tan evidente y tan sabida que resulta una afirmación trivial, que hay que concebir y leer la Escritura como cristianos.

¿Qué significa leer la Escritura como cristianos? Significa leerla con ojos cristianos, tal como el Nuevo Testamento nos enseña a leerla. Para citar las palabras de Jesucristo en el Evangelio de Juan: “Escudriñad las Escrituras, porque á vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39), señalando el sentido que las Escrituras tiene para el creyente: el de testigo, como Juan el Bautista que apunta al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Ese texto, pues, da testimonio de la conciencia de la comunidad que, siguiendo la enseñanza de Jesús, lee la Escritura con vistas a desentrañar el misterio de Cristo.

Después de la muerte Jesús, cuando sus discípulos creían que todo estaba perdido, Lucas nos narra el relato de la aparición del Jesús resucitado a los apesadumbrados caminantes de Emaús, a quienes les echa en cara: !Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc 24: 25-27). ¿A qué pasajes concretos pudo hacerles referencia el Señor?.

No es la intención del texto de Lucas entrar en detalles, sólo poner de manifiesto su convicción de las Escrituras hebreas como testimonio autorizado del mensaje evangélico, de la vida y muerte de Cristo. Por otra parte, hay que aclarar que el cuadro que el Antiguo Testamento nos presenta del Mesías no se limita a un número específico de pasajes particulares. “Existen como si fuera, cuatro hilos que corren a través del Antiguo Testamento de principio a fin, que convergen en Belén y el Calvario: el histórico, el tipológico, el psicológico y el profético. Es razonable suponer que nuestro Señor, al interpretar en todas las Escrituras las cosas referentes a él, mostró cómo el Antiguo Testamento completo, de diversas maneras lo señalaba a él”.

Ya en los primeros días de su ministerio, Jesús se ganó la animadversión de sus contemporáneos, cuando después de leer en la sinagoga de Nazaret el pasaje de Isaías 61.1-2, se lo aplicó a sí mismo, hasta el punto que sus paisanos quisieron matarlo (Lc 4.21, 28-29).

Cuando en Juan cap. 5 Jesús dice que la Escritura da testimonio de él, en la controversia que sigue, Jesús se atreve a decir que “Moisés escribió acerca de mí”. En infructuoso tratar de averiguar a que textos concretos se refiere; bien puede ser, como después leyó la Iglesia: Gn. 3:15; 9:26; 22:18; 49:10; Nm. 24:17 y Dt. 18:15, 18. Pero lo que Moisés escribió acerca de Cristo no queda limitado a estos pasajes. Todo el Pentateuco, y no sólo el Pentateuco, sino todo el Antiguo Testamento, apunta a la venida de Cristo y prepara claramente su llegada.

Es evidente que Jesús leyó las Escrituras de un modo peculiar, a la luz de su conciencia mesiánica. Como escribe Félix García López: “Jesús no es un exégeta de la Escrituras, sino un exégeta de sí mismo; explica su persona y su obra a la luz de las Escrituras. La primitiva comunidad cristiana fue esclareciendo paulatinamente la identidad de Jesús a la luz de la Escrituras. Todo el Nuevo Testamento está escrito en esta perspectiva”.

Los apóstoles se preocuparon desde el principio de mostrar que el mensaje y la obra e Cristo estaba en línea de continuidad con los escritos sagrados de Israel. Como dice Pablo en Ro 15,18: “Cristo Jesús vino a ser siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los padres”, lo cual resume una práctica común en el ministerio misionero de Pablo. Así se dice que cuando Pablo llegó a Roma, lo primero que hizo fue convocar a los principales de los judíos, a los cuales aclara que su llegada como preso no obedece a nada que por su parte haya “hecho contra el pueblo, ni contra las costumbres de nuestros padres” (Hch 28, 17), y poco después comenzó testificarles sobre “el reino de Dios desde la mañana hasta la tarde, persuadiéndoles acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas” (v. 23). Ya a Agripa le había dicho que él no había dicho “nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder” (Hch 26, 22), es decir, de la muerte y resurrección de Cristo.

