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La Sociedad Bíblica de Líbano desarrolla Biblias en árabe para los refugiados

La Sociedad Bíblica de Líbano lanzará en breve una Biblia en árabe que está diseñada para llevar el consuelo de la Palabra de Dios a los refugiados. Además del texto bíblico, esta Biblia va a incluir En Camino, un cuadernillo para refugiados que fue originalmente producido por la Sociedad Bíblica Francesa, además de fotografías y testimonios proporcionados por los refugiados. Su título principal será En camino desde el Hogar hacia un País Extranjero, y habrá dos ediciones, una para los católicos y otra para los protestantes.

“Oramos porque esta Biblia toque a muchos refugiados árabes y los acerque más a Dios”, dice Ani Baboghlanian, gerente de producción de la Sociedad. “Fue mucho trabajo armar todo esto, pero alabamos a Dios porque hemos sido capaces de comenzar a imprimir y deberíamos estar en posibilidad de iniciar la distribución en enero de 2017. Lo pondremos a disposición de otras Sociedades Bíblicas y organizaciones asociadas.”

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Familias de refugiados reciben Nuevo Testamento en árabe y español

nt-arabeSociedad Bíblica Argentina hará entrega de ejemplares del Nuevo Testamento en árabe-español a familias sirias que llegan a nuestro país. Esta iniciativa se presentó el 13 de diciembre en la apertura del programa “Una iglesia, una familia” del que participan al menos cuarenta iglesias que recibirán a unas 200 personas (entre 20 y 25 familias).

“Los pastores que participan del programa estaban muy contentos y agradecidos con la entrega de los ejemplares”, cuenta Daniel Blanco, promotor de Sociedad Bíblica. “En la reunión se les explicó a las iglesias que lo más importante es fortalecer los vínculos con las familias que van a recibir y brindarles contención, ya que vienen de haber perdido todo. Al tener una columna en cada idioma, este Nuevo Testamento es una herramienta ideal para compartir la lectura de la Biblia y pasar tiempo juntos”, explica.

Oremos por las familias que llegarán al país y por las iglesias que aceptaron este desafío.

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La esperanza en la Biblia

Por Salvador Dellutri

Ernesto Sábato se preguntaba por qué los prisioneros de los campos de concentración de la Segunda Guerra, humillados, hambreados y destinados a la cámara de gas, no tomaban una lata oxidada y se cortaban las venas para acabar con tanto sufrimiento, y con la lucidez a que nos tiene acostumbrados contestaba: Porque en el hombre es más fuerte la esperanza que la desesperación.

Los griegos afirmaban la necesidad y persistencia de esperanza con el mito de Pandora, la primera mujer creada por Zeus, quien abrió  la fatídica caja en la cual estaban concentrados todos los males y los desparramó sobre la tierra. Sin embargo, en el fondo de la caja quedó retenida la esperanza.

Y Homero o los muchos griegos a los que llamamos Homero, como acotaba Borges, nos legó a Penélope, la esposa de Ulises, que teje y desteje  negándose a claudicar en la desesperanza.

Tal vez teniendo en cuenta esto es que Alejandro de Macedonia, según cuenta la historia o la leyenda – que muchas veces se confunden e identifican – al salir a conquistar el Imperio Persa regaló todos sus bienes. Cuando su asistente averiguó la razón por la cual no guardaba nada para sí, Alejandro contestó: Guardo lo más importante. Guardo la esperanza.

Cuando Sábato señalaba la fuerza invencible de la esperanza por encima de la desesperación, estaba explicando racionalmente aquello que los griegos intuían en sus mitos.

Para quienes creemos esto tiene una razón: La esperanza es la fuerza motora que Dios colocó en el corazón del hombre y que se encargó de mantener encendida en todos los tiempos. Y esto está reflejado en la Biblia, donde la esperanza conforma junto con la fe y el amor los diferentes aspectos de una espiritualidad compleja pero integrada.

Así lo declara San Pablo cuando escribe a la iglesia en Roma y dice:

Todo lo que antes se dijo en las Escrituras, se escribió para nuestra instrucción, para que con constancia y con el consuelo que de ellas recibimos, tengamos esperanza. Romanos 15,4 VP

Ya en los albores de la Biblia junto con la catástrofe del Edén se abre el capítulo de la esperanza: Allí nace la esperanza en el Mesías, en el Redentor de la raza.

Seguramente en forma imprecisa se delineó en el corazón de aquella generación la figura del que iba a venir. Pero la esperanza se instaló allí en el corazón de la humanidad.

Un poco más adelante surge la fuerte personalidad de Abraham, reconocido por las tres grandes religiones monoteístas. Judios, cristianos y musulmanes honran  su memoria como el padre de la fe.

A los setenta y cinco años abandona su ciudad, Ur de los Caldeos, movido por la fe en lo que Dios le ha dicho: De él nacería un pueblo inmensurable.

La esterilidad de su matrimonio parecía irreversible, los años pasaban y el hijo que necesitaba para que la promesa se concretara no llegaba.

Cuando tenía cien años, tras veinticinco años de espera, y cuando ya había sido alcanzado por la declinación física, Dios cumple su promesa y llega Isaac.

San Pablo resalta en él la fe, pero juntamente destaca el valor de la persistencia en la esperanza:

Cuando Dios le prometió a Abraham que tendría muchísimos descendientes, esto parecía imposible. Sin embargo, por su esperanza y confianza en Dios, Abraham llegó a ser el antepasado de gente de muchos países que también confían en Dios. Romanos 4,18 LS

También de la época patriarcal nos queda en la Biblia el arquetipo del sufrimiento: Job.

El cuadro de sus calamidades es pavoroso: Pierde todos su bienes materiales, pierde a todos sus hijos y finalmente pierde su salud. Tiene que enfrentar el dolor en carne viva.

Nadie comprende la magnitud de su sufrimiento: Ni su esposa desesperada ni sus tres amigos que vienen a consolarlo y terminan por filosofar erráticamente sobre el dolor.

Al promediar su sufrimiento parece colapsar su resistencia y exclama:

Me ha dejado en la más completa ruina;

¡ha dejado sin raíces mi esperanza!

Job 19,10 VP

Y cuando pensamos que ha claudicado, que el último bastión ha caído, emerge triunfante para proclamar que su esperanza todavía está viva. Atribuye tanta importancia a  su esperanza que clama para que estas palabras permanezcan en el tiempo:

¡Ojalá alguien escribiera mis palabras

y las dejara grabadas en metal!

¡Ojalá alguien con un cincel de hierro

las grabara en plomo o en piedra para siempre!

Yo sé que mi Redentor vive,

y que él será mi abogado aquí en la tierra.

Y aunque la piel se me caiga a pedazos,

yo, en persona, veré a Dios.

Con mis propios ojos he de verlo,

yo mismo y no un extraño.

Job 19.23-27 VP

Esta esperanza en el Mesías Redentor va a ser la constante de la Biblia Hebrea, pero en alguna forma llega también a los pueblos paganos.

Esquilo en Prometeo Encadenado, presenta el eterno drama del hombre en pugna con Dios. Hermes lo sujeta a un suplicio cíclico cuando sentencia que el águila de Zeus vendrá diariamente a devorar su hígado. Ante los reclamos del condenado Hermes exclama:

No esperes el fin de este suplicio hasta que aparezca un dios que sea tu sucesor en estos trabajos y esté dispuesto a descender al lóbrego Hades y a los sombríos abismos del Tártaro. 

La esperanza que alienta en el trágico griego está emparentada con la de Job. Aunque tenemos que establecer ciertas diferencias: lo que en Esquilo es posibilidad, en Job es absoluta certeza.

Confirma las palabras del Rey David, hombre afianzado en la esperanza, que uno de sus Salmos dice:

Esperanza de todos los términos de la tierra,

Y de los más remotos confines del mar.

Salmo 65.4

La Biblia muestra como la esperanza trasciende lo personal. Que hay esperanza también para las naciones. Y en un momento en que la esperanza de nuestro pueblo está en crisis, es bueno reflexionar sobre esto.

La esperanza de paz y prosperidad estaba siempre condicionada al ejercicio de la Justicia y la Verdad, y los días trágicos en que estos valores entraban en crisis se elevaba la voz de los profetas para señalar que juntamente con ellos declinaba la esperanza.

Así lo expresa Isaías cuando dice:

Antes toda tu gente actuaba con justicia

y vivía rectamente,

pero ahora no hay más que asesinos.

Tus gobernantes son rebeldes

y amigos de bandidos.

Todos se dejan comprar con dinero

y buscan el soborno.

No hacen justicia al huérfano

ni les importan los derechos de la viuda.

Por eso, el Señor todopoderoso, afirma:

“¡Basta! Yo ajustaré las cuentas

Juntamente con esto les señala cual es el camino para recuperar la verdadera esperanza:

¡Lávense, límpiense!

¡Aparten de mi vista sus maldades!

¡Dejen de hacer el mal!

¡Aprendan a hacer el bien,

esfuércense en hacer lo que es justo,

ayuden al oprimido,

hagan justicia al huérfano,

defiendan los derechos de la viuda!”

Isaías 1,16-17 VP

Y si los argentinos queremos hoy tener una esperanza cierta y permanente tendremos terminar con el vaciamiento espiritual  y comenzar a reconstruirnos ética y moralmente. Sin justicia y sin verdad no hay futuro promisorios posible.

La sociedad a la que amonestó con vehemencia Isaías se obcecó en no escuchar y terminaron esclavizados en Babilonia.

Sin embargo tampoco esto fue definitivo, porque en medio de la desesperanza y el desconsuelo se levanta el profeta Ezequiel por intermedio del cual Dios hace llegar un nuevo mensaje al pueblo.

Ezequiel tiene la visión de un valle de huesos secos sobre los cuales se le manda profetizar y los huesos vuelven a unirse, sube la carne y los tendones sobre ellos y reciben vida.

Dios declara esta visión y dice al profeta:

Entonces el Señor me dijo: “El pueblo es como estos huesos. Andan diciendo: ‘Nuestros huesos están secos; no tenemos ninguna esperanza, estamos perdidos.

Pues bien, háblales en mi nombre, y diles: ‘Esto dice el Señor: Pueblo mío, voy a abrir las tumbas de ustedes; voy a sacarlos de ellas y a hacerlos volver a la tierra … y reconocerán ustedes, pueblo mío, que yo soy el Señor. Ezequiel 37.11-12 VP

Mostrando que la esperanza es inagotable y aún de las condiciones más adversas se puede retornar por la actitud misericordiosa de Dios para con los hombres.

Pero es en el Evangelio donde la esperanza se expresa en toda plenitud.

Jesucristo, el Mesías prometido, con toda claridad hace de todo su ministerio una expresión de esperanza.

En las parábolas expresa con sencillez la magnitud de esta esperanza:

El sembrador puede sembrar en esperanza, siempre una parte caerá en buena tierra y traerá su fruto.

La oveja puede perderse, pero puede tener esperanza, porque el Pastor sale a buscarla hasta encontrarla.

El hombre puede estar agonizando apaleado junto al camino, pero puede tener esperanza, pasará el Buen Samaritano para levantarlo.

El hijo puede rebelarse contra su padre, alejarse e irse a un lugar apartado, puede caer hasta chapalear en el barro nauseabundo, pero siempre hay esperanza: El padre estará esperando que reaccione para recibirlo.

Y tal vez sea esta última la más maravillosa de todas porque plantea el drama del hombre que lleno de soberbia se levanta contra Dios, para decirle que cuando llegue a la desesperación puede tener esperanza: El Padre siempre lo va a estar esperando.

Quien mejor captó en la literatura la dimensión de la esperanza cristiana fue Dante Alighieri cuando hace colocar en la puerta del infierno aquella trágica sentencia:

“Por mi se va a la ciudad del llanto;

por mi se va al eterno dolor;

por mi se va hacia la raza condenada:

….

¡Oh vosotros los que entráis,

abandonad toda esperanza!”

Es que la esperanza cristiana tiene una dimensión que trasciende la comprensión humana, que en el saber popular ha sentenciado: “Mientras hay vida, hay esperanza”.

En el Evangelio se habla de una esperanza que va más allá de lo contingente, de lo temporal, de lo pasajero.

De esta forma pensaban Marta y María, hermanas de Lázaro cuando en el evangelio se relata que, estando su hermano enfermo, llamaron a Jesús esperando que lo sanara.

Marta y María son las dos caras opuestas de la misma moneda: María es contemplativa, Marta es práctica. María vive hacia adentro, Marta hacia fuera. Pero ambas llaman a Jesús, porque tienen puesta en él su esperanza.

Pero cuando Jesús, que se ha retardado conscientemente, llega cuatro días después de la muerte de Lázaro, ambas coinciden en un reproche: “Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”

Para ellas “Mientras hay vida, hay esperanza”. Sin embargo Jesús les demostró que más allá de la vida puede haber esperanza.

Más adelante, ya frente a la cruz, vuelve a ponerse en evidencia esta limitación en los discípulos de Jesús. Cuando la cabeza del Maestro cae inerte sobre su pecho, los discípulos pierden toda esperanza.

Así lo expresa María Magdalena frente al Sepulcro cuando interroga a quien cree que es el cuidador del huerto diciendo:

– Señor, si usted se lo ha llevado, dígame dónde lo ha puesto, para que yo vaya a buscarlo. Juan 20,15 VP

Para ella “Mientras hay vida, hay esperanza”. Jesús tuvo que demostrarle que estaba equivocada.

Lo mismo sucede a los dos que van por el camino a Emaús, que expresan su frustración diciendo:

Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido. Lucas 24,21

Ellos también creían que “Mientras hay vida, hay esperanza” y necesitaban ser desmentidos por Jesús.

También Tomás está sumergido en el pozo de la desesperanza, cuando expresa  en su incredulidad:

—Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré creer. Juan 20,25 VP

Él también tiene la limitación de creer que “Mientras hay vida, hay esperanza” y necesita ser confrontado con la trascendencia de la vida que hay en Jesucristo.

Todos ellos colocaron un límite a la esperanza que estaba más acá del infierno de Dante, y todos ellos tuvieron que enfrentar la realidad de que la esperanza cristiana, reflejada en las páginas de la Biblia, no es una esperanza superficial y terrena, sino profunda y eterna.

San Pablo se negaba a aquello de “Mientras hay vida hay esperanza” y decía escribiendo a los cristianos de Corinto:

Si nuestra esperanza es que Cristo nos ayude solamente en esta vida, no hay nadie más digno de lástima que nosotros.  1 Corintios 15,19 LS

Palabras que tendrían que tener presente muchos mercachifles de la fe, que en sus prédicas reducen esta esperanza a los límites de la temporalidad, sin darse cuenta que si bien esto puede ser un buen negocio, están blasfemando contra la fe trascendente del evangelio.

La fe cristiana trasciende la vida, se extiende hacia el más allá, llega hasta los límites que el Dante le puso: las puertas mismas del infierno. Va más allá de lo que dice el saber popular: “Mientras hay vida hay esperanza”

Pero tal vez tenga que rectificar lo que acabo de decir. Tal vez “Mientras hay vida, hay esperanza”  no sea una sentencia limitada.

