Cosmovisión Bíblica

Dios en la ciencia del siglo XXI (Entrega 1)

Dios está resucitando en el pensamiento científico

Cuando el positivismo lógico parecía exhibir argumentos fuertes contra la existencia de Dios, nuevos descubrimientos de la ciencia moderna obligaron a ciertos filósofos a replantearse su posición atea, algo que todavía se deben muchos hombres de ciencia.

 

“Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal. 19:1); “De Jehová es la tierra y su plenitud, el mundo y lo que en él habita, porque Él la fundó…” (Sal. 24:1,2); “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1:1); “Porque en él (Cristo) fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles” (Col 1:16); “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (He 11:3).

Versículos pueden ser leídos en la Biblia pero: ¿No es su contenido simbólico y poético, cargado de filosofía precientífica? ¿Deben tomarse sus sentencias literalmente? ¿No es la fe cristiana irracional? ¿Se puede pensar científicamente sin prescindir de la idea de Dios? Estas preguntas han sido respondidas positiva o negativamente por intelectuales de las distintas ramas del pensamiento filosófico y científico a lo largo de la historia; pero entrado el siglo XX llegó a primar entre ellos la concepción de que el universo y la vida podían explicarse por procesos que excluían la mano de un Dios creador y de una mente inteligente. Por ello, progresivamente la Biblia dejó de ser para la sociedad un libro de sabiduría que declarase las verdades del universo y del ser humano.

 

La Biblia en las corrientes de pensamiento

Que la mente del hombre caído rechaza la idea de Dios como creador y juez es una verdad ya sentenciada en la Biblia (Sal. 14:1), pero lo que ha ocurrido dentro de las congregaciones cristianas desde el siglo de las luces hasta nuestros días es una llamada de atención para el cristiano fiel y firmemente arraigado en la Palabra de Dios. Sucedió que varios estudiosos cristianos y hasta predicadores de la Biblia incorporaron la filosofía racionalista a su lectura y comprensión, entonces todo aquello que narra la Biblia y que no puede ser explicado por la razón humana no debe tomarse literalmente. Fue así que la creación y principio del universo de la nada, la aparición del hombre en la tierra, las diez plagas que cayeron sobre Egipto, la fuerza sobrenatural de Sansón, la concepción virginal de Cristo, su muerte vicaria y su resurrección (entre muchas otras verdades bíblicas) fueron explicadas por fenómenos naturales, espiritualizadas o ignoradas.

Si un predicador reclamaba a sus hermanos volver a presentar toda la Palabra sin eludir ningún aspecto de la revelación, se lo tildaba de fanático u obtuso y se lo aislaba del círculo de “intelectuales” fueran estos cristianos o no (sugiero averiguar cuál fue la experiencia del predicador bautista Charles H. Spurgeon hacia el final de su ministerio).

En nuestros días advertimos que algunos teólogos, pastores y laicos todavía adhieren a esta corriente, por eso sólo utilizan algunas partes de la Biblia como fundamentos éticos y principios sociológicos pero niegan el poder y la autoridad del Espíritu Santo que dirigió la tarea de todos los escritores inspirados y que aún convence al hombre de pecado, de justicia y de juicio.

La evolución de la ciencia

Mientras que el cristianismo híbrido del siglo XX escondía muchas verdades bíblicas bajo la alfombra del mito, la ciencia moderna tomó la delantera. El gran avance del conocimiento científico (que tanto contribuyó al desarrollo y superación de problemas universales) llegó a inundar el espectro del pensamiento que antes ocupaban la filosofía y la religión dando lugar por ejemplo a que biólogos evolucionistas de posición atea se sienten a debatir sobre los motivos que subyacen bajo los conflictos sociales, culturales e internacionales de nuestros días o que neurobiólogos destaquen que los impulsos de la conducta humana se expliquen por las variables biológicas de las estructuras neuronales.

Así vemos que la conciencia humana, el pensamiento conceptual, la racionalidad, la vida autónoma y el epicentro del propio ser (lo que la Biblia llama el corazón y los filósofos el yo) mal pueden ser explicados por una evolución azarosa o una acumulación de nuevos complejos sinápticos. Pero el único argumento que señalan estos voceros de la nueva verdad como origen de estas características propias del ser humano es “un golpe de suerte” (1) o incluso “un milagro”(2).