Así, pues, Pablo lee el Antiguo Testamento, la Ley, los Profetas y los Escritos, con los ojos puestos en Cristo, para mostrar que él no dice nada nuevo que no estuviera ya escrito, predicho o vislumbrado en el Antiguo Testamento, de tal manera que Jesús queda integrado en la historia del pueblo de Dios, en su ley en su promesa, demostrando así que Jesús es el Mesías prometido a Israel.

Lo mismo que vemos en Pablo es lo que vemos en el resto de apóstoles y autores del Nuevo Testamento, los cuales leen las Escrituras para explicarse a sí mismos y explicar a otros el sentido y significado de la vida de Jesús, de sus hechos y dichos, de su muerte y su resurrección. El apóstol Pedro expresa su convicción de judío y cristiano, que ve en Cristo el cumplimiento de las Escrituras santas de su pueblo: “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Pd. 1:10-12). Este es el mismo tipo de lenguaje de su primer sermón en Pentecostés: esto es lo dicho por el profeta (Hch. 2:16).

Mateo en su Evangelio incluye un gran número de citas del Antiguo Testamento, que ilustran cada acción y cada palabra de Cristo. Las Biblia hebrea es para los primeros cristianos el testimonio autorizado de parte de Dios que ofrece la clave interpretativa de la vida y muerte de Jesús.   

De los datos que aporta el Nuevo Testamento sobre Jesús y los autores apostólicos en su relación con las Escrituras, la teología cristiana resume esa relación —que fue muy polémica en los primeros siglos del cristianismo— que “Jesucristo es el centro de la Biblia. En el Antiguo Testamento como promesa, anuncio y prefiguración. En el Nuevo como cumplimiento y realización”. Realización que por su parte, lleva consigo la revelación de una riqueza insospechada de la vida divina y su relación con el hombre.

Esto es más que suficiente para hacernos caer en la cuenta que la Biblia no es un fin en sí misma, sino un signo que apunta en dirección a Cristo, en quien se han cumplido el fin de los tiempos y el designio eterno de Dios para la salvación del mundo. Por tanto, hay que tener mucho cuidado en evitar el peligro de que la Biblia se convierta en una pantalla, en algo distinto de lo que está llamada a ser, de modo que nos impida ver o nos distraiga de su mensaje central que es Jesucristo, en toda su riqueza inagotable que siempre tiene algo nuevo que ofrecer. Hay quien hace de la Biblia un fin en sí mismo, tratando de descubrir en ella verdades ocultas del presente y del futuro, y se detienen hasta tal punto en ese pasatiempo que son incapaces de avanzar en el conocimiento del misterio de Cristo, su obra y significado para la vida presente.

Martín Lutero, el gran reformador, dijo que Jesucristo es el “centro y la circunferencia de la Biblia”, dando a entender que el significado fundamental es Jesucristo, quién y qué ha hecho por nosotros para nuestra salvación. Perderle a él como centro y llave de las Escrituras es perdernos nosotros en una lectura acristiana de la Biblia. “Este es el juicio y castigo  que Dios permite que venga sobre aquellos que no ven esta luz, es decir, que no aceptan ni creen lo que la Palabra de Dios dice sobre Cristo, por lo que andan inmersos en total oscuridad y ceguera incapaces de conocer nada en absoluto respecto a asuntos divinos” (Lutero).

Calvino, al comentar Romanos 10, 4: “Cristo es el fin de la ley”, dice: “Sea cual fuere lo que la Ley enseñe, ordene o permita, siempre tiene a Cristo como fin y a Él, por tanto, deben referirse todas las partes de la Ley, lo cual no puede hacerse sino despojándose de toda justicia propia y avergonzándose por causa del pecado personal, para buscar la justicia única y gratuita. Por este hermoso pasaje comprendemos que la Ley totalmente mira hacia Cristo y por esta razón el hombre jamás poseerá inteligencia si no sigue este camino”.