Jesucristo dijo:

Yo soy el camino la verdad y la vida.

Más adelante añadió:

“El ladrón viene solamente para robar, matar y destruir; pero yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.” Juan 10,10 VP

Jesucristo es Vida con mayúsculas. La esperanza trascendente está puesta en él. El vive eternamente.

Por eso podemos hoy, si escribimos Vida con mayúscula afirmar: “Mientras hay Vida, hay esperanza”

Que será otra forma de expresar que Cristo vive y porque Cristo vive, nosotros, los mortales podemos seguir teniendo esperanza.

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La singularidad de la Biblia

Por David Gardner

La búsqueda está en marcha. ¿Podemos confiar en alguien o en algo? ¿O estamos abandonados a nuestra propia suerte a tontas y locas? ¿Es la vida una serie de acontecimientos fortuitos, sin sentido, que teje momentos de felicidad sobre una etérea tela de vacuidad? Luego de comenzar a sondear el tema con una serie de interrogantes [1], presentamos ahora una afirmación audaz: la Biblia es confiable, totalmente confiable [2]. Es digna de nuestra confianza. Pero ¿por qué es así? y ¿cómo podemos estar seguros de eso?

Para estar seguros, tenemos que explicar más por qué usted y yo lo podemos saber con seguridad [3].

¿QUÉ ES LA BIBLIA?

¿Qué es la Biblia? Esta pregunta puede ser, y ha sido, respondida de muchas maneras. Hablando de sus cualidades formales, la Biblia (del griego “libros”), también llamada Sagradas Escrituras (del griego “los escritos sagrados”), consiste en 66 libros escritos en un período de tiempo de alrededor de 1500 años, por la pluma de 40 seres humanos diferentes. En manos de esos escritores, un conjunto de diferentes contextos históricos, culturales, lingüísticos y educacionales, junto con una gran variedad de géneros literarios se combinaron para producir el sabor deliciosamente diverso de los textos bíblicos.

Pero, sobre todo, a través de esta gran diversidad histórica, literaria y estilística llega un mensaje unificado acerca de cómo Dios perdona a los pecadores. La Biblia no presenta un mensaje meramente filosófico o moral, sino que da cuentas del plan de redención prometido, realizado y aplicado por el propio Dios. Dios se muestra a sí mismo trabajando en el escenario de la historia y con maestría soberana teje una intrincada trama alrededor del nacimiento, vida, muerte y resurrección del Protagonista de la historia, Jesucristo. En su esplendor multicolor, la Biblia habla con una sola voz, que declara de manera uniforme la gracia redentora centrada en Jesucristo, el único hombre sin pecado, que es también el Hijo de Dios, el Salvador de los pecadores.

Entonces, cuando decimos que la Biblia es la Palabra de Dios, significa que su Fuente es Dios, que su mensaje fue divinamente entregado y que, como relevación de Dios, su carácter es singular, diferente de cualquier otro documento en el mundo. Esto no significa que la Biblia haya caído del cielo como desde un paracaídas, ajeno al contexto humano y de la historia. Al contrario, es, tal como veremos en la próxima sección, un libro terrenal. Pero esta terrenalidad está marcada por una gracia reverencial: Dios entra en el contexto humano, lleva a cabo la redención y habla con un lenguaje comprensible para explicarlo.

Sin embargo, pese a manifestarse con un lenguaje humano y dirigido a los seres humanos, la Biblia no es nada menos que la propia Palabra de Dios. Aunque esta no es una afirmación novedosa, es una afirmación absoluta. Las implicancias de esta afirmación son integrales y (re)configuran categóricamente la forma en que debemos pensar nuestras vidas y nuestro mundo. O dicho con mayor propiedad: la Palabra de Dios es de fiar completamente y con confianza. Verdaderamente, la Palabra de Dios exige toda nuestra atención.

Pero ¿cómo podemos estar tan seguros? ¿Qué hace a la Biblia diferente de los otros llamados libros sagrados? ¿Qué la diferencia de otros escritos religiosos, morales y filosóficos?

La historia da testimonio de quiénes han creído en la Biblia sin reservas. Sin dudas, muchos han encontrado el mensaje redentor bíblico lo suficientemente convincente como para dar la vida por él. Luego de comprender lo que la muerte y resurrección de Cristo significaba para ellos, el sacrificio de sus propias vidas parecía una ofrenda menor. Otros, con seguridad, se han burlado de la Biblia y su mensaje. Al considerar la veracidad de la Biblia, sin dudas, es importante recordar que la respuesta humana no establece la veracidad bíblica. El [4] celo apologético nos puede llevar sólo hasta cierto punto, ya que hay mártires que han muerto por muchas causas.

¿LA BIBLIA ES SINGULAR?

La pregunta permanece. ¿La Biblia es diferente de otros libros? Un surtido de argumentos puede demostrar la singularidad de las Escrituras.

Podemos hacer una investigación sobre las profecías del Antiguo Testamento y descubrir su cumplimiento pleno en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. La fuerza pura acumulada de la promesa y su cumplimiento entre el Antiguo y el Nuevo Testamento ponen en evidencia la revelación divina y la divina orquestación de la historia para la redención en Cristo. La presentación del propósito divino de perdonar los pecados en un Mesías prometido y la forma en que Cristo llevó a cabo esa tarea, de acuerdo con la promesa del Antiguo Testamento, constituyen una maravillosa apologética de la singularidad de la Biblia.

Podríamos señalar como evidencia los manuscritos que demuestran de forma acumulativa la confiabilidad del texto de la Biblia. La cantidad y calidad de los manuscritos existentes nos da una visión clara de los escritos originales (llamados autógrafos).

Nuestro Nuevo Testamento, 2000 años después, es increíblemente confiable, tal como surge de la evidencia de los manuscritos. La combinación de las garantías atestiguadas de los manuscritos con la intrincada unidad del mensaje bíblico ofrece un argumento convincente sobre la confiabilidad de las Escrituras.

También podríamos considerar la crudeza de la Biblia. El patrón histórico de la escritura durante el período bíblico consistía, a menudo, en exagerar las hazañas militares y la grandeza de los reyes. La Biblia se destaca por su marcado contraste. A

pesar de las presiones culturales para avanzar sobre la propaganda histórica, la Biblia no endulza la vida de la gente ni revisa la historia para retratar a los reyes y otros líderes como poseedores de un poder y una gloria superiores, que exceden la realidad.

Esto también se aplica a Israel como nación. En lugar de afirmar la eminencia de Israel tomando como motivo su selección divina, las Escrituras nos orientan al Dios de la nación en lugar de orientarnos hacia la nación en sí misma. De hecho, a través del sorprendente candor de la pluma de Moisés, descubrimos cómo el pueblo de Israel fue elegido a pesar de su insignificancia e irrelevancia. El pueblo de Dios, según las Escrituras, no es elegido por su grandeza sino porque su Dios es grande y los ama (Deuteronomio 7: 6-8).

Si esa manifestación de humildad no fuera lo suficientemente convincente, las Escrituras no se limitan a distanciarse de la propaganda política, sino que hablan con realismo crudo sobre el pecado y el mal. Incluso, los hombres “buenos” en la Biblia son hombres malos. Incluso los justos no son lo suficientemente justos. La Biblia describe audazmente la penetración universal del pecado en formas sombrías, mostrando incluso a los héroes de la Biblia como corrompidos por el mal (por ejemplo, el rey David con Betsabé; 2 Samuel 11: 1-27).

El mensaje redentor de las Escrituras trae una mirada totalmente cruda, terrenal y realista acerca del pecado de la humanidad y ofrece la única solución para enfrentar al pecado: un remedio divinamente prometido y realizado en el mismo Hijo de Dios. Realmente, una de las características más atractivas de la singularidad bíblica es su realismo sobre el pecado y su solución de gracia divina para enfrentarse a él. El pecado es horrible; Dios mismo asume sus horribles consecuencias como forma de rescatar a su pueblo [5]. Ningún otro libro en la historia toma el pecado y la salvación tan en serio.

Cada uno de estos argumentos a favor de la singularidad de las Escrituras aporta valor agregado. Cada uno de ellos ofrece una poderosa argumentación acerca de por qué debemos creer en la Biblia. Pero a pesar de sus fortalezas, tales tácticas no son suficientes. De hecho, el efecto acumulativo de todos los argumentos intelectuales, morales o emocionales queda corto para una persuasión adecuada. Esto no se debe a que los argumentos no sean irresistibles, sino a que el corazón humano no puede recibir este tipo de persuasión si no procede de un acto de Dios en nuestros corazones.

Este hecho no ha pasado desapercibido, como hace casi 400 años lo aprendieron los hombres de Inglaterra y Escocia que se reunieron para resumir las enseñanzas de la Biblia. Sobre su evaluación del poder de persuasión de las Escrituras, reseñaron:

Podemos ser movidos e inducidos por el testimonio de la Iglesia a tener una estima alta y reverente hacia las Sagradas Escrituras y lo celestial del asunto, la eficacia de la doctrina, la majestad del estilo, el consentimiento de todas las partes, el alcance del conjunto (que es dar toda la gloria a Dios), el descubrimiento completo que hace de la única forma de salvación del hombre, las muchas otras excelencias incomparables y toda la perfección de los mismos son argumentos que demuestran con abundancia por sí mismos ser la Palabra de Dios. No obstante, nuestra persuasión y completa seguridad sobre la verdad infalible y la autoridad divina de los mismos es obra espiritual del Espíritu Santo, dando testimonio por y con la Palabra en nuestros corazones.[6]

En resumen, las características sorprendentes de las Escrituras no son suficientes para convencernos plenamente de que la Biblia es la Palabra de Dios. La persuasión es un don divino de la gracia y el Espíritu de Dios trabaja con la Palabra de Dios para dar una seguridad más profunda que las palabras. La convicción completa y definitiva viene a nosotros por el Espíritu Santo de Dios. Hacia él y su obra nos volcamos ahora.

Publicado originalmente en Place for Truth. (Un lugar para la fe)

[1] Parte uno de la serie en SQN, “¿Cómo puedo estar seguro? Incertidumbre cierta.”

[2] Parte dos de la serie en SQN, “¿Cómo puedo saber con seguridad? Dios ha hablado.”

3] El fascículo “¿Cómo puedo saber con seguridad?”, contiene una serie de preguntas luego de cada sección, destinadas a la discusión grupal.

[4] La apologética es una defensa sistemática de un particular punto de vista.

[5] Ver Gálatas 1:3-4.

[6] Confesión de Fe de Westminster 1.5, énfasis agregado.

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El evangelio en tres dimensiones

Por Richard Smith PHD

Introducción
Hoy en día podemos comprar libros como Computers for Dummies (Computadoras para Manequíes) y The Complete Idiot’s Guide To Understanding Islam (Guía del Completo Idiota para entender el Islam). (Tengo un volumen titulado Philosophy Made Simple [Filosofía Simplificada], que es una contradicción, con seguridad.) Y, podemos comprar otros volúmenes de este tipo sobre muchos otros temas. De hecho, a veces, es útil para presentar un concepto tan simple como sea posible. Por esta razón, este artículo podría ser llamado “El Evangelio para Manequíes” o, tal vez, “El Evangelio Simplificado” (aunque no simplista).

En 1Tesalonicenses 1:9-10, tenemos un bosquejo del sermón de Pablo para comunicar el evangelio. En estos versículos, encontramos la manera de llegar a ser cristiano y cómo seguir siendo cristiano. Y, si podemos recordar tres palabras (cambiar, servir, esperar), además de su contexto y el significado teológico, entonces vamos a tener un buen comienzo en el aprendizaje de cómo comunicar el evangelio con claridad.

Aquí hay algo más a tener en cuenta. En los últimos años, muchos han criticado el evangelismo por su enfoque homocéntrico. Algunos han criticado a los evangélicos por la aceptación ingenua de la modernidad y el consumismo. Otros censuran la debilidad de la eclesiología en las iglesias evangélicas. Y otros recriminan a los evangélicos por practicar un evangelio de éxito, en lugar de proclamar una visión escatológica y cósmica. En 1 Tesalonicenses 1:9-10, afortunadamente, Pablo hizo un resumen del evangelio en tres dimensiones: la personal (individuo), la iglesia (corporativa) y cósmica (escatológica).

Resumen del Evangelio
Como sugerí. 1 Tesalonicenses 1:9-10 ofrece una pasarela temática para entender el Nuevo Testamento del Evangelio y un excelente resumen del mensaje de Pablo. Escribió sobre los Tesalonicenses: “Ustedes se convirtieron de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera.” A partir de la segunda mitad del versículo 9, el pasaje se compone de un sujeto, tres verbos principales y cinco cláusulas explicativas. Estructuralmente , el texto se puede ilustrar de esta manera :

Ustedes: (se) convirtieron a Dios dejando los ídolos
          (para) servir             al Dios vivo y verdadero
          (para) esperar a             su Hijo de los cielos
                  al cual resucitó de entre los muertos
                  Jesús, quien nos libra de la ira venidera

El pasaje también se puede mostrar en un formato poético que se refiere al pasado , presente y futuro :

Pasado se convirtieron a Dios dejando los ídolos
Presente para servir al Dios vivo y verdadero
Futuro esperar a su Hijo de los cielos ,

al cual resucitó de los muertos, a Jesús,

quien nos libra de la ira venidera .

Ustedes
El sujeto de la frase, “ustedes” se refiere principalmente a ex Tesalonicenses paganos. En el contexto de este versículo, podemos identificar a los sujetos como idólatras, en quienes mora la ira de Dios. El testimonio de las dos cartas a los Tesalonicenses revela la mentalidad anterior y estilo de vida de estos conversos. Habían sido perseguidores de los cristianos (1Ts.  2:14), fornicarios e impuros (4:3, 5, 7). Fueron esclavizados en la oscuridad espiritual (5:5-6), porque ellos “no conocían a Dios y no obedecían el evangelio” (2 Ts. 1:8). Eran “hombres malos y perversos”, y faltos de fe (3:2). El presente informe ha sido verificado por la descripción que hace Pablo del ambiente hostil que los nuevos creyentes arrepentidos idólatras enfrentan: “Ustedes recibieron la palabra con mucha tribulación” (1Tes. 1:6; 3:3; 2 Tes. 1:4, 6) y. “mucho conflicto ” (2:2.) Al igual que Pablo, que “sufrió las mismas cosas que [sus] propios compatriotas” (2:14; 2 Tes. 1:5).

Convertidos
El primer verbo, “convertido”, significa cambiar en un sentido moral y religioso. Apunta a un cambio en las creencias y la orientación espiritual. Los estudiosos clasifican que el verbo en el dominio semántico incluye el “arrepentirse” y “nacer de nuevo”. En otras palabras, al mismo tiempo, indica el arrepentimiento y la conversión. Este matiz se indica claramente en el versículo 9 por el uso de las dos siguientes frases preposicionales: “se convirtieron” “a Dios” y “de los ídolos.”