La autoridad de estos sacerdotes modernos parece derivar de su habilidad para difundir argumentos de la especulación científica asegurando que teorías como la evolución serían “hechos comprobados” sin lugar a discusión, logrando convencer a buena parte de la audiencia lega y medios de divulgación científica. No obstante muchos otros filósofos y hombres de ciencia reputados (no todos teístas o cristianos) consideran que esa teoría no puede explicar la complejidad de la vida en nuestro planeta y dan argumentos racionales de peso muchos de ellos basados en la lógica escéptica (razones que prescinden de la fe).

 

Naturalismo vs Teísmo

Cualquier debate entre estas posiciones se ha tornado en un diálogo de sordos porque los biólogos defensores del naturalismo por definición rechazan toda teoría que incluya la posibilidad de una mente eterna superior a todo lo que existe y que puede ser observado por la ciencia. Cabe aquí recordar una advertencia de Albert Einstein: “El positivismo afirma que lo que no puede ser observado no existe. Esta concepción es científicamente indefendible…equivale a decir que sólo existe lo que observamos, lo cual es evidentemente falso”.

Entonces el foco del debate entre científicos naturalistas y teístas no es tanto el origen del universo ni el desarrollo de la vida sino la existencia o no de Dios. Dice el filósofo contemporáneo Roy A. Varghese “muchos hombres de ciencia se han convertido en los evangelistas ateos de hoy y para ello dirigen su artillería contra los abusos de las grandes religiones mundiales, pero todo exceso y atrocidades de la religión organizada no tienen nada que ver con la existencia o inexistencia de Dios, de la misma forma que una amenaza de guerra nuclear no tiene que ver con si es verdad que E=m.c2”.

 

Volviendo a la Biblia

La revista Time publicó en su portada en abril de 1980 “En una revolución silenciosa en el pensamiento y la argumentación que casi nadie habría previsto hace sólo dos décadas, Dios está retornando. Esto está sucediendo en los selectos círculos de los filósofos académicos”.

Desde entonces y hasta hoy hay mucha información científica que señala la obligación de considerar que una mente eterna y superior está detrás de todo lo que existe. Nos proponemos publicar más adelante las más importantes evidencias para que los creyentes puedan advertir que no está cerrado el debate acerca de la existencia de Dios para los hombres de ciencia. Que sólo un fanático se puede negar a examinar que Dios es la explicación más razonable para el origen, mecanismos de funcionamiento y ajustes finos del universo y la vida.

Pero el creyente tiene algo más para brindar a la sociedad moderna: la Palabra de Dios, con sus sentencias, sus verdades y su trascendencia para el ser humano. Escribió el profeta Isaías: “Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” y agregó Jesús quién fue la mayor y más completa prueba de la existencia de Dios: “Cielo y tierra pasarán, pero mi palabra no pasará”.

Volvamos a la fuente de vida, creamos a la verdad de la Biblia que es todo el consejo de Dios, oremos por aquel prójimo que todavía duda de Su existencia y seamos fieles testigos de Aquel que creó todo lo que existe, quién un día vino a morir en la cruz por nuestra rebeldía e incredulidad y que un día volverá por su pueblo y juzgará a cada hombre según sus obras y sus pensamientos.

(1) Richard Dawkins, The God Delusion. Bantam. Londres 2006

(2) Daniel Dennet, Living on the Edge. Inquiry 1/2. 1993

Alejandra de Montamat

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Mensaje de cierre del Congreso de la Biblia, Ruben Del Ré.

LA BIBLIA, “PALABRA EXTERNA” E INALTERABLE

Lectura bíblica: Hebreos 4:12-13

Tal vez han leído esa famosa frase de Lutero, un buen alemán: “Y mientras yo dormía o bebía la cerveza de Wittenberg junto a mis amigos Philip y Amsdorf, la Palabra debilitaba al papado de forma tan grandiosa que ningún príncipe o emperador consiguió causarles tantas derrotas. Yo nada hice: la Palabra lo hizo todo.”