En su comentario a 2 Tim. 3:15, donde se dice: “las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”, con mucha agudeza Calvino advierte que muchos los falsos profetas y maestros hacen uso de las Escrituras como un pretexto”, no prestando atención al hecho que la sabiduría a la que nos conduce es a “la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”, dando a entender que para Pablo, “la fe en Cristo” es el modelo, y por lo tanto, “la suma de las Escrituras”.

Antes de que existiese lo que algunos llaman la Biblia cristiana, el Nuevo Testamento, no había nada escrito por Jesús o sobre él, sólo el recuerdo, la memoria de sus hechos, de su vida y testimonio. Los apóstoles no comenzaron anunciando una doctrina, una religión o una nueva moral, sino simplemente una Persona en la que se había hecho presente el Reino de Dios, es decir, Dios mismo en su acción. Durante años, el Nuevo Testamento, como describe gráficamente Carlos Mesters, existía sólo en el corazón, en los ojos, en las manos y en los pies de los testigos de Jesús. Su Biblia era la de los judíos, judíos ellos también, pero la leían a la manera cristiana. La leían y releían con ojos nuevos, desde la de fe en Jesús muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. En lo que Pablo llamaba “Antiguo Testamento” o “Antiguo Pacto” (2 Cor. 3:14) encontraban los textos para poder entender mejor la novedad que estaban viviendo en Cristo. Por ejemplo, los textos de la profecía de Moisés sobre el futuro profeta (Dt 18,15.19 y Hch 3,22), los de Isaías sobre el Siervo de Sufriente del Señor (Is 53,7-8 y Hch 8,32), los de Daniel sobre el hijo del Hombre (Dn 7,13 y Mt 24,30), ciertos salmos como el Salmo 2 (Hch 4,23-26) o el Salmo 110 (Hch 2,34) y otros.

El obispo anglo-evangélico, John Charles Ryle, exhortaba a los lectores de sus libros a que “con frecuencia se pregunten el valor que tiene para él la Biblia. ¿Es para ti solamente un libro que contiene preceptos morales elevados y consejos acertados? ¿O es un libro en el cual has encontrado a Cristo? ¿Es tu Biblia un libro en el cual “Cristo es el todo”? Si no es así, claramente debo decirte que hasta la fecha tu Biblia te ha sido de poco provecho”.

   

Cristianismo sin Cristo

Los autores apostólicos, como hemos apuntado, recurrieron a la Biblia con vistas en entender la singular experiencia de Jesús con Dios y el significado total de su persona y de su obra para la humanidad. Recurrieron a la Biblia pero era a Cristo a quien buscaban. Es de Cristo y de su mensaje de salvación de quien dan testimonio en sus predicaciones y en sus escritos. Ellos eran seguidores de una Persona y no de un Libro. Y lo mismo debemos ser nosotros. Pero no siempre es así, aunque no parezca que este sea el caso. Como escribe Rod Rosenbladt, profesor de Teología Sistemática y Apologética cristiana, en Concordia University, muchos evangélicos tratan a la Biblia como si fuera alguna especie de “Enciclopedia del Universo”, sin nunca ver a Cristo. Es más, llega a decir, que mucha de la predicación y temática de las iglesias evangélicas americanas hoy en día es tan acristiana, o sin Cristo, como la enseñanza de los antiguos racionalistas de la Ilustración. Esto lo decía hace 15 años, y según parece las cosas no han mejorado, sino que han ido a peor.

Hace unos pocos años, Michael Horton, profesor de Teología sistemática en Westminster Seminary California, publicó un libro titulado Cristianismo sin Cristo. El Evangelio alternativo de la Iglesia americana, donde entre otras muchas cosas dice:

“El cristianismo sin Cristo está [en todos lados] cruzando el espectro conservador-liberal y todas las denominaciones… Es fácil distraerse de Cristo como la única esperanza para los pecadores. Donde todo se mide por nuestra felicidad en lugar de la santidad de Dios, el sentido de que somos pecadores pasa a ser secundario, si no ofensivo…Yo creo que la iglesia en Estados Unidos hoy está tan obsesionada con ser práctica, relevante, útil, con éxito, y… aceptada que casi es un reflejo del mundo mismo… No hay nada que no se pueda encontrar en la mayoría de las iglesias de hoy que no podría ser satisfecho por cualquier número de programas seculares y los grupos de autoayuda”.