¿Por qué cambiar? La respuesta se sugiere en el texto, a través de la utilización de los dos infinitivos, “servir” y “esperar”. Dichos infinitivos pueden indicar efectos, como si dijera: “a fin de” la acción del pasaje puede ser parafraseada como: “Cambiaron [arrepentidos o convertidos] con el fin de servir a Dios y esperar a su Hijo, que nos rescata de la ira venidera”.  Los que no se arrepienten y no sirven al Hijo o esperan su liberación se mantienen “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:12). En resumen, con el fin de asegurar la bendición de la liberación de la ira escatológica de Dios, los tesalonicenses tenían que renunciar a la idolatría.

Ídolos
Observe los adjetivos gemelos unidos al sustantivo “Dios”–“vivo” y “verdadero”. El adjetivo “verdadero” combina los aspectos de real y confiable frente a la naturaleza ilusoria, infiel y falsa de los ídolos. El adjetivo “vivo” indica tanto “vivo” como “activo” frente a los ídolos, que están muertos y son impotentes. Pablo y el Nuevo Testamento, en términos más generales, comparten la comprensión del Antiguo Testamento de ídolos sin vida, representaciones inútiles, vacías, falsas, vergonzosas, malas y perjudiciales de la deidad. Considere las siguientes citas del Antiguo Testamento acerca de la vanidad de los ídolos: “dioses de madera y piedra, obra de manos de hombre, que ni ven, ni oyen, ni comen, ni huelen” (Deut. 4:28) y “un dios que no puede salvar” (Is. 45:20b). Jeremías 10:5 dice: “Los ídolos de ellos son como espantapájaros en un campo de pepino, y no pueden hablar, tienen que ser transportados, porque no pueden andar. “¡No tengáis miedo de ellos, porque ni pueden hacer mal, ni está en ellos hacer el bien”! Sin embargo, los ídolos son también espiritualmente destructivos debido a los poderes demoníacos detrás de ellos (Mateo 12:28; 1Corintios 10:20). En las palabras del Salmo 115:8: “Los que los hacen serán como ellos, y todos los que confían en ellos. ”

Además, la Biblia declara que existe conflicto perpetuo entre Dios y todos los aspirantes a ser imitadores divinos. Pablo escribió: “¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos?” (2Corintios 6:16). Jesús describió esta tensión en términos claros con respecto a Mammón -dinero- (Mateo 6:24). La siguiente representación temática de este versículo revela las dimensiones antitéticas y antagónicas de la idolatría:

 

Nadie puede servir a dos señores
Porque aborrecerá al uno
y amará al otro
o estimará al uno
y menospreciará al otro.
No podéis servir a Dios ya las riquezas (Mam
n).

Observe los diversos paralelismos y contrastes. La primera y la última oración son indicativas. Jesús afirma un hecho simple que debería ser obvio para todos: del mismo modo que no podemos servir a dos amos humanos, no somos capaces de adorar a dos señores divinos. La imposibilidad de servidumbre dual es evidente por sí misma, ya que es imposible servir a Dios y a Mamón (ídolos). El sujeto “nadie”, revela el carácter universal del dilema e incluye a todos en la imposibilidad. Esto implica que cada persona debe servir a uno o al otro, pero no a ambos. No hay terreno neutral en el que huir en relación idolatría.

El vocabulario de las otras frases demuestra, aún más, este hecho. “Servir” en este contexto significa “ser un esclavo”. Los esclavos eran muy conscientes de que pertenecían a otro. Esta relación exige dependencia absoluta, el compromiso es total y exclusivo. En virtud de sus posiciones, los “amos”, también eran la autoridad indiscutible y definitiva en la vida de sus esclavos. “Servir a Dios”, por lo tanto, significa amar a Dios. Del mismo modo, “odiar” fue, igualmente, absoluto y totalitario. El odio indica una aversión u hostilidad hacia una persona. “Dedicado a” y “despreciar”, indican opuestos irreconciliables. “Dedicado a” significa “aferrarse a”, “unir” o idiomáticamente “para pegarse, uno mismo, a” y “ser uno con”. “Desprecian” indica un sentimiento de desprecio y desdén, por el que se consideraba otro valor. Así, amar y servir a Mamn (ídolos) significa el odio a Dios y amar y servir a Dios quiere decir odiar a los ídolos (Mamn).

En efecto, como este pasaje indica el arrepentimiento de la idolatría, es central en el evangelio. Los ídolos son de todas las formas y tamaños adecuados para el individuo y el grupo. En un nivel microcósmico, la idolatría se manifiesta en forma de dioses sustitutos: relaciones, metas, actividades y estilos de vida que demandan nuestra atención, afecto, tiempo y dinero, además de Dios y su ley. Individualmente, la idolatría consiste en la construcción de la identidad y estilo de vida sin Dios como una imitación errónea (imágenes de Satanás en lugar de Dios). De hecho, en su raíz, la idolatría es el pecado de la auto- deificación, que aspira a ser “como Dios” (Gen 3:5). A nivel macroscópico, los dioses falsos y evangelios aparecen en forma de religiones alternativas, cosmovisiones e ideologías. Las formas pueden ser explícitamente religiosa (el Islam, la Nueva Era, el hinduismo), ideológicamente secular (el comunismo, el nacionalsocialismo, el Japón imperial, el norcoreano Juche), o implícitamente religiosa (el consumismo, el fanatismo deportivo, la realización personal, el amor romántico, género). Por todas estas razones, Pablo resume el evangelio de tres dimensiones en términos de arrepentimiento de los falsos dioses, comunidades destructivas y religiones alternativas: “Se convirtieron a Dios dejando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, a quien levantó de entre los muertos, Jesús, quien nos libra de la ira venidera.”
Servir
El segundo verbo, “servir”, se puede definir como “servicio de amor”, “servir a las demandas de los otros”, “estar bajo el control de alguna influencia”, y “ser un esclavo”. Como vimos en nuestro análisis de Mateo 6:24, Jesús declaró anteriormente que el servicio a Dios significa “servidumbre”, que implica la dependencia absoluta, el compromiso total y exclusividad. De hecho, en una etapa muy temprana del desarrollo de la iglesia, el libro de los Hechos reporta lo siguiente: “Fue en Antioquía donde a los discípulos se les llamó ‘cristianos’ por primera vez” (Hch. 11:26). El término, cristianos, significa “adherentes (o seguidores) de Cristo”. Originalmente, era algo así como una descripción negativa, pues el nombre “Cristo” más la adición latina “ianós” indicaba: “los esclavos de Cristo”. Sin embargo, así como el Nuevo Testamento invirtió el significado negativo de la “cruz”, la iglesia primitiva redefinió la esclavitud a Cristo en términos positivos. Y así, los primeros cristianos, a menudo, se referían alegremente a ellos mismos como “esclavos” y “siervos de Cristo”.

Los esclavos de Cristo también son “siervos los unos de los otros”. Se instruye así a los cristianos: “Más bien sírvanse unos a otros con amor” (Gál. 5:13). Pablo (Rom. 12:7) y Pedro enseñaron que Dios concede dones espirituales a la iglesia para el servicio: “Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido, administrando fielmente la gracia de Dios en sus diversas formas” (1 Ped. 4:10). Se llamó a Febe como “ayudante de la iglesia” (Ro. 16:1) y se afirmó que Epafras era “nuestro querido colaborador y fiel servidor de Cristo para el bien de ustedes” (Col. 1:7). Del mismo modo, Pablo elogió que Timoteo manifestara su “entereza de carácter” porque “ha servido conmigo en la obra del evangelio” (Fil. 2:22).

Esperar
El tercer verbo, “esperar”, significa permanecer en un estado de esperanza en relación con un acontecimiento futuro, “esperar”, “esperar a”, o “esperar hasta”. Dependiendo del contexto, el verbo puede ser matizado como “expectativa sostenida” o incluso “sufrimiento expectante”. Está claro que el término implica un significado escatológico. El contexto del versículo 10 hace esto obvio, ya que “esperamos desde los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera.”

Es profundo, también, reflexionar sobre los diversos aspectos de nuestra espera escatológica dentro del contexto más amplio del Nuevo Testamento. No sólo la liberación de la futura ira divina, la expectativa futura del creyente incluye “la resurrección” (Hechos 24:15), “la adopción como hijos” (Rom. 8:23), el “espíritu de justicia” (Gál. 5:5), “Jesucristo manifestándose” (1 Co. 1:7), “la vida eterna” (Judas 1:21), “la ciudadanía en los cielos” (Filipenses 3:20), “el reino” (Marcos 15:43), y “Cristo trayendo la salvación” (Hebreos 9:28). Estamos a la espera de Jesucristo, “hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies” (Hebreos 10:13). Estamos “esperando nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la justicia ” (2Pedro 3:13). Además, el Nuevo Testamento asocia nuestra espera con “esperanza” por la “resurrección de los muertos” (Hechos 23:6), “gloria de Dios” (Romanos 5:2), “riqueza de su gloriosa herencia” (Ef. 1:8), “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col. 1:27), una “corona” (1Ts. 2:19 ), “el Dios viviente” (1Timoteo 4:10), “la vida eterna” (Tito 1:2), y “la gracia” (1Pedro 1:13).

Evangelio En Tres Dimensiones
Es interesante que 1  Tesalonicenses 1:9-10 implica, además, tres dimensiones del Evangelio:

Personal e Individual Usted (personalmente) a su vez, servir y esperar.
Corporativo y eclesiológica Ustedes servir a Dios y a los demás.
Cósmica y escatológica Ustedes (juntos) esperan a los “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia”.

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Nuestra salvación personal e individual (mi relato) es fundamental, básica, y gloriosa. Pero el evangelio no se trata sólo de nosotros. Nuestra redención personal del pecado y de Satanás es necesaria y magnífica. Y, nuestra reconciliación individual con Dios y con los demás es restauradora y preciosa. Sin embargo, estas bendiciones no son el final de la historia, porque no somos redimidos por nosotros solos. De hecho, nuestras historias individuales se definen por la iglesia, la comunidad redimida de Dios (nuestro relato). No servimos y adoramos a Dios en el aislamiento o la autonomía. Nuestras identidades y destinos están determinados por la misión de Dios en el mundo a través del cuerpo de Cristo. Y, lo más importante, nuestras historias de redención y la historia de la misión de la iglesia están definidas, en última instancia, por lo eterno y cósmico, la misión trinitaria del Padre, Hijo y Espíritu Santo (su relato).

Para decirlo de otra manera, en cuanto a esta porción del pasaje, el fruto del arrepentimiento es en tres dimensiones. En el nivel de servicio personal significa ser un discípulo, seguidor o adorador de Jesús Cristo. Dentro de la dimensión eclesiológica, servir significa, simplemente, amarse unos a otros. En palabras de Gálatas 5:13, cristianos “servíos por amor los unos a los otros”.  A nivel cósmico, servimos al Dios vivo y verdadero, al evangelio, así como a la misión de Dios en el mundo. Por esta razón, Pablo se identificó indistintamente como un “siervo de Dios” (Tit. 1:1), “siervo de Cristo Jesús” (Romanos 1:1), “siervo de este evangelio” (Gálatas 3:7; Col. 1:23), y un “siervo de la comisión que Dios me dio para presentar a ustedes la Palabra de Dios” (Col 1:25).

Del mismo modo, Tito 2:11-14 resume las tres dimensiones del evangelio (personal, eclesiológica y escatológica) con referencia a la misión de Dios:

“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos una vida libre, justa y piadosamente en este siglo [personal], a la espera de la feliz esperanza y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo[cósmica], que se entregó por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras [la iglesia].”

Así que los conversos en Tesalónica se habían convertido (“renunciado a la impiedad”), servido (“celosos de buenas obras”), y esperaban (“la esperanza bienaventurada”). Esto significó la transformación en tres ámbitos:

 

Arrepentimiento personal de un estilo de vida pagano: el hedonismo, la inmoralidad y la idolatría
Arrepentimiento colectivo de una identidad cultural basada en la participación de las comunidades paganas (espiritual y cívica), así como dependencia económica de patronazgo y Pax Romana
Arrepentimiento Cósmico de cosmovisiones paganas y falsas religiosidades

El Evangelio de tres dimensiones, por lo tanto, puede resumirse con referencia a este pasaje o también con referencia al punto de vista bíblico más amplio. En un principio, debido a su gran amor y gloria, Dios creó un entorno físico en el que el tabernáculo estaba con la corona de la creación, la humanidad. La gran recompensa y la meta de la humanidad es la presencia de Dios mismo. Desde la entrada del pecado, toda la obra de Dios es redentora y re – creativa con ese fin: para hacernos santos, para que podamos vivir con Él para siempre en un ambiente sagrado. La encarnación, ministerio, muerte y resurrección de Jesucristo permiten que este plan tenga éxito, porque Jesús terminará la obra que Adán e Israel no hicieron. El director del proyecto, por así decirlo, es el Espíritu Santo, que dará lugar a la “renovación de todas las cosas” (Mateo 19:28) en “nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia”, para usar las palabras de 2 Pedro 3:13. En pocas palabras, Dios está en el proceso de poblar su iglesia y un día él morará con nosotros para siempre en Su reino, Su nuevo tabernáculo, toda la tierra y la creación renovada – para su gloria y nuestra bendición eterna.

Evangelios Alternativos
Dentro del ambiente espiritual dominado por el pecado y Satanás (Efesios 2:1-3), sin embargo, la antítesis de las tres dimensiones del Evangelio (personal, iglesia, cósmico) se manifiesta como una trinidad idólatra de los falsos dioses, las comunidades de sustitución, y evangelios alternativos:

Mi Relato es todo sobre mí: la auto- deificación, la autonomía personal y la realización personal.
Nuestro Relato trata de mi familia, raza, clan, cuadrilla, equipo, clase social, o de la nación.
Su Relato es todo sobre mi religión, mito, cosmovisión e ideología.

Los destinatarios de la carta de Pablo en Tesalónica habían sido redimidos de esta trinidad idólatra. De acuerdo a Colosenses 1:13-14, “Él nos ha librado de la potestad de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención, el perdón de los pecados”. En el nivel eclesiológico, se convirtieron en miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia, cuya misión es comunicar la buena noticia por toda la tierra. De esta manera, participaron en la misión de Dios a través de la recreación de la comunidad redimida. Porque, según Efesios 3:10, el plan de Dios se cumple por medio de la iglesia: “A través de la iglesia sea ahora dada a conocer la multiforme sabiduría de Dios a los principados y potestades en los lugares celestiales”. A nivel cósmico, los Tesalonicenses descubrieron que “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). Ellos se incorporaron en el plan de Dios de redención, su “nueva creación”, que comenzó en Génesis y que se cumplirá en el Apocalipsis. En ese “nuevo cielo y una nueva tierra” (Ap. 21:1) en el que recibirán una “herencia eterna” (Heb 9:15) y una nueva “ciudadanía” (Filipenses 3:20) en una nueva civilización, centrada en Dios (Ap. 21-22) .