Uno de los grandes redescubrimientos de la Reforma – en especial de Martín Lutero – fue que la Palabra de Dios llega a nosotros en forma de Libro. En otras palabras, Lutero comprendió este hecho poderoso: Dios preserva su mensaje para el hombre de generación en generación por medio de un Libro, no por medio de un obispo en Roma o la experiencia, el sueño o la revelación de algún nuevo profeta.

Lutero llama a la Biblia la ‘Palabra externa’, para enfatizar que se trata de algo objetivo, fijo, que está fuera de nosotros y, por lo tanto, que no cambia. Lo importante no es tanto lo que Dios “me dice” sino lo que Dios “dice”. Ninguna jerarquía eclesiástica ni ningún profeta iluminado puede reemplazarla o amoldarla. Hay que tomarla o dejarla. Es un libro con letras que están fijadas, con palabras y oraciones.

Este es un elemento sumamente conservador, que debería hacernos pensar. La iglesia encuentra su mensaje en un Libro que fue fijado hace muchos años, y no cambia ni una coma. Y el desafío es transmitir esas verdades fijas, que no cambian, a todas las naciones y culturas, y en todos los tiempos.

Alguien podría argumentar: “Bueno, pero nuestro mensaje es Cristo, no un Libro”. Y eso es verdad. Pero es solamente cuando leemos, estudiamos, meditamos y predicamos este Libro, que podemos tener una visión clara de Jesucristo.

Como escribió John Stott hace varios años: “Hay una sola manera de obtener conceptos claros, verdaderos, elevados de Cristo, y es mediante la Biblia. La Biblia es el prisma que descompone la luz de Jesucristo en sus muchos y hermosos colores. La Biblia es el retrato de Jesucristo”.

Fueron pensamientos como estos los que nos llevaron a proponer tres énfasis principales para este congreso, o, mejor dicho, un solo énfasis en la secuencia lógica de tres proposiciones:

  • Reafirmar la centralidad de las Escrituras en la vida y la misión de la iglesia
  • Reafirmar la centralidad de Cristo en las Escrituras
  • Reafirmar la verdad de que “si Cristo es el centro de las Escrituras, cuando la Biblia está en el centro, Cristo está en el centro.”

Todo lo que hemos escuchado ha ido, de una u otra manera, en esta triple dirección. Por eso, al cerrar este encuentro, en el marco de los 500 años de la Reforma, queremos dejar algunas propuestas y desafíos hacia adelante. No pretenden ser propuestas institucionales y mucho menos personales, sino que surgen del diálogo con pastores, líderes, presidentes denominacionales, creyentes de años, jóvenes universitarios, etc., como así también de los trabajos de investigación que se han presentado:

 

  1. Apartar un tiempo en todos nuestros cultos para la lectura pública de las Escrituras.

Mientras llego, dedícate a leer en público las Escrituras, a animar a los hermanos y a instruirlos (1 Tim. 4:13 DHH).

El joven pastor Timoteo tenía que lidiar con muchos temas en la iglesia de Éfeso, insertada en un verdadero centro de idolatría y opresión espiritual. Sin lugar a dudas, tendría muchísimo trabajo para hacer hacia adentro de la iglesia también, ya que se había infiltrado la falsa enseñanza. Pero Pablo le hace un encargo muy preciso a Timoteo: Mientras llego, dedícate a leer en público las Escrituras, a animar a los hermanos y a instruirlos (1 Tim. 4:13).

Enfrentamos el desafío de reinstalar la lectura pública de las Escrituras en nuestros cultos y en todos nuestros encuentros. Tal vez sea necesario cantar una canción menos o repetirla menos veces, entendiendo que la lectura pública de la Biblia es un componente central de la adoración del pueblo de Dios.

Leer no es difícil: puede hacerlo hasta un niño de primer grado. Pero la lectura de las Escrituras en público debe ser mucho más que una simple lectura de corrido. La lectura pública de la Biblia es la transmisión pública de la voz de Dios, la misma voz que creó el mundo, la que “desgaja las encinas, y desnuda los bosques” (Sal. 29:9), la voz que calma la tempestad y la voz que levanta a los muertos.