Las iglesias se han adaptado a las nuevas tecnologías, explotando todos los recursos que tiene a su disposición, son tenidas en cuenta por los políticos, atraen a famosos, las iglesias se llenan y la gente la pasan bien en los cultos de alabanza. Pero Cristo está ausente de las iglesias. ¿Es esto posible? ¿Cómo puede ser que Cristo esté fuera de su iglesia? Se dice claramente en las Escrituras: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Ap. 3:20). La puerta a la que se refiere el texto no es la puerta del inconverso, sino de la iglesia, la iglesia de Laodicea, concretamente. Sucedió en Laodicea, y sucede hoy en todas las iglesias a lo largo y ancho del planeta.

Hasta el papa Francisco está preocupado por esta extraña enfermedad de cristianos sin Cristo. Hace unos años, el 27 de junio de 2013, Francisco exhortó a sus fieles a no caer en la tentación de ser cristianos sin Cristo, un cristianismo hecho de rigidez y sanas palabras, pero no basado en la “roca” de la Palabra que es Cristo, sino en la arena de propia religiosidad. El papa Francisco insistió que hay muchos que no son cristianos, “sino que se disfrazan de cristianos. “No saben quién es el Señor, no saben qué es la roca, no tienen la libertad de los cristianos. Y, para decirlo de modo sencillo, no tienen alegría”.

A veces olvidamos que la religiosidad es tan peligrosa para el cristiano como la inmoralidad. Deja la conciencia tranquila y el corazón frío. Precisamente lo que Jesús combatió. Cuando leemos los Evangelio, vemos que Jesús nunca es severo con quienes se reconocen pecadores y pequeños. “Sólo reacciona duramente contra los que pretenden no ser como los demás y se creen que son algo. Estos fabrican unas relaciones de opresión que hacen imposible la fraternidad. De ahí las denuncias contra los ricos, los legistas —escribas— y sacerdotes que mitifican dinero, leyes y ritos. Jesús vive apasionadamente un amor entrañable al hombre y no puede soportar la marginación que a todos deshumaniza. Sus mismos ayes y amenazas son como lamentaciones de un corazón movido por una gran ternura”.

La Escritura señala a Jesús: el Antiguo Testamento para los cristianos 

“Toda la Biblia gira alrededor de Jesucristo: el Antiguo Testamento lo considera como su esperanza, el Nuevo como su modelo, y ambos como su centro”. Así resumía Blas Pascal, matemático, físico y filósofo del siglo XVII, el lugar de Cristo dentro de la Escritura, tal como lo entendieron los apóstoles y sus continuadores.

Hubo un momento en el cristianismo de los primeros siglos, que algunos cristianos se cuestionaron la validez del Antiguo Testamento para los cristianos. Para ellos, la moral del Antiguo Testamento basada en un sistema de leyes y castigos, donde trasluce el rencor y el deseo de venganza  no puede ser más contraria a la moral cristiana del perdón y la misericordia. El Dios del Antiguo Testamento, el Jehová de los Ejércitos, involucrado en la matanza de los cananeos no tenía nada que ver con el Dios y Padre bondadoso de Jesucristo; la historia del Antiguo Testamento, tan llena de crímenes, engaños, robos, incesto, adulterios, asesinatos, deseos de venganza, guerras de exterminio, está en las antípodas del mensaje de Jesús y de la predicación apostólica. Marción, que vivió aproximadamente entre el año 85 d. C. y hasta mediados del segundo siglo, se negó a aceptar el Antiguo Testamento como Escritura Sagrada. Esta corriente de pensamiento pervivió varios siglos. Todavía en el siglo IV, Agustín, en su juventud, fue miembro del grupo de maniqueos que despreciaba el Antiguo Testamento por considerarlo no espiritual y calificarlo de repugnante; abogaban por un cristianismo con un Cristo que no necesitaba el testimonio de los escritores hebreos.