Conclusión
A pesar de que nuestra salvación personal es gloriosa, el evangelio no se trata sólo de nosotros individualmente. No servimos y adoramos a Dios en forma aislada. Nuestro evangelio no es homocéntrico, porque no somos redimidos por nosotros solos. De hecho, nuestras historias individuales se definen por la iglesia y nuestros destinos están determinados por la misión de Dios en el mundo, a través del cuerpo de Cristo. Y, la misión de la Iglesia se define, en última instancia, por la misión eterna del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

1 Tesalonicenses 1:9-10 nos dice cómo llegar a ser cristiano y, a su vez, de  cómo dejar la idolatría para entrar en relación con el Dios vivo y verdadero. Nos dice, también, que la vida cristiana tiene que ver con el servicio a Dios y a los demás. Los discípulos de Jesucristo también esperan y oran: “Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6:10).


El evangelio cristiano es simple, pero no es simplista. Es más que un remedio para el pecado personal y las relaciones rotas. No es una fórmula para una vida exitosa o la prosperidad. El evangelio es, más bien, una visión del mundo, un manifiesto para una nueva civilización escatológica. Se trata de un nuevo Edén, el paraíso restaurado, y el tabernáculo eterno de Dios en la tierra. Para usar términos bíblicos, el evangelio se refiere a la aparición de una “nueva creación”, el “reino de Dios” y los “nuevos cielos y nueva tierra en los que mora la justicia”.

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Nueva vida en Cristo. El todo y nada del mensaje evangélico

Por Alfonso Ropero

“A muchos cristianos les da la impresión de que viven en una religión pobre, mezquina, legalista. Jamás han experimentado como San Pablo ese balbuceo del hombre deslumbrado por la magnificencia del plan de salvación, ¿y cómo podrían experimentarlo, si nunca ha desplegado un predicador ante ellos los esplendores del misterio cristiano, si nadie les ha presentado a Cristo como el hogar vivo de toda la historia de la salvación y como centro de unidad de todos los misterios? ¿Y cómo podría hacer esto el predicador, si no ha llegado a percibir él mismo, por medio de un estudio atento y prolongado, esos vínculos múltiples que relacionan a los misterios entre sí; si él mismo no ha sentido alguna vez vértigo ante la magnificencia de la poética divina? La ciencia teológica será la que le haga ver cómo el misterio se diversifica y se ordena en un todo único, gracias a unos cuantos misterios centrales (Trinidad, Encarnación, Gracia) que desempeñan el papel de articulaciones”.

René Latourelle

· Introducción

· Pecado de origen

· Jesucristo, nada y todo

· Conversión y nuevo nacimiento

· Nueva creación, nuevo ser

· Lo nuevo del Evangelio

· Creación y redención

· La gran ausencia

· En Cristo

· El segundo Adán, restauración de la imagen divina

· El Espíritu Santo, arras de la nueva creación

· La mística de la unión con Cristo

· La gran transformación

Introducción

Sin darnos cuenta, y aunque estoy simplificando mucho, caemos en una visión reduccionista del Evangelio, mediante la cual convertimos la predicación del Evangelio, que es el anuncio del Reino de Dios, en pura soteriología, como si la misión del predicador consistiera en expedir pasaportes para el cielo a cambio de una palabra de fe.

Así como los católicos tienen dificultades en utilizar la palabra “conversión” como una experiencia de encuentro con Cristo, por miedo a caer en lo que ellos llaman “emocionalismo avivamentista”, nosotros evitamos por todos los medios el concepto de “ser hechos justos”, por miedo a caer en una especie de doctrina de salvación por obras. Cada cual tiene sus prejuicios y sus miedos.

El problema es que los prejuicios y los miedos nos impiden aprovecharnos de toda la riqueza que el Evangelio pone a nuestra disposición. El miedo nunca es buen consejero, en ninguna situación.

Pecado de origen

Como protestantes tenemos dos pecados. Uno, el pecado original, heredado de nuestro común padre Adán, y otro, el pecado de origen, heredado de nuestros padres en la fe. El primero fue expiado en la Cruz de Cristo, el segundo, lo estamos expiando en nuestra vida.

Desde los días de la Reforma, y en polémica con Roma, los evangélicos proclamamos que somos salvos por la justicia de Cristo, no por nuestra propia justicia. Esto es cierto bíblicamente. Para evitar cualquier atisbo de salvación por méritos, los reformadores gustaban de referirse a la justicia extra nos, fuera de nosotros, como la fe que nos justifica delante de Dios, para distinguirla de la justicia intra nos, dentro de nosotros, que nos hace realmente justos. Los reformadores decían que la justicia de Dios no nos hace justos, seguimos siendo pecadores a la vez que salvos y santos, sino que nos declara justos, gracias la imputación de la justicia de Cristo, no a que se nos imparta una justicia que nos haga pensar que podemos salvarnos a nosotros mismos conjuntamente con la gracia de Cristo.

Desde el principio, la experiencia cristiana reformada se centró en el sentimiento de saberse salvo por gracia, mediante la fe, sin obras de nuestra parte, rechazando cualquier tipo de religiosidad o misticismo que hiciera pensar en una especie de cooperación entre Dios y el creyente.

A la larga, pasada la tremenda y gratificante experiencia de saberse y sentirse salvo por la fe, se produjo un cierto empobrecimiento de la vida cristiana, pues es un hecho que el tiempo juega contra la experiencia religiosa. Para remediar esos estados de apatía espiritual y de sensación de agotamiento religioso, a lo largo de la historia del cristianismo evangélico se ha producido un fenómeno recurrente al que solemos llamar “avivamiento” o “despertar” religioso, y de movimientos del estilo de “entrega absoluta”, “vida superior” o “vida victoriosa”. He notado que tanto en España como en las distintas naciones americanas, existe un gran número de creyentes, jóvenes y maduros, con un grado alto de insatisfacción. Creyentes que se sienten cansados, desalentados debido a la pobreza de la enseñanza o de la nutrición espiritual que se ofrece desde los púlpitos. Siguen en las iglesias por un sentimiento de lealtad o con la esperanza de cambien las cosas, pero no se sabe hasta cuándo permanecerán, o caerán en manos de grupos que ofrecen experiencias religiosas más profundas y dinámicas, o simplemente, diferentes. Todos sabemos que hay un trasiego continuo, un ir de venir de creyentes por distintas iglesias, buscando aquello que sienten que les falta en su vida.

También nosotros como pastores a veces nos sentimos cansados, y no sólo por los problemas y dificultades propios del ministerio, sino por un sentido de agotamiento, de tocar fondo de lo que esperamos sacar de la fe, como si la fe ya no tuviera nada que ofrecernos en cuando a novedad de vida y experiencia religiosa.

Confesemos humildemente que la teología pastoral y espiritual no es nuestro fuerte. La mayoría de nuestros esfuerzos se centran en la misión y en la evangelización, descuidando lamentablemente a los que ya son creyentes, como si después de haberse decidido por Cristo todo fuera más fácil, cuando sabemos que es todo lo contrario.

Jesucristo, nada y todo

Para no alargarnos demasiado en estos puntos introductorios, recordemos lo que dice san Pablo respecto a su ministerio apostólico y misionero: “Me propuse no saber nada entre vosotros sino a Jesucristo” (1 Corintios 2:2).

Este es un texto programático que nos indica hasta que punto la predicación del apóstol Pablo es pura cristología. Y lo que para él fue el motor de su vida y, se puede decir su éxito, como misionero, es o debe ser precisamente el motor y contenido de nuestra predicación y enseñanza.

¿Qué significa esta programa paulino: “nada, sino Jesucristo”, para la generalidad de los cristianos? ¿Qué secreto encierra para nosotros y para nuestras iglesias?

¿Qué debemos limitar toda nuestra predicación a Jesucristo, su persona, su muerte y resurrección? ¿Nada más? ¡Nada más! Pero teniendo en cuenta que el nada de Dios en Cristo es el todo del cristiano, la novedad radical y suprema a la que estamos llamados a vivir, como tendremos oportunidad de ver. Pablo lo expresa con claridad: “Para mí el vivir es Cristo” (Flp. 1:21). Tal es su doctrina y su experiencia, aquella que sustenta su fe y que es sustentada a su vez por su conocimiento de Cristo.

Hay muchos predicadores que en lugar de predicar el Evangelio predican mantras, es decir, frases hechas tomadas de la Biblia, que ellos consideran impactantes, semejantes a fórmulas mágicas, como por ejemplo: “Jesús tiene poder”, “la Palabra de Dios es poderosa”, “Cristo es el mismo ayer, hoy y por la eternidad, nada hay imposible para él”. Todo con vistas a crear expectativas de poder para sanar o bendecir económica o materialmente. De ahí esas afirmaciones pretenciosas como “yo reprendo”, o “yo declaro” (“yo reprende el espíritu de enfermad”, “yo declaro sanidad y prosperidad”). Lo sorprendente es que esto es común a muchas iglesias que atraen a multitudes y congregan a miles de fieles.

En este punto lo único que podemos decir es que “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Cor. 23:11). Y nadie puede declarar ni reprender por su cuenta (“yo”, ese yo en el púlpito que tanto estorba), sino confiar que el Señor lo haga mediante su Palabra y su Espíritu.

De modo que, para empezar, el propósito del predicar debe ser “no saber nada sino a Jesucristo”, porque Él es el único fundamento de nuestra fe y de nuestra vida. Esta es la primera certeza de ese nada en Cristo. Veremos luego las que siguen.

Conversión y nuevo nacimiento

Conocemos bien la doctrina del arrepentimiento y de la conversión. Es natural. Sin conversión no hay fe, ni salvación, ni nada. Pero la conversión no lo es todo, es como la puerta o llave de contacto que pone en marcha de un motor de nuestra vida cristiana.

Jesucristo comenzó su ministerio llamando a la conversión del pueblo judío. “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mc. 1:14-15). La palabra aquí traducida por arrepentíos, corresponde a la griega metanoia, con el significado de conversión, como traduce La Palabra: “Convertíos y creed en la buena noticia”. El llamamiento al arrepentimiento o conversión es constante en labios de Jesús y está presente en todos los Evangelios, menos en uno. ¿No es sorprendente?

En el Evangelio de Juan nunca aparece la palabra metanoia. Esto no significa que Juan desconozca la palabra metanoia o que la ignore, simplemente que utiliza otra palabra, hace uso de otro vocabulario, y enseguida veremos por qué motivo. No la palabra metanoia, pero sí la idea de la conversión está presente en las imágenes y en el lenguaje que Juan utiliza: creer, renacer, seguir a Cristo. Discípulo es quien cree en el Hijo, quien nace de nuevo, quien confía en él (Juan 3:3-21).

Lo que en los Evangelios sinópticos se llama conversión, Juan llama nuevo nacimiento. Ahora bien no son dos términos sinónimos. El “nuevo nacimiento” es como la corona de la conversión, lo que constituye propiamente su esencia.

Mientras que la conversión denota la acción del hombre: arrepentirse y cambiar de rumbo de vida; el nuevo nacimiento describe la acción de Dios, por eso es llamado nacimiento de Dios en 1 Juan 1:11-13; 3:35; nacimiento de lo alto, del Espíritu (Jn. 3:5).

Convertirse es renunciar al pecado y aceptar a Cristo como Salvador, es recibir la palabra del perdón de nuestros pecados. El nuevo nacimiento es el don magnífico de una nueva vida, un ser engendrado y nacido de la simiente divina (1 Juan 2:29; 3:9; 4:7; 5:1,4,18).

El verbo griego utilizado por Juan para referirse a este nacimiento es gennao, “nacer”. En su voz activa significa “engendrar”, y en la voz pasiva “ser nacido”, de modo que se puede decir que regenerar y renacer (nacer de nuevo) son sinónimos, en el sentido de que un principio sobrenatural —de lo alto, de arriba— que actúa en la vida del creyente. Nos viene a enseñar que así como una persona entra en el mundo porque su padre lo engendra, así también para que una persona pueda entrar en el Reino de los Cielos necesita de un Padre celestial que lo engendre (1 Jn. 3:9; 1 Pd. 1:23; Tito 3:5).

Todo nacimiento se efectúa a partir de un germen de vida que determina la naturaleza del ser engendrado. El nacimiento sobrenatural se efectúa también por una “semilla”, un principio de vida venido “de arriba”, de Dios, del Espíritu de Dios, íntimamente relacionado con la palabra de Dios (Santiago 1:18.21), que en última instancia remite a Cristo, el Verbo de Dios, al que hay que recibir por la fe (Juan 1:1,12ss). En Cristo, el Espíritu y la palabra son uno (Lucas 4:18).

Resumiendo, Juan no emplea la palabra metanoia, sin embargo nos ofrece la visión más profunda de la conversión como el acto por el que el creyente es engendrado espiritualmente por el mismo Dios, sin cuya generación es imposible recibir el don de la filiación divina. Por este motivo, esta doctrina del nuevo nacimiento ha sido siempre considerada por los autores evangélicos como la doctrina principal del cristianismo, la puerta de entrada sin la cual no se puede dar ningún paso correcto en el camino a la vida eterna. Considerarla una doctrina más junto a otras, un aspecto del ser cristiano semejante a otros, como la fe o la oración, es no comprender bien el mensaje de Jesús. Lo primero es nacer de nuevo, el resto viene después. “El mensaje cristiano —dice Lutero— nos informa que, para empezar, debemos ser personas completamente diferentes, esto es debemos nacer de nuevo […]  Una vez haya renacido y me haya convertido en piadoso y temeroso de Dios, puedo seguir adelante y será buena todo cuando lleve a cabo en estado regenerado”. “Este es el contenido de la nueva proclamación: cómo nos convertimos en personas nuevas y, entonces, como criaturas renacidas, realizamos buenas obras. Este es el primer elemento de la enseñanza cristiana”.

¿En qué se diferencia el nuevo nacimiento de la conversión, si es que hay alguna diferencia?

La conversión es la respuesta del hombre a Dios, por la que da crédito a su palabra y se dirige hacia él. La conversión denota la parte humana de la apropiación de la salvación. Quizá por esta razón Juan no usa nunca el término conversión, “por considerarlo muy imperfecto para significar la apertura a Cristo” y su obra redentora. Para él, el nuevo nacimiento expresa mejor la transformación que Dios opera en la persona. Dicho brevemente, la conversión es el lado humano de la salvación; el nuevo nacimiento el lado divino. La conversión es un paso adelante en dirección al reino de Dios, el nuevo nacimiento es el resultado de ese paso por el que se obtiene la nueva vida, el nuevo corazón y la nueva mente para Dios. Como dice Lutero, “naciendo de nuevo, el hombre se hace algo que antes no era: el nacimiento pone en existencia algo que era inexistente”. Esto sólo puede hacerlo Dios.

El concepto bíblico de conversión también incluye este aspecto de vida nueva, pero en el uso generalizado que se hace de él en el mundo evangélico, ha llevado a considerar que la conversión es la decisión del pecador por Cristo; la aceptación de Cristo como Salvador para librarse de la condenación eterna. Se piensa que la conversión, entendida como una decisión de fe para obtener el perdón de los pecados y tener vida eterna, es suficiente para considerar a una persona cristiana. Lo que viene después de la conversión, que suele ser toda una vida, sería parte de un proceso de educación y reafirmación en esas verdades de la gracia y el perdón de Dios, con la subsiguiente amonestación a evangelizar y dar testimonio del evangelio.

