Te invitamos a leer este testimonio y a orar por Ruanda.
Autor: Pedro Torres.
Se cumplen 20 años del genocidio de Ruanda. Más de medio millón de muertes, millones de tragedias no contadas. Hoy, como pastor, lo recuerdo con ojos húmedos, por haber estado allá y ser testigo de la desgracia, aunque justo acababa de terminar la guerra.
En la misión adventista de Rwankeri, cerca de la frontera con la ex-república del Zaire y del campo de refugiados más grande, el de Goma, tuvimos muchas experiencias que podríamos contar, pero hay una, relacionada con una Biblia, que no debe caer en el olvido de los testigos mudos que descansan en el Señor.
Recuerdo que mientras limpiábamos las habitaciones de la misión, llenas de documentos por el suelo, papeles, y otras cuestiones a no mencionar, encontré enterrados los documentos de identidad de los misioneros que vivieron allí. Una mujer ruandesa, y un hombre de Uganda. Me senté en un cajón que puse derecho, observando sus fotografías, y preguntándome qué habría sido de ellos. Tras un minuto largo observando los documentos de identidad, levanté la mirada y me percaté de que en la esquina de la habitación había marcas, de manos, manchas… restregones de aspavientos desesperados que dejaron su sombra en la pared. En ese momento palidecí, por estar en esa misma habitación, semanas después de los hechos.
Cuando me recompuse emocionalmente, levanté la mirada de nuevo. Un poco más arriba. Esta vez, me di cuenta de que esa esquina llena de manchas y marcas apuntaban hacia arriba… un intento desesperado de ¿escalar? El falso techo tenía una placa de escayola quitada. Inmediatamente busqué algo para poder subir y alcanzar el hueco del techo. Recuerdo el momento en el que con miedo a encontrarme con algo, introduje la cabeza poco a poco en el hueco del tejado.
Tras unos segundos en los que mi vista se acomodó a la oscuridad del hueco, tosiendo por el polvo acumulado, me sentí aliviado al no ver “nada extraño” en el hueco. Justo antes de volver a bajar, algo llamó mi atención… Una Biblia. En el falso techo había una Biblia. La tomé en mis manos, y bajé.
Rápidamente busqué a mi intérprete, y le pedí que me dijera en qué idioma estaba escrita. “En Keniaruanda” me dijo inmediatamente con cara de asombro. ¿El motivo de su asombro? Por lo difícil de conseguir una Biblia completa en ese idioma. Los Nuevos Testamentos eran más comunes, pero una Biblia completa, no lo era.
Esa Biblia confortó a dos almas en sus últimas horas, minutos de vida. La dejaron en el techo, quizá con la esperanza de que otro la encontrara en un futuro… Y así fue.
Guardé esa Biblia entre mis enseres con gran celo. Pensé, “es un buen recuerdo”, me gusta tener Biblias en otros idiomas en casa, pero ésta iba a ser algo especial, por su origen, por su historia, por el último uso que se le dio.
El último día, antes de regresar de nuevo a España. Tras dos meses de trabajo misionero y humanitario, empaquetando las cosas, ahí estaba esa Biblia, al lado de la mía en español… Lista para entrar en la mochila.
El Espíritu Santo habla, y habla muy claro a sus hijos, si estamos acostumbrados a oírle. En mi mente lo oí “alto y claro.”
“Pedro, ¿para qué quieres llevarte esa Biblia si no la vas a usar nunca, sólo como trofeo para presumir?”
“Tienes razón Señor”, dije para mi. “No es justo ni correcto.”
Me acordé de mi traductor, Efrem, y de la expresión de sorpresa que puso cuando le mostré la Biblia. Al despedirnos, se la regalé, con alguna cosa más entre sus páginas, que le ayudaría a reanudar sus estudios.
Años después supe que Efrem se casó y formó una feliz familia. Sé, estoy seguro de que aquella Biblia continuó cumpliendo su función. Sus páginas han pasado por muchas vidas, puedo decirlo. Acompañó al martirio a unos, ayudó a otros a formar una familia… y seguramente aún seguirá inspirando vidas para Salvación eterna.
Una sola Biblia, no cuesta mucho dinero, pero sí mucho esfuerzo, trabajo, traducción… Una sola Biblia salva muchas almas, y Dios protegió a esa Biblia, y estoy seguro que hizo lo propio con las almas de los que la leyeron, la leen y la seguirán leyendo.
El trabajo de la Sociedad Bíblica no tiene precio, nuestras colaboraciones, aunque sólo den para poder regalar un solo ejemplar de la Biblia, dará fruto inimaginable.
“Otros, en fin, son como la semilla que cayó en tierra fértil: oyen el mensaje, lo reciben y dan fruto al treinta, al sesenta o al ciento por uno” Marcos 4,20 (BLP).
Esa Biblia, que rehusé egoístamente quedarme, y compartir con quien la necesitaba, sigue haciendo su trabajo.