El año 1920 el eminente teólogo protestante liberal Adolf von Harnack formuló la tesis siguiente: “rechazar el Antiguo Testamento en el siglo segundo, fue un error que la gran Iglesia condenó con razón; mantenerlo en el siglo dieciséis fue un destino al que la Reforma todavía no se podía sustraer; pero, desde el siglo diecinueve, conservarlo todavía en el protestantismo como documento canónico, de igual valor que el Nuevo Testamento, es consecuencia de una parálisis religiosa y eclesiástica”.

Quizás no con el mismo nivel de consciencia de Marción, Agustín o Harnack, pero si con la misma inquietud, muchos lectores de la Biblia, cuando atraviesan la densa lectura del Antiguo Testamento, tropiezan con muchas historias y textos duros y difíciles de asimilar. Por otro lado, muchos cristianos que confiesan aceptar la Biblia como su libro base, apenas si leen el Antiguo Testamento o recurren a él muy selectivamente.

Los apóstoles y los llamados Padres de la Iglesia se enfrentaron a este grave problema que tuvo que ser explícitamente tratado desde mediados del siglo II. Ellos recurrieron a los conceptos de promesa y cumplimiento, entendiendo el Antiguo Testamento por promesa, y el Evangelio o Nuevo Testamento por cumplimiento. De este modo justificaron  la conservación de las Escrituras hebreas en la Iglesia cristiana, como raíces de un árbol o piedras fundamentales de un edificio que germinará o se edificará sobre la persona de Jesucristo. Así, patriarcas y profetas ejemplarizan y predicen los acontecimientos de la vida de Jesús y la Iglesia, que es su cuerpo místico, la cual mediante su testimonio y predicación, realiza y prolonga en cada generación la realidad de la salvación en Cristo y por Cristo.

Este esquema de promesa y cumplimiento, una especie de revelación progresiva, permitió entender que lo nuevo, la Gracia y la Verdad de Jesucristo (Jn 1, 17), continúa y cumple las esperanzas de Israel, cuya misión era llevar el conocimiento del único Dios –el Dios de Israel– a todas las naciones del mundo. Es por ello que Pablo, apóstol de los gentiles, creía que él no estaba rompiendo con la historia de Israel, sino que daba cumplimiento a la misma — en su sentido más profundo y excelso—, anunciado el Evangelio de Cristo a los gentiles para que pudieran participar en el mundo venidero.

Desde el punto de vista histórico-gramatical resulta realmente difícil entender lo oportuno de las citas del Antiguo Testamento que los autores apostólicos aportan para confirmar sus aseveraciones, aunque hoy sabemos que ellos se comportaban conforme a los métodos judíos y rabínicos de estudio de la Escritura, que hoy, desde un punto de vista literal, no nos parecen tan adecuados. Sobe todo el método alegórico, usado por Pablo en relación a Sara y Agar, cuando dice: “Esto es una alegoría, pues estas mujeres son los dos pactos; el uno proviene del monte Sinaí, el cual da hijos para esclavitud; éste es Agar” (Gal 4, 24).

El método alegórico permite a los autores apostólicos que las personas y los hechos del Antiguo Testamento sean interpretados a la luz de la historia evangélica, de Jesucristo y su misión. El método puede ser cuestionable, pero la intención que lo anima es la misma convicción cristiana de que la Escritura hebrea, desde Moisés a los profetas, da testimonio de Cristo y de la novedad del Evangelio. Según G. von Rad, “el Nuevo Testamento tomó como punto de partida el contraste entre ese nuevo acontecimiento (la venida de Cristo) y el conjunto de la experiencia anterior de Israel; y este debe ser siempre el punto de partida para la interpretación cristiana del Antiguo Testamento”.