Esta percepción de la conversión y la subsiguiente vida cristiana limitada a la asistencia a la iglesia, ofrenda, alabanza y testimonio, es un empobrecimiento de lo que significa ser cristiano. La conversión no puede separarse del nuevo nacimiento, el uno está implicado en la otra. Son dos aspectos de una misma realidad inseparable. Los dos juntos proporcionan el fundamento para una vida cristiana victoriosa, responsable y relevante para la iglesia y el mundo. Dallas Willard señala el peligro y el daño incalculable causado a la iglesia el “concepto que restringe la idea cristiana de la salvación al mero perdón de los pecados.  Lo mismo decía hace más de un siglo A. J. Gordon, cuando se quejaba de que “es una infeliz circunstancia que tantos cristianos consideren la salvación del alma como la meta más que como el punto de partida de la fe”.  Este tipo de reducción de la fe explica el desaliento y el desánimo de muchos miembros de las iglesias, los cuales al final de unos años se sienten vacíos y como si el cristianismo ya no tuviera nada más que ofrecerles, excepto esperar la Segunda Venida del Señor o aguardar la muerte confiado en tener el boleto para entrar en el cielo. A veces ni eso, simplemente se marchan aburridos y decepcionados. Como honestamente confiesa Howard A. Snyder en una obra reciente: “Aun en mis años de cristiano adolescente sentía cierto descontento confuso con la prometida vida en el más allá que celebrábamos en la iglesia. La salvación se reducía a ir al cielo. El cielo era lo supremo… En general me gustaban los cultos, pero ciertamente estaba contento  de que no duraran eternamente”.

La conversión es una primera manifestación de la gracia de Dios en la persona, tiene que ver con el arrepentimiento del pecado, pero no se agota en él. Arrepentirse del pecado es un aspecto de la conversión, mediante el cual uno se duele del mismo y prepara su voluntad para que nunca más vuelva a ocurrir, pero la conversión, es más que ese dolor y esa “tristeza según Dios” (2 Cor. 7:10),  es un cambio que afecta a toda nuestra persona, al centro de nuestra existencia y nuestra actitud interior. Es propiamente “nacer de nuevo” en lo que respecta a nosotros y nuestra vieja manera de vivir; “nacer de arriba” en lo que respeta a Dios y su obra en nosotros por medio de su Espíritu. La conversión y el nuevo nacimiento suceden de forma simultánea como una promesa de futuro. La conversión no es una adhesión a una nueva doctrina o práctica religiosa, sino la vivencia de una nueva realidad que san Pablo define como una “nueva creación” (Gál. 6:15) que se concreta en Cristo como fuente dinámica de vida nueva.

Nueva creación, nuevo ser

El nacimiento natural da lugar a una nueva criatura, lo mismo ocurre con el nacimiento espiritual. San Pablo dice que el nacido de Dios es una “nueva criatura” (2 Cor. 5:17). El cristianismo no proclama sólo el perdón del pecado y la salvación del alma, anuncia una nueva creación que se concreta en Cristo y se manifiesta en la vida presente. O dicho sucintamente en palabras de Samuel Pérez Millos: “La doctrina de la regeneración conlleva la implantación de Cristo en el cristiano”.

Cristo es la revelación del hombre nuevo, “creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera” (Ef. 4:26). Esto significa que Cristo no es sólo nuestro modelo a imitar, es nuestra vida a vivir. Vivimos de Él y por Él (Jn. 14:19). “Este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Jn. 5:11). Lo que aquí nos está diciendo el apóstol, es que la vida eterna no comienza en el cielo, en cuanto experiencia de plenitud salvadora, sino en el ahora del encuentro con Cristo, porque la vida eterna está en el Hijo, “y el que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (v. 12). Luego la experiencia de salvación no se limita al sentimiento de saberse perdonado de todos los pecados, sino a la consciencia de participar de la vida del Hijo. De vivir su vida de creyente desde la vida de Dios que opera por el poder de la resurrección.

Es evidente que el nuevo nacimiento no es una metáfora relativa a la salvación eterna, sino una descripción que apunta a una realidad sobrenatural y transformante operada por Dios en el corazón del creyente, equivalente a un acto creativo, algo totalmente nuevo a partir del desorden y las tinieblas del pecado. Pablo no puede ser más claro en este punto. “En Cristo Jesús —dice— ni la circuncisión es nada, ni la incircuncisión, sino la nueva creación” (Gál. 6:15).

¿Qué es la nueva creación? San Pablo contesta diciéndonos, primero, lo no es. No es circuncisión, ni incircuncisión. Para Pablo y para aquellos a quienes iba dirigida su carta, esto significaba algo muy concreto. Significaba que ser judío o ser pagano carece de toda importancia respecto a la nueva creación.

¿Qué significa para nosotros eso de circuncisión o incircuncisión? También para nosotros puede significar algo muy concreto, pero al mismo tiempo, muy universal. Significa que ninguna religión como tal engendra el Nuevo Ser. La circuncisión es el rito religioso observado por los judíos, y que aquí comprende todos los ritos con los que los hombres intentan agradar a Dios, expiar sus faltas y adquirir confianza. Pues bien, ninguno de ellos vale en relación a la nueva creación.

“El cristianismo —decía Paul Tillich— es el mensaje de la nueva creación, del Nuevo Ser, de la nueva realidad, que ha aparecido con el advenimiento de Jesús, el cual, por esta razón y precisamente por ella, es llamado el Cristo. Porque Cristo, el Mesías, el escogido y ungido es el que nos aporta el nuevo estado de cosas”.

Me llamó mucho la atención que William Hamilton, uno de los de la saga de los “teólogos de la muerte de Dios”, en su libro sobre La nueva esencia del cristianismo (publicado en 1966), termine con un capítulo dedicado al “estilo de vida cristiana”, que él hace consistir en ser configurados a Cristo, aunque él lo interpreta en un sentido muy inmanente, como no podía ser de otra manera en un teólogo racionalista. Pero estaba señalando la dirección correcta: “En cierto sentido este estilo de vida puede ser considerado como una forma tentadora de imitación de Cristo”.

Si es tan importante la doctrina de la nueva creación, ¿por qué no es un tema central y destacado en nuestras iglesias? Sencillamente, porque en el afán de ganar nuevos miembros y crecer en número ha devaluado el concepto de “nacer de nuevo” a una mera “decisión por Cristo”, tomada en alguna campaña de evangelización. De manera que hay tantos nacidos de nuevo como manos alzadas en algún momento de emoción.

De manera que ya tenemos un elemento más en el nada sino Cristo, un fundamento inamovible que es Jesucristo y una vida nueva que es engendrada por el mismo Espíritu de Dios en el creyente. 

Lo nuevo del Evangelio

El apóstol Pablo tiene una predilección por el adjetivo nuevo en todo lo tocante al mensaje cristiano y sus resultados prácticos: Nuevo pacto, respecto al viejo o antiguo pacto con Moisés (1 Cor. 11:25; 2 Cor. 3:6), nueva vida, nueva creación, respecto a la vieja manera de vivir (Gál. 6:15); nueva criatura (2 Corintios 5:17); nuevo hombre, respecto al hombre nuevo (Col. 3:10; Ef. 2:15; 4:24). Pablo es sin duda el teólogo de la novedad cristiana. Él, gracias a su experiencia del Jesús resucitado, ha descubierto su radical y sorprendente novedad del Evangelio, de tal manera que ya no necesita recurrir a algo más, a algún tipo de novedad que algún nuevo predicador pueda traerle. Cristo es suficiente para Él, porque es la novedad siempre nueva y fresca para su vida. “Ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Flp. 3:8).

Pablo entiende que lo nuevo de Dios se abre paso en el mundo viejo sometido a las leyes y rudimentos de los hombres gracias a la proclamación el Evangelio de Cristo. Esto llena a Pablo de una alegría indescriptible y de una pasión infinita. Lo nuevo por excelencia para él es Cristo, el segundo Adán (1 Cor. 15:45), el nuevo Adán, cabeza de la nueva creación que Dios está llevando a cabo en la era presente, de modo tal, que la nueva creación o nueva existencia se caracteriza como un “ser en Cristo”, un “morir y resucitar con Cristo”, un “ser una nueva criatura en Cristo”, un “revestirse del hombre nuevo en Cristo”. Cristo es el verdadero e innegociable punto referencia del nuevo hombre, del cristiano que ha renacido a una esperanza nueva y viva (1 Ped. 1:3). Esto es precisamente lo que está descubriendo la “nueva perspectiva sobre el apóstol Pablo”. Una ampliación de la vieja de Dios como predicador de la “justificación con fe sola”, sin referencias a las promesas mesiánicas que tiene que ver no solo con la vida eterna, sino con la presente. A esto contribuye la reflexión actual sobre el título cristológico del Nuevo Adán, que pone además un freno a ese fenómeno tan recurrente en protestantismo de reeditar el judaísmo. “La actuación de Cristo —advierte Tatha Wiley, profesora en el United Theologial Seminary de Twin Cities, Minnesota— no se compara con la de Moisés, sino con la de Adán, pues así como el pecado determinó el destino del mundo, lo mismo sucede ahora con la muerte de Cristo”.

Creación y redención

El tema de Cristo como segundo Adán da para mucho, pero sólo tenemos tiempo para un ligero apunte, un par de notas que ustedes luego pueden continuar. Lo nuevo del cristianismo no solo tiene que ver con la manera que nos acercamos a la Biblia, sino también al hombre. “La gran novedad del Nuevo Testamento es la visión cristocéntrica de la creación”. Nos enseña que Cristo es al mismo tiempo el Mediador de la salvación, y el Mediador de la creación. “Jesús es el mediador desde el principio de la obra creadora llevada a cabo por la iniciativa de Dios Padre y, por ello es a su vez el fin hacia el cual toda la creación camina”. “Cristo da unidad a la creación y a la salvación”.

Textos base: 1 Cor 8:6; Col 1:15-20. La creación tiene por fin a Cristo, la Nueva Alianza en su sangre ocupa el lugar de la antigua y se convierte en razón de ser de la existencia. Todo fue creado por Él (Cristo) y para Él. Cristo es la corona de la creación, el centro de unidad y de reconciliación universal (Ef 1:10; 1 Cor 15:28; Ap 1:18; 2:8; 21:6). 

A la luz del Nuevo Testamento el relato de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios adquiere un significado más profundo. “El hombre ha sido creado a imagen de Dios. Ahora bien, Cristo hace visible la imagen del Padre, porque Él es su imagen más perfecta. Por esta razón se puede decir que Cristo explica el sentido profundo de la afirmación genesíaca. Desde el Nuevo Testamento se puede afirmar que el hombre ha sido creado a imagen de Cristo. Jesucristo es la auténtica, la verdadera imagen Dios, por eso el destino del cristiano es reproducir en él esa imagen de Dios (Ro 8:29). El pecado la había dañado mortalmente, pero Cristo la restituye con nuevo esplendor. Contemplando a Cristo, el hombre recupera su verdadera imagen natural a imagen del Hijo. En este sentido Cristo aclara al hombre su propia dignidad y se convierte en camino para todo hombre que quiera alcanzar y realizar su propio destino.  Cristo descubre al creyente la grandeza del hombre y el camino para llegar a ella. El Verbo de Dios viene a salvar sanar es lo que Él ha creado y se había perdido.

Desde el punto de vista teológico, según se está reflexionando últimamente, esto significa que “la vocación divina del hombre en Cristo, la llamada a ser conforme a Él ha de existir ya desde el primer instante. De lo contrario, la salvación sería algo extrínseco, independiente de lo que el hombre es desde su creación”. Si no hubiera una relación interna entre creación y salvación, la salvación vendría al mundo y al hombre solamente “desde fuera”, es decir, no tendría una relación intrínseca con la naturaleza del ser humano. Jesús, entonces, no tendría significación universal. Pero cuando relacionamos una con otra, salvación-creación, creación-salvación, vemos que también en este punto se combinan las dos exigencias propias del mensaje evangélico: novedad y continuidad dentro del designio eterno de Dios. En Cristo se realiza el plan de la creación y nos dice que el mensaje evangélico se sitúa en el interior del dinamismo de la historia no al margen de ella. Ser cristiano, entonces, no es optar por una determinada visión religiosa, como una mirada superficial considera, sino que supone la máxima realización y perfección de lo humano en cuanto ser creado por Dios, de manera que la entrega a Dios de ningún modo disminuye la vida del creyente, sino antes bien lo contrario, la enriquece, renace su verdadero ser. Por el contrario, “el rechazo deliberado de Jesús por parte del hombre es ponerse en contradicción consigo mismo, renunciar a lo que constituye el fundamento del propio ser”. Como señalaba el filósofo siciliano M.F. Sciacca solo el reconocimiento del origen divino del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, puede desvelar con hondura el misterio del hombre

De modo que cuando pensamos en el hombre-mujer creados a imagen y semejanza de Dios, de inmediato debemos considerar esa imagen desde la luz que aporta el Nuevo Testamento, la cual completa y da su plenitud al Antiguo. Con ello no decimos una verdad sobre el hombre distinta al Génesis, sino que reconocemos una nueva verdad que añade y envuelve a la anterior. En el Nuevo Testamento se ha dado un nuevo fundamento con el que esa idea del Génesis ha alcanzado su plenitud. Y, esto es concretamente lo que quisiera resaltar, una vez que lo ha hecho, en realidad, se coloca esta verdad en el fundamento de toda antropología cristiana. “Es decir, que la antropología cristiana no dice que hay un hombre que sea creado a imagen de Dios y luego, muchos miles de años después, aparece un hombre que se hace a imagen de Cristo, sino que el hombre siempre es imagen de Dios en Cristo y nada más que en Cristo. Adán y Eva eran creados ya en Cristo y eran imagen del Dios Trinidad del que el Hijo se encarnó. El oyente del Génesis aún no lo sabía, pero el cristiano ya lo sabe y lo que se dio a conocer después retoma el origen primero y lo plenifica”.

Desde el punto de vista pastoral y espiritual, tiene que enseñarse a todos los creyentes que el hombre y la mujer cristianos no son sólo descendientes de Adán y Eva, sino que ya en el origen, fue creado a imagen de Cristo, la cual destrozada por la desobediencia, ahora es recuperada por la obediencia a la fe (Ro 1:5). Esto da origen al nuevo hombre y a la nueva creación, en la que actualmente estamos comprometidos.   

En la práctica misionera y evangelizadora esto tiene significaciones muy importantes y prometedoras para nuestro ministerio y mensaje. Nos indica que no solo somos dispensadores de la gracia de la salvación considerada como perdón de pecados y promesa de vida eterna, sino de la gracia como salvación cósmica, pues incluye la regeneración de la creación, que si bien es cierto que tiene una dimensión escatológica, también lo es que ya se abre camino a través del poder renovador Dios, que comenzó con la resurrección de Jesús y “que continúa de forma misteriosa a medida que el pueblo de Dios vive en el Cristo resucitado y en el poder de su Espíritu Santo”.