¿Podemos asumir el compromiso de hacer de la lectura pública de las Escrituras, un momento imprescindible, intenso y solemne para niños, jóvenes y adultos en todos nuestros cultos?

 

  1. Promover la predicación expositiva de la Biblia: ¿qué dice el texto?

Biblia en altoEl apóstol escribe sus últimas líneas desde la cárcel, listo para ser sacrificado. “Te encarezco (solemnemente) delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra” (2 Tim. 4:1-2).

En estos días hemos tenido varios talleres y plenarias que nos explicaron mejor qué significa “predicar la palabra”. Los que predicamos necesitamos confiar más en el poder del Espíritu Santo y menos en nuestras propias capacidades. Proponemos regresar a la predicación expositiva de la Biblia, pero no tanto como método homilético (aunque es muy bueno), sino como la sencilla práctica de comenzar con la pregunta: “¿Qué dice el texto?”

“La exposición de tus palabras alumbra; hace entender a los simples” (Sal. 119:130).

A veces hemos creado un conflicto entre hacer énfasis en la Palabra o hacer énfasis en el Espíritu. Pero ese conflicto no debe existir porque son inseparables. “La Palabra de Dios es la espada del Espíritu”.

El gran R. A. Torrey, compañero de Moody, escribía hace más de 100 años: “La obra de Dios es llevada a cabo por la Palabra y por el Espíritu, o, mejor dicho, por el Espíritu por medio de la Palabra. El secreto de la vida efectiva es conocer el poder del Espíritu por medio de la Palabra. El secreto del servicio efectivo es usar la Palabra en el poder del Espíritu.”

 

  1. Fomentar la memorización bíblica.

El conocido autor Dallas Willard escribió: “Si yo tuviera que elegir entre todas las disciplinas de la vida espiritual, escogería a la memorización de la Biblia, porque es un camino fundamental para llenar nuestra mente con lo que ella necesita. ‘Este libro de la ley nunca se apartará de tu boca’. ¡Es aquí donde usted la necesita! ¿Cómo podrá ponerla en su boca? Por medio de la memorización”.

  • La memorización de las Escrituras ayudará a nuestros niños a ser transformados a imagen de Cristo. Es cuando miramos a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, que somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor. El proceso de santificación es un proceso de contemplación del Señor. Y miramos a Cristo a través de la Palabra. La memorización de la Biblia nos permite mirar a Jesús más fijamente y verle de una manera más clara.
  • La memorización de las Escrituras ayudará a nuestros adolescentes a obtener victoria diaria sobre el pecado. “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra… En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:9 y 11).
  • La memorización de las Escrituras ayudará a nuestros jóvenes a obtener victoria sobre Satanás, imitando a su Señor, que venció al enemigo con el “Escrito está”. “Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno” (1 Jn. 2:14).
  • La memorización de la Biblia ayudará a los padres a ser personas a quienes Dios contesta las oraciones: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (Juan 15:7).
  • La memorización de las Escrituras nos dará poder para comunicar el evangelio, porque es “la ley de Jehová”, que es perfecta, la que “convierte el alma” (Sal. 19:7).
  • La memorización de las Escrituras permitirá a nuestros mayores, aún en su lecho de dolor, recordar que “Dios es nuestros amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones” (Sal. 46:1).

 

  1. Ayudar a las nuevas generaciones a desarrollar una cosmovisión bíblica.

A no conformarse con meros slogans evangélicos, sino ayudarlos a enfrentar los desafíos de un mundo secularizado y de un sistema educativo que abrazó el naturalismo ateo.

Abraham Kuyper, teólogo y primer ministro de Holanda de principios del siglo XX, dijo esta conocida frase: “No hay un centímetro cuadrado en todo el dominio de nuestra existencia humana sobre el cual Cristo, como soberano sobre todo, no clame ‘¡mío!’”.

¿Podemos asumir el compromiso de ayudar a las nuevas generaciones a entender el mundo y el rol de ellos desde la poderosa Palabra de Dios? ¿Podremos ayudarles a construir puentes entre el sermón del domingo, la oficina del lunes y la universidad del martes? ¿Les daremos las herramientas para cerrar la brecha entre lo sagrado y lo secular?