Fe e historia

En el año 2001, el periodista, filólogo y escritor Juan Arias, escribió un libro: Jesús, ese gran desconocido (Maeva, Madrid 2001), que fue muy popular, con un gran número de ediciones. Creo mucha polémica, aunque no decía nada extraordinario, excepto que decía en un lenguaje popular lo que se debía diciendo en los círculos reducidos de la investigación bíblica. Un amigo mío, que comenzó a interesarse por la fe, lo leyó y pronto vino a verme para que yo lo leyera también, porque era una libro extraordinario, donde se decían cosas nunca antes conocidos, básicamente que los Evangelios no son un relato biográfico de Jesús, ni siquiera una reconstrucción histórica de la figura de Jesús, sino un testimonio de fe, un relato teológico sobre Jesús, mediado por la experiencia creyente. Para mi amigo, estas revelaciones significaban el fin de su fe. Según él, si los evangelios no son un relato histórico de Jesús, entonces no podemos saber nada él y todo lo que nos han dicho sobre Jesús es falso. 

Esto es lo que suele ocurrir cuando una persona no formada se encuentra un texto que populariza los resultados de la crítica bíblica. Y la respuesta no pasa por la ignorancia o condenación de la crítica bíblica, hoy accesible en todos los medios, sino por la formación adecuada de las personas insuficientemente informadas.

Cuando en el siglo XVII, el sacerdote Richard Simon (1638-1712), historiador, filósofo y teólogo, puso en duda que Moisés fuera el autor de la totalidad del Pentateuco, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, fue condenado por el renombrado obispo y teólogo J.B. Bossuet, quien hizo que se destruyera por completo la primera edición de la obra de Simon, Historia crítica del Antiguo Testamento. El filósofo Baruc Espinoza fue sometido al ostracismo y maldición de la comunidad judía holandesa más o menos por atreverse a decir lo mismo que el sacerdote católico. A lo largo del siglo XIX muchos profesores de teología perdieron su cátedra por aceptar las teorías de la alta crítica alemana.

A principio del siglo XX los fundamentalistas orquestaron una campaña internacional para mantener fuera de las iglesias y los centros de enseñanza cristianos a los liberales, o a cualquiera que se atreviera poner en cuestión la autoridad de la Escritura en cualquiera de sus variantes. Fue una lucha encarnizada de amplias repercusiones. Un siglo después, parece que las cosas han cambiado mucho. La familiaridad con los presupuestos de la exégesis histórico-crítica es común a muchos estudiantes, profesores y pastores de las Iglesias tradicionales, principalmente en las nuevas generaciones de pentecostales y carismáticos.

¿Cómo puede convivir la crítica bíblica con la experiencia del Espíritu? No voy a entrar en ese tema ahora. Sólo hacer una aclaración muy importante, el problema del protestantismo liberal, que fomentó la alta crítica de la Biblia, no fue su ciencia, ni su rigor académico. La fe cristiana no tiene nada contra la ciencia y la academia. El problema de los protestantes liberales, en palabras del famoso psicólogo suizo Carl G. Jung, fue que perdieron el sentido de lo sagrado. Y el resultado de esta pérdida, que venía de lejos, del intelectualismo y racionalismo propios del protestantismo, basado más en el conocimiento intelectual del Libro, que en la experiencia viva de la Persona de Jesús, a la que remite la Biblia, fue una crítica destructiva y llena de los prejuicios de su época. No fue un problema de erudición, sino de corazón.

Hoy nos enfrentamos a un problema muy distinto. La inmensa mayoría de los miembros de nuestra iglesias, con muy poca o escasa formación teológica, sólo por el hecho de creer que la Biblia es la Palabra de Dios, infalible  e inerrante, tiende a pensar que la Biblia en su totalidad en una revelación divina enviada desde el cielo casi por dictado directo de Dios a los autores sagrados, tal como se pensó en la época de la Reforma y siglos posteriores, cuando se creyó cada frase, cada palabra, cada letra, era inspirada directamente por Dios al autor sagrado, que actúa como una especie de taquígrafo o secretario. Algunos llegaron al extremo de extender la inspiración hasta los puntos vocales del presente texto hebreo. Hoy día ningún teólogo, por más conservador que sea, mantiene esa creencia. Como alguien ha dicho, si Dios hubiera dictado la Biblia, el estilo y vocabulario de cada libro de la Biblia sería completamente igual. Pero al leer las Escrituras nos damos cuenta que el punto de vista del dictado es incorrecto, pues lo cierto es que cada libro de la Biblia muestra la personalidad y el estilo de cada autor. Los escritos de Pablo son diferentes a los de Pedro, y los escritos de Juan son diferentes a los de Lucas. A veces, los escritores de la Biblia usaron palabras diferentes para narrar la misma historia o dar los mismos mandamientos.