Pablo fue el primero en tomar conciencia de esta novedad que representa la fe cristiana para el individuo, la sociedad y la historia, en línea de continuidad con las promesas hechas a Israel de ser medio de bendición a todo el mundo. Pablo está literalmente entusiasmado con la novedad del Evangelio. Novedad que afecta al individuo y su destino eterno, pero también a la sociedad y el destino presente de los pueblos. La unidad de los pueblos en Cristo, la demolición de muros y barreras que dividen a los seres humanos entre ricos y pobres, blancos y negros, hombres y mujeres, amos y siervos. “Él es nuestra paz —escribe—, de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (Ef. 2:14). Pues lo que ocurre en la regeneración espiritual es el nacimiento del nuevo hombre, el hombre reconciliado con Dios y con su prójimo en un solo cuerpo, matando en él las enemistades (Ef. 2:15-16). El velo del templo rasgado en dos en la hora de la muerte del Hijo de Dios, simboliza el acceso inmediato de todos los hombres a la presencia de Dios en Cristo (Mt. 27:51; cf. Heb. 4 y 9), y a partir de ahí, el acceso unos a otros como hermanos. Los que antes estaban divididos por cuestión de estatus, poder, género o condición, ahora se reconocen como hermanos en Cristo, reconciliados con Él, por Él y para Él. Revestidos de Cristo por el bautismo, “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal. 3:28).

Pablo escribe y predica como el que está presenciando el nacimiento de un nuevo mundo y participando en la creación de él. Se considera padre y madre de ese nuevo mundo. A Timoteo le llama “hijo mío” en varias ocasiones (2 Tim. 1:18; 2 Tim. 2:1). Lo mismo dice del esclavo Onésimo, a quien ha engendrado en sus prisiones (2 Tim. 1:18), y por quien escribe una de las cartas más entrañables y encantadoras, intercediendo ante su dueño para que lo trate como a un hermano.

Se puede objetar que Pablo nunca escribió contra la esclavitud, sus escritos dan a entender que acepta la esclavitud como clase social existente, cuyas disposiciones legales seguían siendo válidas para los cristianos, así como otras leyes del Estado, en que ellos se encontraban. Pablo, como hombre de su tiempo, reconoce la existencia de esta clase social, pero no es evidente que la acepte por principio. De hecho pensamiento está en un plano muy distinto: Pablo sabe, y lo muestra diciendo que la nueva vida en Cristo cambia por completo las diferencias que hay en la sociedad humana. “Cuando se depone el hombre viejo y se le renueva para formar un hombre nuevo según la imagen de Dios, todas las diferencias raciales, sociológicas y religiosas pierden su importancia ante Dios y la fe. Un antiguo pagano o judío, aunque haya sido un «bárbaro», incluso un bárbaro muy inculto, un escita, tanto si ha sido esclavo como libre, cuando queda incorporado a Cristo por medio de la fe y del bautismo, ha recibido una nueva vida. Aunque la vida natural del hombre, su cultura, su posición en el pueblo y en la sociedad no queden afectadas por el renacimiento del bautismo, sin embargo, lo que es decisivo en la apreciación no son estos valores naturales, sino la posición en Cristo, porque Cristo lo es todo en todos (Col 3,11). De esta nueva vida fluyen nuevas valoraciones éticas. El que ha recibido el ser en Cristo tiene que vivir de él, y ser reconocido por los hermanos en la fe como una persona, en quien vive Cristo. A esta nueva valoración sirven de fundamento la muerte salvadora de Jesús, la salvación dada al individuo mediante el bautismo por razón de la fe. La vida en Cristo y por medio de Cristo (mística de Cristo) según san Pablo, no es solamente una especulación de altos vuelos o un conjunto de ideas abstractas, sino un requisito ético en las cuestiones de la vida cotidiana. Lo que Dios obra en el hombre por medio de Cristo, es una tarea de la acción moral y social”.

Pablo llevaba en su cuerpo las marcas del apostolado, que no son otras que las marcas de Cristo (Gal. 6:17). Desprecios, golpes, amenazas. “Hasta ahora —escribe el Apóstol— pasamos hambre, tenemos sed, nos falta ropa, se nos maltrata, no tenemos dónde vivir. Con estas manos nos matamos trabajando. Si nos maldicen, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos calumnian, los tratamos con gentileza. Se nos considera la escoria de la tierra, la basura del mundo, y así hasta el día de hoy” (1 Cor. 4:11-13). Pablo soportaba todos estos males por su alta conciencia de formar parte instrumental de un mundo nuevo, de una nueva humanidad en Cristo. Por eso todo lo sufría y todo lo soportaba, “por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna” (2 Tim. 2:10). No lo hacía resignadamente, sino con la ilusión  de estar contribuyendo a hacer realidad de la nueva creación de Dios. Por eso, en medio de sus penalidades, peligros y prisiones, Pablo no siente amargura, sino como bien dice “si nos maldicen, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos calumnian, los tratamos con gentileza”. Con ello no estaba sino reflejando el carácter y la naturaleza de Cristo formándose en su interior. Pero es más, este hombre cansado, hambriento a veces, abandonado en ocasiones, objeto de calumnias, en peligros y naufragios mortales (cf. 2 Cor. 11:24-27), es capaz de sobreponerse a la debilidad de su carne y en lugar de hacerse compadecer, reta a la iglesia a sentirse alegre y gozosa con el mensaje de la nueva creación. “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégrense!” (Flp. 4:4, DHH). “Vivid siempre alegres en el Señor. Otra vez os lo digo: vivid con alegría” (BLP).

Frente a un cristianismo que mira hacia atrás con nostalgia, el cristianismo primitivo miraba hacia delante, convencido de la relevancia de su misión para el individuo y la sociedad. Lo que dice Pablo de sí mismo, se puede hacer extensivo al resto de los creyente: olvidando lo que queda atrás, nos extendemos a lo que está delante (Flp. 3:13). Se sentían como vino nuevo incapaz de ser encerrado en viejos moldes. Los escritos de los primeros siglos del cristianismo rezuman vitalidad y entusiasmo a medida que van conquistado el mundo para Cristo con su mensaje y con su red de relaciones sociales que cubría casi todas las necesidades del pueblo. De aquí aprendemos que tenemos que mirar a la Iglesia como una comunidad con vocación de perenne juventud, no importa los años que tenga. Como alguien ha dicho, un árbol puede ser centenario, de tronco rugoso y agrietado por los años, y sin embargo ser un símbolo de juventud en los bosques, basta que sus hojas sean verdes, que su follaje de cobijo a las aves, que ofrezca sombra al caminante. Es cuando no da hojas, ni frutos, cuando sus ramas ya no sirven para otra cosa que para el fuego. Pero mientras haya savia en sus entrañas dará hojas y frutos, porque su fuerza reside en lo que no se ve, en el interior. Lo mismo debe ocurrir con el cristiano. A veces se olvida que la verdad está en lo que no se ve.

El cristianismo, pues, tiene una vocación de novedad y juventud, no importa los años que transcurren. Cierto que han pasado dos milenios desde sus inicios y aunque el Evangelio ha llegado a todas las naciones, no vemos que el mundo sometidos a los pies de Jesús (Heb. 2:8), seguimos a la espera de una tierra nueva y un cielo nuevo, que no nos corresponde a nosotros introducir sino anunciar como una Realidad que viene en el poder de Dios en la consumación final de todos los tiempo. Pero ya y ahora estamos beneficiándonos de las primicias de ese mundo nuevo que viene; formamos parte de comitiva triunfal de Cristo (2 Cor. 2:15), que ha derrotado a sus enemigos, a nuestros enemigos, en la cruz. «Nosotros somos el buen olor de Cristo» en medio de una generación corrupta, egoísta, ignorante de los bienes eternos. Al predicar tenemos que esparcir el aroma fresco y vivo Cristo, como la rosa esparce su fragancia. Hacer que Cristo se note por doquier, que cuando abramos la boca para proclamar el Evangelio sea  como abrir un frasco de perfume, de tal manera que Cristo sea percibo alrededor nuestro.

Una vez más, aprendemos que la nada sino Cristo, comporta muchas cosas, entre ellas una nueva vida, una nueva creación, una novedad que nunca deja de sorprendernos, retarnos y enriquecernos.

La gran ausencia

Para que se cumple en nosotros el propósito de Dios al perdonar nuestros pecados y darnos nueva vida en el espíritu, tenemos que tener a Cristo en el corazón, pues bien dice la Palabra que “del corazón mana la vida” (Prov. 4:23), y Cristo añade, que de la “abundancia del corazón habla la boca” (Mat. 12:34; Lc. 6:45). Desgraciadamente hay iglesias que tienen el nombre de cristianas, pero que no tienen a Cristo. “Tienes nombre de que vives, pero estás muerto”, dice el Señor en Ap. 3:1. Es posible tener templos e iglesias preciosas, y dejar a Cristo en la calle, como cuando dice a los creyentes de Laodicea: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo” (Ap. 3:20).

Algunos pastores y líderes, no hablemos ya de los llamados apóstoles y profetas, creen que la riqueza consiste en congregaciones numerosas, en templos cada vez más grandes, en grandes proyectos de expansión, en ofrendas voluminosas. Están tan ocupados con sus cosas, en cómo dirigir y en cómo controlar la abundancia de sus graneros repletos de bienes, que se olvidan que la riqueza del cristiano es una pequeña moneda que lleva la inscripción de Jesús y que es nuestra posesión más espléndida. Lo triste es que muchos han perdido esa moneda y no se han dado cuenta. Tienen tantas de oro y plata que no echan en falta la perla de gran precio, la moneda que realmente cuenta. Por eso Jesús comparó el reino de Dios a una mujer que, en un descuido, pierde una moneda de las diez que tiene, y en lugar de contentarse pensando en las nueve que le quedan, enciende una lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla” (Lc. 15:8-10). Esta parábola la aplicamos, correctamente a las ovejas perdidas, pero creo que también podemos aplicarla a la pérdida de Cristo por parte de los cristianos, pérdida más grave aún que la del inconverso, porque este es consciente de que no tiene a Cristo, y un día puede buscarlo, pero el creyente inconsciente que cree que tiene a Cristo, pero hace tiempo que lo perdió, se encuentra en una situación más difícil, pues considera que es rico y deja de buscar a su Señor, el cual le dirá: “Porque dices: Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad; y no sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo” (Ap. 3:17).

No es el caso de Pablo que dice: “Como no teniendo nada, aunque poseyéndolo todo”, “pobres, pero enriqueciendo a muchos” (2 Cor. 6:10; cf. Prov. 13:7; 2 Cor. 8:9; Ap. 2:9). Pablo se siente y se vive enriquecido en Cristo, como escribe a los Corintios (1 Cor. 1:5).

El nada de Cristo es mucho para Pablo. Lo mismo debería ser para todos los que llevan el nombre de cristianos.

En Cristo

Cualquier lector atento de las carta de Pablo se cuenta de la cantidad veces que utiliza la frase “en Cristo”. Junto la expresión sinónima “en el Señor”, aparece más de cien veces. El uso tan continuado de esta fórmula “en Cristo” y en tantos contextos obedece a la intención concreta de Pablo de decirnos en qué consiste para él la suma y la esencia de la fe cristiana. Para él, la frase “en Cristo” compendia y resume la totalidad de lo que significa ser cristiano.

“No hay duda —escribía William Barclay— que con el paso del tiempo el apóstol Pablo profundizó, enriqueció e intensificó su significado, pero el hecho es que esta frase con todo lo que significa no es una concepción tardía y un desarrollo repentino en la mente, el pensamiento y el corazón de Pablo. Desde el principio hasta el fin de su vida cristiana es el centro y el alma de su experiencia cristiana”. Para él, en Cristo designa la “esfera en la cual la nueva vida se desarrolla desde el comienzo de la salvación hasta su consumación”.

Este en Cristo marca el inicio de nueva era en la historia de la salvación. Hasta Cristo todos estábamos en Adán, determinados por el pecado, la condenación y la muerte, a partir de Cristo comienza una nueva edad, la edad vieja se cierra.

Cristo es el segundo Adán, el cabeza de la Nueva Humanidad, el  primer Hombre Nuevo, aquel que trae la gracia y la vida y restaura y perfecciona la imagen de Dios en el hombre, imagen que no es otra que la del mismo Jesucristo.

En la carta a los Romanos, esa carta tan densa y teológica, después de haber declarado la pecaminosidad universal de todos los hombre, judíos y gentiles por igual, y que nadie puede ser salvo por la obras, sino por gracia, mediante fe que nos justifica ante Dios, nos eleva hasta las supremas alturas de la voluntad eterna de Dios que nos predestinó para “ser salvos”, ¿es eso lo que dice la Escritura.

No. Leemos literalmente, “nos predestinó para ser hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Ro. 8:29). Esta la pieza clave de bóveda del concepción de Pablo de la salvación. La fe, el arrepentimiento, la conversión, el bautismo, la vida en el Espíritu, nos lleva a la meta para la que hemos sido llamados y elegidos por Dios: “ser hechos conformes a la imagen del Hijo”, o transformados según la imagen del Hijo, según traduce la NVI.

Esto va mucha más allá del perdón de los pecados, de la salvación de la condenación eterna, de la conducta piadosa y decente del cristiano, nos introduce en una esfera en la que pocos hemos ni siquiera meditado en ella.

Sin embargo el pensamiento del apóstol Pablo constantemente recurre a ella. Y no habla como un doctrinario, habla por experiencia propia. Su teología no es otra cosa que una expresión de su experiencia, y se quiere, una justificación de su vida. Como decía David M. Ross, hace casi cien años, en cuanto judío, Pablo había sido fuertemente influenciado por la tradición farisea y su visión del mundo. Él llevó consigo esta visión cuando se hizo cristiano, pero en sus manos fue transformada en algo mucho más grande de lo que pudiera haber entrado en la mente del más grande de los profetas y que él mismo pudiera haber concebido. Esta transformación hunde sus raíces en la novedad de la experiencia de su encuentro con Cristo, o de ser encontrado por Él

Esta experiencia de Cristo en él es la única que puede aclararnos el verdadero pensamiento del apóstol Pablo, su teología y su mensaje para nosotros. Escribiendo a los colosenses les dice: “Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Col. 1:27). Aquí no está dando salida a una expresión piadosa. “Cristo en vosotros, Cristo en nosotros, viene a ser en él, como dice Wolfgang Trilling, un “cuadro enigmático”. Es preciso adentrarse en su sentido, no sólo desde el pensamiento, sino desde la experiencia. Verlo con los ojos de Pablo que ha experimentado en él la presencia transformante del Jesucristo resucitado, que ha hecho de él una nueva persona, total y radicalmente.

No me extraña que Anselm Grün le considere un iniciado. “En su calidad de persona introducida por Cristo en el misterio de la vida y la muerte, Pablo era un iniciado, alguien que fue conducido a otro plano de la existencia humana y que en lo sucesivo podía vivir en libertad y con una conciencia nueva. En su encuentro con Jesús, Pablo experimentó lo que los participantes en los cultos mistéricos vivían de manera tan fascinante: sentía como si, en virtud de su encuentro con Jesucristo, hubiera nacido de nuevo. Mediante la experiencia de Jesús había atravesado los ámbitos oscuros de su alma, los abismos y lados sombríos de su interior. Había muerto con Cristo, es decir, se había despojado del ser humano viejo, de la herencia de Adán. Había llegado a ser una persona nueva. Pablo anuncia su mensaje como un hombre iniciado”.