¿Podremos acompañarles en el arduo proceso de ir más allá del uso devocional y eclesial de la Biblia para pensarla y vivirla en relación con las leyes, la bioética, la economía, la política, las artes, la educación y las problemáticas sociales, constituyéndose en la base de una nueva cultura alternativa?

 

  1. Revitalizar la enseñanza de toda la Escritura en nuestras iglesias.

En los últimos años ha habido un descenso notable en las actividades de enseñanza bíblica en muchas congregaciones. Programas como la “escuela bíblica dominical” han sido discontinuados, pero, lamentablemente en muchos casos, no reemplazados por nuevas propuestas de enseñanza bíblica. En lo que se refiere al programa para niños, a veces hemos puesto demasiado esfuerzo en el entretenimiento (que “no molesten durante el culto”), o en el simple conocimiento intelectual de historias. Otras veces hemos caído en aplicaciones moralizantes de las Escrituras, olvidando que el centro de la Biblia es Dios, no nosotros. La alimentación de los panes y los peces no habla acerca de compartir mi merienda, sino de la capacidad del santo Hijo de Dios de satisfacer todas las necesidades del hombre.

¿Podemos asumir el compromiso de desarrollar programas de enseñanza bíblica para todas las edades? ¿Podemos soñar con familias enteras yendo con gozo a la casa de Dios a aprender sus leyes y testimonios?

 

  1. Incentivar la lectura diaria de las Escrituras en el seno del hogar.

Los puritanos consideraban que el culto familiar era tan fundamental que excluían de comunión a un hombre si no conducía a su familia a la adoración. Ellos pensaban que el culto familiar era la columna vertebral de la sociedad.

Congreso de la Biblia 2017Esta bendita tradición no la hemos enseñado lo suficiente. Tal vez no ha sido la experiencia en nuestros propios hogares. Pero el Señor siempre nos da la oportunidad de comenzar.

Claro que uno podría decir: “Pero estamos en el siglo XXI, no en el XVII, el tiempo de los puritanos”. Es verdad. Los horarios y el ritmo de la vida actual atentan contra estas prácticas, pero podemos encontrar maneras de hacerlo. Y esto es particularmente importante para los nuevos creyentes. Debemos enseñarlo, debemos predicarlo. Podemos imaginar a una madre sola, de aquellas que tanto vemos en nuestras iglesias, luchándola con la vida y su pequeño hijo. ¿Podremos enseñarle a que, cuando llega de ganar el pan, antes de comer los fideos pueda abrir la Biblia y leérsela a su hijo? Surgirán preguntas del niño o del adolescente. Y ella podrá responder: “Mamá no sabe, hijo. Dios es más grande de lo que podemos abarcar. Pero vamos a pedirle al Espíritu Santo que nos enseñe. Y vamos a preguntarle al pastor el domingo.”

Si la Biblia preside la mesa familiar, la iglesia local lo va a notar. Se creará una atmósfera de adoración, de confesión, un clima de comunión, un nivel de conversación y de diálogo que revolucionará a las familias y será un testimonio para los que no conocen al Señor.

 

  1. Manifestar el poder de esa Palabra en la vida pública, sirviendo cada área de nuestras vidas, venciendo el pecado y amando al prójimo de manera práctica y sacrificial.

Hemos querido plantear estos desafíos concretos, en especial los primeros seis, que tienen que ver con el uso de las Escrituras y no tanto con la aplicación de sus enseñanzas. Son desafíos para la iglesia de Cristo en Argentina. Pero como Sociedad Bíblica Argentina, entidad sirviente de las iglesias de Argentina, queremos asumir el compromiso público de ayudar a las iglesias locales en cada uno de estos desafíos, a través de materiales, programas, conferencias, propuestas y eventos. ¡La Biblia en el centro, Cristo en el centro!

Cerramos con palabras del reformador, Martín Lutero: “El mundo arremeterá contra ella, pero en vano. Pues donde están las Escrituras, allí está Dios: ella es suya, es su señal, y si la aceptas, has aceptado a Dios. ¿Qué te parece ese vecino que se llama ‘Dios’? Con Él a tu lado, ¿qué te puede hacer la muerte o el mundo? Es verdad, las Escrituras son tinta, papel y letras. Pero allí hay Uno que dice que estas Escrituras son suyas, y ese Uno es Dios”.