Hoy los teólogos hablan de inspiración orgánica, personal o plenaria, para enseñarnos que los escritores bíblicos no son simplemente sujetos pasivos a la inspiración divina, sino agentes creativos, cada cual con su personalidad y riqueza imaginativa. Por esta razón los libros de la Biblia reflejan las características personales del escritor, en estilo y vocabulario, y con frecuencia sus personalidades están expresadas en sus pensamientos, opiniones, plegarias o temores. 

Yo creo que esto es fácil de aceptar, no supone ninguna dificultad para la posición tradicional. Mas grave es cuando se hace intervenir en la composición de la Biblia no ya a autores individuales, sino a conjuntos de redactores que intervinieron en la redacción final de los libros bíblicos tal como los tenemos hoy. El problema está en atribuir la inspiración divina a los autores u órganos de la revelación, con la inquietud de saber si llegaron a escribir algún libro más, hoy perdido, e igualmente inspirado que los que tenemos, por ser resultado de la misma pluma inspirada del autor. Entonces, ¿cómo pudo permitir Dios la pérdida de libros inspirados?

Estas y otras consideraciones y temores están fuera de lugar, pues el énfasis en los órganos de la escritura inspirada, desvió la atención en la verdadera naturaleza de la inspiración: el producto final, la Biblia, independientemente de su proceso de redacción. Es la Biblia como tal la inspirada, la que tiene por autor final al Dios, sea quienes sean los redactores que intervinieron. Algunos nos son conocidos, otros son anónimos. Algunos proceden de la pluma de un autor, como Isaías, Jeremías, Pablo o Juan, otros a un grupo o escuela de profetas o escribas. Esto le toca desentrañar a los estudiosos.

A nosotros nos toca prestar atención a su función pragmática: acompañar nuestra experiencia creyente, de modo que lleguemos a ser contemporáneos de la experiencia de salvación que la Escritura nos transmite.

“Estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31; cf. 1 Jn 5:13). A esta función de testimonio de salvación, se añade el elemento de comunión entre todos aquellos que viven de esta fe: “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos también; para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1:3).

La revelación, pues, obedece, hoy siempre, a profundizar en la experiencia de Dios, que es experiencia de amor, fe y salvación, experiencia de comunión, tentada por el pecado y la infidelidad.

El texto fundamental sobre la inspiración de la Escritura, deja bien claro que “toda Escritura inspirada por Dios”, tiene una función práctica: “útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda buena obra” (1 Tim 3,16-17).

Y cuando leemos del “hombre perfecto”, entendamos que se hace referencia al hombre perfecto que es Cristo Jesús, a cuyo fin obedece la inspiración de la Escritura y la proclamación del Evangelio:

“Nosotros proclamamos, amonestando a todos los hombres, y enseñando a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de poder presentar a todo hombre perfecto en Cristo” (Col. 1,28).

Cuando tomamos plena conciencia que el fin de la Escritura es eminentemente práctico, cuya meta es la creación del hombre nuevo en Cristo, en cuya concreción en nuestra vida tanto fallamos, y de la que a menudo nos desviamos hacia temas secundarios, podemos dejar a una lado nuestros temores respecto al análisis crítico de la Biblia, que en nada pueden dañar la revelación, sino abrirla a nuevas dimensiones y perspectivas que capas de tradiciones han impedido verlas.

Animados en el seguimiento de Cristo y de nuestra transformación en Él sólo podemos tener una cosa, que no demos talla, como traduce gráficamente la versión La Palabra: “Que seamos personas cabales; hasta que alcancemos, en madurez y plenitud, la talla de Cristo” (Ef. 4:13).

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