“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”, dice en Gál. 2:20. Pero no lo dice como un misterio o una experiencia reservada solo para los iniciados en un camino superior. Ciertamente este es un texto que nos impresionó positivamente desde el primer día que lo leímos, pero dado nuestro énfasis en el pecado y en nuestra indignidad, no nos atrevemos a aplicarlo a nuestra vida. Al fin y al cabo somos seres débiles, propensos a dejarnos arrastrar por el mal y ceder a la tentación. No somos como san Pablo que gozó de extraordinarias experiencias religiosas. Él fue arrebatado a tercer cielo, nosotros nos tenemos que contentar con que el barro del suelo de este mundo no nos manche demasiado.

Sin embargo, lo que Pablo dice de sí mismo lo hace extensible a todos los creyentes, que no eran precisamente santos e irreprensibles, ni aprendices de místicos. Pablo les llama “¡gálatas insensatos!”, un adjetivo que muchos hubiéramos tomado por insulto. Insensatos, sí, porque fueron fascinados para obedecer a otra “verdad”, que no la de Jesucristo (Gal. 3:1). Y Pablo sabía bien que buscar una “novedad” más allá del Evangelio de Cristo, es una peligrosa manera de carnalidad. Por eso insiste y repite: “¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿vais a terminar ahora por la carne?” (v. 3).

Y es a esos insensatos a quienes Pablo dirige unas palabras de tremenda ternura y preocupación pastoral: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (4:29). O sea, lo mismo que Pablo vive en relación a Cristo, como un morir en Él para así vivir en Él, lo desea fervientemente para todos y cada uno de los cristianos gálatas. Este es su dolor de pastor, de misionero y de cristiano: ver a Cristo formándose en cada miembro de la congregación. Cuánto sufre el pastor por la falta de crecimiento numérico, porque no se cumplen los objetivos propuestos, por la escasez de las ofrendas y tantos otros asuntos externos, y qué poco sufre por lo que realmente debería sufrir: ver cómo Cristo se va formando en cada uno de los miembros de su congregación.

Lo que aquí está diciendo san Pablo está en consonancia con lo que antes ha dicho sobre el propósito de la predestinación, que, en este caso, está en relación a la voluntad de Dios a la hora de diseñar el  plan de la salvación: “Que Cristo sea formado en nosotros” (Ro. 8:29). El deseo de Pablo está en consonancia con el deseo de Dios, al que Él sirve con buena conciencia, y que no es otro que la configuración del creyente en Cristo. Tal es la voluntad de Dios desde la eternidad:

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Ef. 1:3-10).

El propósito de la redención no se reduce a una experiencia de perdón del pecado, ni a la justificación por la fe, sino que comprende algo mucho más grande y absoluto que todo esto: La transformación del creyente en Cristo, la configuración de nuestra vida a Cristo, el ser hechos semejantes a Él, reconciliando así “las que están en los cielos, como las que están en la tierra”. Hijos en el Hijo. Amados en el Amado.

Parece increíble pero es lo que Pablo tiene en mente en todos sus escritos. En Colosenses, por ejemplo, presenta su ministerio bajo la imagen de un administrador de las riquezas de Dios (Colosenses 1:25), entre cuyos tesoros se encuentra precisamente el misterio Cristo en los creyentes (v. 27), “amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (v. 28). Tal es la meta de su trabajo, de su carrera, de su batalla por la que agoniza, esforzándose como un atleta en realizar esa misión: Cristo en los creyentes, promesa de nuevo hombre perfecto, completo, realizado en Cristo Jesús. Nada inferior a esto puede formar parte integral de la misión, predicación y pastoral cristianas.

Muchos cristianos se esfuerzan por cumplir sus obligaciones religiosas de asistencia a los cultos dominicales, de deshacerse de aquellos defectos que reconocen como pecaminosos, “pero no poseen la voluntad ni la disposición para llegar a ser hombres nuevos en su totalidad, para romper con todos los criterios puramente naturales y considerarlo todo a la luz sobrenatural: no quieren decidirse a la metanoia total, a la auténtica conversión […] Hay que anhelar ardientemente llegar a ser un hombre nuevo en Cristo y desear apasionadamente que muera nuestro propio ser y que sea transformado en Jesucristo, lo cual presupone una liquidez de todo nuestro ser que incluye que seamos como cera blanda en la se pueda imprimir el rostro de Jesucristo”.

El fin de la elección divina es la formación de una nueva humanidad configurada a imagen del Hijo de Dios. Ante este grandioso plan divino, no es aconsejable ni lícito reducir el camino de salvación a algo menos que lo que aquí se nos enseña. Porque,  como decía William Romaine, el objeto de nuestra fe no es sólo la salvación individual del alma, sino “Dios y el hombre unidos en uno en Cristo”.

La existencia cristiana, pues, no se agota cuando aceptamos a Cristo como nuestro Señor y Salvador, sino cuando nos configuramos a Él, cuando nos comprometemos a reflejar la vida de Cristo en nuestra vida gracias a la acción del Espíritu Dios. El propósito de Dios al salvarnos fue no solo salvar nuestra alma de la condenación, sino forjar nuestro carácter, formar nuestra personalidad a la imagen de su Hijo. Este es el interés primordial de Dios nuestro Padre del que no podemos desinteresarnos.

La nada de Cristo pasa por ser la forma del nuevo hombre, no puede haber un llamamiento más supremo y grandioso, capaz por sí solo de llenar una y mil vidas que tuviéramos.

El segundo Adán la restauración de la imagen divina

Al final estamos como al principio. Lo que en Adán perdió la humanidad, la imagen de Dios inmaculada, sin pecado,  en Cristo es recuperada en un plano todavía más elevado. Lo que dejamos de ser por el pecado de Adán, hijos de Dios en plena comunión de amor y amistad, lo somos ahora por la fe Cristo, en quien hemos renacido y sido adoptados como hijos en la familia de Dios.

“Es asombroso que casi todas las palabras básicas que describen la salvación en la Biblia supongan un regreso a un estado o situación originalmente bueno. La palabra redención es un buen ejemplo […] También reconciliación, en la cual el prefijo re indica regresar a un estado original”. Pero con una diferencia, en Cristo el estado original es superado, porque, como dice san Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro. 5:20). Por fe podemos decir: “¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!” Pues por el Evangelio sabemos que esa “imagen y semejanza” de Dios de la que Adán disfrutó, no es otra que la imagen y semejanza del Hijo de Dios en nosotros. De manera que si Adán por la seducción del diablo quiso “ser como Dios” (Gn. 3:5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios”, ahora en Cristo, somos “divinizados” (cristificados), en el sentido de ser partícipes de la naturaleza divina por gracia. “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pd. 1:3-4).

En la cruz del Calvario Dios restauró en su Hijo el orden echado a perder en el Paraíso. La imagen de Dios, rota y menospreciada en la vida de los hijos de Adán, es recuperada por Aquel que es “imagen visible del Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col. 1:15). Cabeza de la Nueva Humanidad instaurada en su persona, a través del misterio de su muerte y resurrección. “Como primera criatura de la nueva humanidad, Cristo incorpora en él, integra en su persona, todo lo que estaba separado en la antigua humanidad, o mejor aún, lo que era dos ya no va a existir en adelante como dos realidades distintas, ya no va a existir más que una sola realidad, el Cuerpo de Cristo, el hombre nuevo (Col. 2:17)”.

Lo grandioso de la revelación de Dios en Cristo, es que la imagen restaurada en el hombre creyente no es otra que la del mismo Dios-Hombre Jesucristo: hechos conformes a su imagen (Ro. 8:29). Con eso se cumple el plan o propósito de Dios de la humanidad, y comienzan los tiempos escatológicos que un día culminarán con la presencia visible de Cristo, cuando todos seremos transformados a su imagen perfecta, y Dios será todo en todos, sin mediaciones de ningún tipo (1 Cor. 15:28).

Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Ro. 5:14), una vez venido el prototipo, Jesucristo, el nuevo Adán y restaurador de la humanidad caída, se cierra el ciclo creativo de Dios. La descendencia de Adán recobra la semejanza divina echada a perder por el pecado, y la recobra sobradamente en Jesucristo.

En él la naturaleza humana es asumida, no absorbida, y es elevada al rango de la naturaleza divina (2 Pd. 1:4). Se descubre así que la creación entera, todo el universo, se ordena a Jesucristo. Él es la causa final de la creación y el primero de los predestinados. Desde su conversión en adelante, el cristiano está llamado a alcanzar la condición de un hombre maduro, “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef. 4:13).

Del primer Adán recibimos una herencia de pecado, condenación y muerte, incorporados al segundo Adán recibimos una herencia de perdón, salvación y vida eterna. Esta incorporación a Cristo se tipifica en el bautismo como un morir y un renacer en Cristo, de modo que el poder de vida de la Resurrección se hace presente en nosotros.

Dios toma al hombre creyente, le purifica y comienza a moldearle conforme a la figura de su Amado Hijo. Esta es una verdad que nos debería llenar de profunda alegría y de una pasión infinita. El cristianismo no proclama sólo el perdón del pecado y salvación del alma, anuncia una nueva creación que se hace realidad en Cristo, no sólo como un modelo a imitar, sino como una vida a vivir. “Cristo es nuestra santificación en una sentido más superior al de ser nuestro modelo. Él es nuestro modelo y nuestra santidad porque Él mismo mora en nosotros y controla nuestro ser moral, en orden a transfigurar nuestras vidas y convertirse en la fuente de todos nuestros pensamientos, dichos y hechos”.

Ahondando todavía un poco más entre imitación e inhabitación de Cristo en el creyente hay que aclarar que “un hombre no puede vivir en otra persona. Un hombre puede dejar su memoria, su ejemplo, su enseñanza, pero no puede vivir otra vez en nosotros. Si Jesús hubiera sido solamente un hombre santo, la santificación del cristiano se reduciría necesariamente al esfuerzo sincero de emularle y seguirle, y la Iglesia no sería nada más que una asociación de gente bien dispuesta y unida en el propósito de hacer buenas obras, siguiendo su modelo: Jesucristo. Este es el nivel al que inmediatamente descendería la idea más gloriosa del Evangelio una vez que la corona de deidad se hubiera retirado de la cabeza de Cristo. Pero la Escritura y la experiencia nos enseñan que la verdadera santidad cristiana es algo más que el esfuerzo y la aspiración del hombre: es una comunicación de Dios al hombre; es Cristo en persona quien viene y habita en nosotros por el Espíritu Santo. Por eso san Pablo llama a Cristo no sólo nuestra justicia, sino también nuestra santificación”.

El nada de Cristo es tan universal que nos conduce a la recapitulación de la creación, y de la historia de la salvación que en ella se origina, la cual tiene por clave y meta a Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, imagen visible del Dios invisible en la que somos recreados por la acción del Espíritu.

El Espíritu Santo, arras de la nueva creación

Cuando Jesús resucitó una de las primeras cosas que hizo fue hacerte presente en medio de los suyos, que estaban reunidos llenos de miedo a los judíos y al mundo exterior. Para calmar sus temores Jesús sopló sobre ellos diciendo recibid el Espíritu Santo (Jn. 20:22). Fue algo más que la entrega de un don, el gran Don del Espíritu, fue, como señala Xabier Pikaza, el gesto de una nueva creación. El mismo Dios había soplado en el principio sobre el ser humano, haciéndole viviente (Gn. 2:7). Ahora sopla Jesús, como Señor pascual, para culminar la creación que en otro tiempo había comenzado”.

¿Cuál es la función o ministerio esencial del Espíritu? Según Jesús, “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:14). el Espíritu va a manifestar gloria de Cristo, pues no solamente va a iluminar la mente de los discípulos — os lo hará saber — sino a glorificar a Cristo, haciéndole vivo, presente en la comunidad, en todos y cada uno de los creyentes. Mediante el Espíritu Jesús se hace presente en la vida de los discípulos en la comunidad cristiana, su presencia está garantizada por este soplo divino del Señor que lleva a la comunión a la comunión con Él, y también a ser testigos siempre más fieles y más auténticos y con más valentía, de todo lo que Jesús ha hecho y todo lo que Él ha ido enseñando. De esta manera los creyentes forman comunidad con el Espíritu, que es al mismo tiempo con el Hijo y con el Padre, de manera la Trinidad está presente en sus vida como una fuente de vida nueva inagotable que transforma su existencia y que les permite de ser como “otros cristos”, ungidos por el Espíritu, buenos y justos, “prolongando” de alguna manera la encarnación de Dios, es decir, haciendo realidad en cada momento la presencia encarnada de Cristo mediante el cuerpo, las manos, la cabeza, los pies, de sus seguidores, cumpliendo así lo que falta a la obra de Cristo, a saber, la aplicación del beneficio de su sacrificio al mayor número de gente posible.

La mística de la unión con Cristo

La entera vida del Reino de Dios consiste en esa identidad de vida entre Cristo y los creyentes. Su muerte en la cruz fue infinitamente más que suficiente para pagar la deuda del pecado y limpiar nuestras culpas por completo. Por lo mismo es más que suficiente para adquirir para nosotros la suprema gracia de convertirnos en morada del Dios trino. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él”. “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:21,20). “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el cual tenéis de Dios?” (1 Cor. 6:19; 3:16). Unidos de esta manera de Dios, en la morada interior de su santo Ser, recuperamos nuestra perfecta semejanza a Él que se hace concreta en Jesucristo, en justicia y santidad. Él es el segundo Adán, no ya el hombre primordial, sino el Hombre representativo que nos hace miembros de su Cuerpo Místico que es la Iglesia, el órgano viviente que llena con su plenitud. Resucitado de entre los muertos, sigue viviendo en nosotros como el principio de nuestra vida sobrenatural. Así es como nos convertimos en nuevas criaturas, en imágenes del nuevo hombre, que es Cristo. “Así como hemos incorporado en nosotros la imagen del ser humano terreno, incorporaremos también la del celestial” (1 Cor. 15:49 BLP).

“Antes de morir en la Cruz, el Cristo histórico estaba solo en sus existencia humana y física. Al resucitar de los muertos, Jesús ya no vivía solamente en sí mismo. Se convirtió en la vid de la que somos sarmientos. Extiende su personalidad hasta incluir a cada uno de los que estamos unidos a Él por fe. La nueva existencia que es suya por virtud de su resurrección ya no está limitada por las exigencias de la materia. Ahora no sólo es el Cristo natural, sino el Cristo místico, y en cuanto tal nos incluye a todos los que creemos en Él”. Dicho en términos teológicos: “El Cristo natural nos redime, el Cristo místico nos santifica. El Cristo natural muere por nosotros, el Cristo místico vive en nosotros. El Cristo natural nos reconcilia con su Padre, el Cristo místico nos unifica en Él”.

