A fin de enero, la crecida del río Pilcomayo comenzó a inundar distintas zonas del norte argentino. El 16 de febrero, el río también cubrió El Churcal, pueblo que se encuentra en el límite de Salta y Formosa. Allí vivían Ana, Osvaldo y José, tres de los traductores de la Biblia a la lengua toba del oeste, proyecto que desarrollamos como Sociedad Bíblica Argentina. Ellos, con sus familias y toda la comunidad, fueron trasladados a un campamento.
Ernesto Lerch, director de Proyectos de la SBA, viajó para acompañarlos en este duro momento. Te invitamos a conocer, a través de sus relatos en primera persona, la realidad que viven los traductores y sus familias.
El frondoso y verde monte formoseño contrasta con el negro de los precarios refugios. Me impactó esa primera impresión. En prolija fila; cientos de casas de plástico negro, una al lado de la otra, y en línea.
Si ancestralmente estaban acostumbrados a elegir el lugar preciso, la orientación adecuada, una buena sombra cerca, esto de estar enfilados es un duro golpe al modo de vivir aprendido por siglos.
Un letrero de tela pintado prolijamente con la leyenda “Formosa no se Rinde” intenta animar a esta gente que acaba de perder la casa, la plaza, la escuela y hasta la iglesia.
Nosotros, con Taico (Hilario) como guía, pasamos directo a las casas-refugios asignadas a las familias de Ana y de Osvaldo.
Un gran número, mal pintado, identificaba cada vivienda. Como siempre, o casi siempre, los amigos salen a nuestro encuentro. Somos bienvenidos y así nos sentimos.
– Fue en la noche del otro jueves que comenzaron a filtrar las defensas– recordó Qoyoĝodalé (nombre toba de Ana)
-Ese viernes nos dieron la orden y debimos salir, aclaró Podi (apodo de Ponaĝadi’n, nombre toba de Osvaldo). No se pudo cargar todo, solamente algunas cosas, lo que permitiera el espacio. La ropa en bolsas, algunas frazadas…
– Yo lamento que perdí todos mis libros, las Biblias de Estudio que tenía, una de letra grande Dios Habla Hoy y el Diccionario. Es triste, muy triste…
Daténa’a (nombre toba de Estela), que venía viajando con nosotros desde Barrio Toba (Ingeniero Juárez), hizo silencio. No participó en ningún momento del diálogo. Nosotros, los visitantes, también hicimos silencio.
Quienes tienen amigos tobas, saben muy bien que por lo general la mayoría se toma su tiempo para hablar. Aquí el silencio no incomoda, y ellos prefieren no asumir el protagonismo en una rueda de diálogos sobre todo cuando tienen que buscar las palabras adecuadas en castellano, una lengua que hablan muy bien, pero no les es propia.
Por momentos el largo silencio le ganaba a las palabras. Y así permanecíamos, hasta que un niño rompió el protocolo y preguntó algo en idioma toba.
La mamá del niño lo acercó a su pecho y con un abrazo, con los ojos húmedos y en voz muy baja, casi imperceptible le respondió en su lengua.
Y entonces el niño sonrió.
Alguien a mi lado tradujo lo que preguntó el niño: “Mamá… ¿cuándo volveremos a casa?”
Nadie tradujo la respuesta de Qoyoĝodalé. No fue necesario porque todos la vimos. Vimos el abrazo, vimos sus ojos húmedos, y hasta percibimos la ternura en suave susurro de la voz de mamá.
Palabra materna… pensé. Es que esa palabra que escuchamos desde niños, que se escucha desde la cuna, es palabra vital, irremplazable y generadora de esperanzas.
Entonces yo, como el niño, sonreí y sin oír la respuesta, también creí.