Si alguien se pregunta dónde reside el punto preciso de esa semejanza entre Cristo y sus discípulos, entre la Vid y los sarmientos, hay que confesar que una unidad tan misteriosa como la que se produce entre la cepa de la vida y los sarmientos que de ella brotan. “Pero así como la vida y la savia que reside en la cepa y en los sarmientos es la misma vida y la misma savia; así también es la misma vida de gloria y plenitud que habita en el Dios-Hombre-Mediador, la que habita en el más débil de los creyentes. Es el mismo espíritu, derramado sobre la cabeza y recibido por Él sin medida, el que es dado a su pueblo conforme a la fe de cada uno”.

La gran transformación

Todas las doctrinas tienen un fin práctico y ninguna más que está de unión entre Cristo y los creyentes, que va más allá de la unión de amistad, voluntad o de espíritu, es tal que los teólogos no han encontrado otra palabra mejor que la palabra “mística”, la unión mística. Así se habla también de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo para tratar de describir de algún modo la íntima unidad de vida sobrenatural que existe en Cristo, Cabeza, y la Iglesia, su cuerpo. Ciertamente la unión mística con Cristo es un misterio, pero no por ello menos real. “La unión con Cristo es tan profunda y vital, tan contraria a todo lo que puede ser comunicado y descrito desde el exterior que los que la estudian no han encontrado para otro nombre más propio que «unión mística». Esta unión es invisible, espiritual e indefinible, y sin embargo personal, compulsiva, purificadora y eterna. Es tan realmente vital, una unión de la vida con la vida, como la unión de la vid con los sarmientos (Jn. 15:1-6)”.

Para muchos la sola mención palabra “mística” levanta recelos y sospechas, dada la ignorancia que hay sobre este tema y los errores que se han introducido en el mismo. En el sentido cristiano no significa otra cosa que el misterio de la unión del Cristo resucitado con los cristianos. Esta es una verdad tan incontestable en el Nuevo Testamento que con razón Thomas Merton pude decir que “cristianismo y misticismo cristiano eran originalmente la misma cosa”. Se puede decir además, que todo verdadero cristiano comienza con una experiencia mística, la experiencia de la conversión y el nuevo nacimiento por la que se le abre la puerta que da acceso a la intimidad de Dios, su amor y redención. En todo cristiano hay una vocación que suele ignorarse, o desgraciadamente, que se trunca, se malogra, se frustra, por falta de sabiduría y maestros espirituales que conduzcan al creyente a ahondar en aquello que para él fue un día lo más hermoso que pudo escuchar: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mi” (Gál. 2:20), pero que con el paso del tiempo se convierte en concesiones al “viejo hombre”, “somos carne, somos débiles”, y se reduce a participación más o menos comprometida en actividades de la iglesia.

Esta gran transformación, este cambio glorioso del que aquí hablamos, es la parte esencial del mensaje de salvación como su corona y cumplimiento. Por eso necesitamos urgentemente tomar conciencia, y hacer que otros hagan lo mismo, que la enseñanza bíblica del plan de Dios para nosotros, su propósito y designio de redención, incluye y consiste en configurar nuestra vida a imagen y semejanza de Jesucristo como meta y fin de nuestro llamamiento y vocación. Esta ambiciosa aspiración habita en lo más hondo y auténtico del ser cristiano, del nuevo ser en Cristo, pero que un día se quedó difuminada en los entresijos de nuestra alma debido a una falta de enseñanza adecuada respecto a la misma. Hay que recuperar “esa infancia del alma proclamada bienaventurada en el Evangelio”, como nos alienta Maurice Zundel. “El misterio de Jesús es un misterio de santidad que no puede ser abordado con provecho más que desde dentro, a la luz de una vida interior consciente de sus propias exigencias […]. Elevar a Jesús al rango de Dios no fue la preocupación de los apóstoles, como algunos críticos han podido pensar. Lo que ocurrió es que su corazón ardió en esa santidad divina y comprendieron que encontrarse con Él era encontrarse con Dios y que el Reino cuyo misterio les proponía era, ante todo, Él en ellos.

Desde este perspectiva, la afirmación “no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”, cobra un significado esperanzador para el cristiano interesado en crecer y madurar en su fe. Se trata de un ideal realizable que comporta una pasión infinita. “Es posible, dese lo profundo del ser, conectar con la Fuente de la Vida. Entonces, la frase tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Fil. 2:5), no es una simple declaración de buenas intenciones, sino la formulación de una experiencia espiritual de san Pablo que le permitió ser uno con Aquel que amó hasta el extremo (Jn. 13:1)”. A esta misma experiencia están llamados todos los cristianos. Tal es su suprema vocación en Cristo (Filp. 3:4). “Reconoce, cristiano —exhortaba León Magno a sus fieles—, tu dignidad, y una vez que has hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a la antigua miseria con una conducta degenerada. No olvides de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado al esplendoroso Reino de Dios (Sermón 21).

En Cristo, Dios se nos muestra como aquel modo de vida que Él desea para toda mujer y hombre de fe. Lo cual no es un deseo a realizar cuando estemos en el cielo, sino un programa de vida a llevar cabo en el momento presente de cada cual. La vida cristiana pierde así ese carácter anodino de una realidad espiritual que sólo se cumple “en el más allá”. Todo lo contrario. La vida ordinaria, repetitiva y a veces irrelevante del cristiano se convierte de repente en una gran aventura de transformación  desde el momento que toma conciencia del supremo llamamiento de Dios en Cristo. Un mundo nuevo se abre delante de él: participar de la naturaleza divina y de su plenitud de amor, que sobrepasa todo cuanto podamos imaginar. “Que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:16-19).

La Iglesia es la avanzadilla del Reino de Dios, las primicias de ese Milenio, o mejor aún, de ese cielo nuevo y tierra nueva que ya comienza a hacerse realidad mediante la proclamación del Evangelio. Es ese lugar especial donde se hace presente “el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Ap. 21:3), donde todo el que tiene sed, Cristo le da “gratuitamente de la fuente del agua de la vida” (v. 4). La ciudad sin templo “porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (v. 22). El pueblo adquirido por Cristo “de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Ap. 5:9; 7:9).

Al final la nada de Cristo ha resultado ser el todo que necesitamos. El mensaje más apremiante para nuestra iglesia, para nuestros jóvenes y mayores; para nosotros mismos. Tenemos por delante un camino amplio y desbordante por explorar. La vida cristiana no se agota en sus primeros pasos, bien entendida nos conduce al proyecto más grandioso jamás imagino, ser Hombres Nuevos a imagen y semejanza del Primer Hombre Nuevo, Jesucristo. En Él se revela y realiza el modelo de la nueva humanidad que constituye la promesa más rica, la exigencia más radical de promoción humana que podamos imaginar.

Somos cristianos porque estamos siempre en contacto vital con Jesucristo, que se actualiza cada día en nuestro corazón gracias a la acción del Espíritu Santo. La existencia cristiana no se agota en la salvación, cuando dejamos que Cristo vaya tomando forma en nosotros nos abrimos a la vida de Dios que es amor. Vale la pena vivir en Cristo, Él es la promesa del hombre nuevo y del mundo nuevo que tenemos el deber y la obligación de anunciar y construir con el poder del espíritu del Resucitado.

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BIBLIA EDICIÓN ESPECIAL

Este año lanzaremos una edición especial de Biblias con el objetivo de exaltar la Palabra de Dios en el marco del Bicentenario y de afectar a la sociedad con los principios y valores de las Escrituras. Esta iniciativa también busca dar a conocer la influencia y presencia de la Palabra de Dios en la historia y sociedad.

La Biblia incluye 24 fotografías de las provincias a todo color. Cada lámina esta acompañada por un versículo de la Biblia. Además, contiene un cuadernillo con artículos relacionados a la historia y cultura del país. 

Adquiérala en las Casas de la Biblia o en su librería cristiana amiga.

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La importancia de traducir la Biblia

Que cada grupo humano pueda entender el mensaje del evangelio en la lengua de su corazón, el idioma en el que piensa y sueña.

La pregunta que muchas veces nos hacen es: ¿Por qué los cristianos se esfuerzan tanto en traducir la Biblia? Después de todo, la traducción de los libros sagrados en algunas religiones representa un problema teológico importante. Cito de Wikipedia:
 
Según teólogos islámicos una Traducción del Corán del árabe en otros idiomas no es posible, porque cada traducción ya incluye una interpretación. Se recomienda la lectura del texto original árabe. Toda traducción es sólo un acercamiento al mensaje coránico, por lo que ningún estudio del Corán puede ser considerado serio si no es un estudio basado en el texto árabe original.
 
Es interesante notar que para algunos que se hacían llamar cristianos, la traducción bíblica tampoco era una buena idea. Uno de los más acérrimos enemigos de Wycliffe escribió:
 
“John Wycliffe ha traducido el evangelio, que Cristo confió al clero y a los doctores de la Iglesia, para que pudieran administrarlo convenientemente a los laicos… Wycliffe lo ha traducido del latín al inglés, que no es precisamente el idioma de los ángeles. Como resultado, lo que antes solo estaba en el conocimiento de estudiados clérigos y de personas de buen entendimiento, ahora se ha convertido en algo corriente y al alcance de los seglares; de hecho, hasta las mujeres pueden leerlo. Como resultado, las perlas del evangelio han sido esparcidas y echadas a los cerdos”.
 
Esto no ocurrió solamente en la Europa de Wycliffe; también impactó en la incipiente colonia española, hoy llamada República Argentina. Así que en 1569, mediante la cédula que establecía la Inquisición en América, Felipe II también decretaba “la censura de las biblias en lenguaje vulgar (o sea, en castellano), al igual que pinturas indecentes y otros libros prohibidos, y en los puertos los comisarios debían examinar que no entrase nada de esto en las colonias. O sea, la Biblia (traducida) estaba dentro de los objetos prohibidos, compartiendo la lista con, por ejemplo, las figuras indecentes.
 
Pero en el mismo año que se establecía la Inquisición, más precisamente el 26 de Septiembre de 1569, salía de la imprenta la traducción bíblica al español realizada por Casiodoro de Reina, que tendría su primera revisión en 1602 por Cipriano de Valera, convirtiéndose en la traducción Reina Valera, la de mayor circulación en el mundo de habla hispana.
 
Es así que los cristianos creemos que la traducción bíblica no es algo que debe ser sólo permitido sino también anhelado, alentado, estimulado. Hay jóvenes que dejan sus potenciales carreras exitosas para internarse en una cultura, aprender una lengua, probablemente crear la gramática, y dejar como resultado la traducción de la Palabra de Dios. Hay familias que se trasladan de un continente a otro, abandonando sus comodidades, con nietos viviendo lejos de los abuelos, para que un pequeño grupo, a veces de unos pocos cientos, tenga la Biblia en el lenguaje de su corazón.
 
¿Por qué?
 
Bueno, podríamos citar muchos motivos para la traducción:
 
• Por un lado, existe una motivación antropológica: proteger y reforzar las culturas y lenguas minoritarias del mundo, que están siendo absorbidas por los idiomas mayoritarios. Como Sociedad Bíblica Argentina podemos dar testimonio del impacto de las traducciones en las comunidades que servimos. Los hermanos wichís no sólo dicen “ahora tenemos la Biblia en nuestro idioma” sino “ahora tenemos nuestro idioma”. Es como si dijeran: “la Palabra de Dios nos dio nuestras propias palabras”. Y esto ha ocurrido no sólo con las lenguas minoritarias, sino también con muchos de los idiomas principales, como el alemán.
 
• Una segunda motivación, podríamos llamarla misionológica: que cada grupo humano pueda entender el mensaje del evangelio en la lengua de su corazón, el idioma en el que piensa y sueña. Había un misionero leyendo la Biblia en castellano a un grupo de personas pertenecientes a una etnia del norte argentino. Y leía el pasaje de Gálatas 5: “Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas… envidias, borracheras…” y no pasaba nada. Enseguida comenzó a leer el mismo pasaje en la lengua de la etnia, y un hombre se levantó expulsado de su asiento diciendo: “¡Pero nosotros hacemos todo eso!”
 
• Hay una tercera motivación, que podríamos encuadrarla como sociológica. Un resultado derivado de la traducción bíblica ha sido eliminar los sentimientos de inferioridad de estas etnias. Rafael Mansilla, cacique Toba Qom y uno de los traductores de la Biblia a su propia lengua, nos comentaba hace unos meses: “Hace 30 años nos daba vergüenza hablar en idioma delante de la gente no indígena, pero ahora estamos muy orgullosos de nuestra lengua. Y esto se produce por la lectura de la Biblia”. Es más, los mismos misioneros que han estado trabajando con ellos nos dicen que a través de la Biblia ellos descubren que Dios no hace acepción de personas, que no son menos valiosos que el blanco que los conquistó, y eso les hace – en muchos casos – levantarse a reclamar sus derechos.
 
Pero sobre todos estos motivos, hay una motivación teológica para la traducción, que es central a nuestra fe. En realidad, la traducción no es sólo un recurso para que todos los pueblos conozcan el evangelio: la traducción es un componente central del evangelio.
 
Un gran historiador del cristianismo escribe lo siguiente: “La fe cristiana se basa un acto divino de traducción: ‘La Palabra (el Verbo) se hizo carne, y habitó entre nosotros’ (Juan 1.14). La encarnación es traducción. Cuando Dios en Cristo es hizo hombre, la divinidad fue traducida a humanidad, como si la humanidad fuese la lengua receptora”.
 
Hebreos 1.3 lo dice claramente: “Él es el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza” (RVA). Y Pablo le escribe a los Colosenses: “Él es la imagen del Dios invisible” (1.15).
 
Es más, es gracias a este acto de traducción que hoy tenemos un evangelio que predicar. Cristo participó de carne y sangre, dice la carta a los Hebreos, y “debía ser en todo semejante a sus hermanos (la lengua receptora), para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Heb. 2.17).
 
Justamente una de las tareas centrales de la Sociedad Bíblica Argentina (como miembro de la fraternidad de las Sociedades Bíblicas Unidas) es que el mensaje de la Biblia pueda llegar a cada persona y etnia de nuestro país en un idioma que pueda entender.
 
Y para esto ha trabajado durante casi 200 años en la traducción de las Escrituras a las distintas lenguas de nuestro pueblo. En muchos de estos casos se trataba de lenguas ágrafas, o sea, que no tenían escritura, lo cual llevó enormes esfuerzos para la creación de alfabetos y reglas de gramática, convirtiendo a la Biblia en el único libro que algunas de estas comunidades poseen. Entre 1881 y 1886 se hizo la traducción al ya extinguido idioma Yahgan, luego al Mocoví, al Pilagá, al Chorote, al Wichí, al Quichua Santiagueño, al Toba del Oeste. Y en los primeros días de Mayo de este año, tendremos el acto de cierre de la traducción de la Biblia completa al Toba Sur (o Toba Qom).
 
Muchos han orado por este ministerio en los últimos 200 años. ¿Te sumarás al ejército de intercesores?
 
 
Ruben A. Del Ré
Director General de la Sociedad Bíblica Argentina

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