Por eso también pudo escribir las estrofas que cantamos:

Y si demonios mil están prontos a devorarnos,
no temeremos porque Dios sabrá cómo ampararnos.
¡Que muestre su vigor Satán y su furor!
Dañarnos no podrá, pues condenado es ya
por la Palabra santa.

Esa Palabra del Señor, que el mundo no apetece,
por el Espíritu de Dios muy firme permanece.
Nos pueden despojar de bienes, nombre, hogar,
y el cuerpo destruir, mas siempre ha de existir
de Dios el reino eterno.

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“Necesitamos volver al fundamento sólido”, Salvador Dellutri en el Congreso de la Biblia.

Video de apertura

Palabras de apertura

En el marco de las Concierto de Apertura del Congreso Internacional de la Biblia celebrado en la Sala Sinfónica del CCK, el Pastor y ex Presidente de la Sociedad Bíblica Argentina compartió un mensaje con un fuerte énfasis en la necesidad de retornar a la Biblia.

Es auspicioso que a 500 años de la Reforma en el Centro Cultural del Bicentenario se lleve a cabo un Congreso Internacional sobre la Biblia. La Reforma fue un largo proceso que tuvo, además de Lutero, varios actores que no debemos olvidar. Pero la gran protagonista fue la Biblia, la Palabra de Dios. 

¿Cuál es la importancia que tiene hoy la Biblia para que nos ocupemos de ella? La Biblia es el libro fundacional de la cultura occidental. Nuestra concepción del mundo, del hombre y de la historia tienen su origen en las enseñanzas de la Biblia. Nuestros principios éticos, nuestra fe religiosa y nuestra esperanza trascendente emanan de este libro, y es imposible concebir la cultura occidental sin tener en cuenta su influencia.

Tenemos que recordar esto hoy, cuando estamos experimentando profundas mutaciones en las que los cambios tecnológicos y económicos afectan profundamente la vida social y familiar, modifican  nuestras costumbres, alteran nuestro estilo de vida, abren nuevos interrogantes éticos e intentan modificar hasta nuestras concepciones religiosas. Estamos sufriendo mutaciones tan profundas que han entrado en crisis todos nuestros valores.

Durante la modernidad todo fue puesto en tela de juicio y sujeto al veredicto inapelable de la razón, a la que se consideró única fuente de autoridad para establecer principios y valores. Comenzó allí un proceso de secularización y desacralización que desechó la autoridad de Dios y colocó al hombre como medida de todas las cosas.

En los siglos XIX y XX, se cuestionó duramente la validez de la fe, se entronizó el pensamiento autónomo y florecieron las ideologías como religiones laicas a cuyos dogmas hay que adherir sin reservas ni cuestionamientos y como resultado convirtieron al siglo pasado en el más sangriento de la historia. Las cincuenta guerras del siglo veinte, incluyendo las dos guerras mundiales, dejaron un saldo de más de ciento sesenta millones de muertos. A esto hay que sumar los genocidios de Hitler, Stalin y Mao que sumaron casi cien millones de muertos más.

Esto fue el detonante que dio por tierra con el optimismo humanista y desencadenó un proceso nihilista, donde los valores supremos perdieron su valor y nos quedamos huérfanos de metas y respuestas.

El hombre entró en agonía, se consideró un ser intrascendente, confrontado permanentemente con la muerte, cuya existencia, según la definición de Sartre era “una pasión inútil”.

La  actual crisis de valores es consecuencia de haber sucumbido al espíritu del humanismo que descalificó a la Biblia, la rechazó como fundamento ético y prefirió lanzarse a la aventura de fabricar una ética situacional que ignorara los Diez Mandamientos dados por Moisés y las enseñanzas de Jesús en el Sermón de la Montaña, sin haberlos analizado ni comprendido.

Porque el humanismo que siempre criticó, y con razón, los fanatismos y fundamentalismos cristianos del pasado, ha generado fanatismos y fundamentalismos que perduran hasta el presente y envenenan a la sociedad.

¿Dónde está la Biblia en nuestro país? Fuera de los templos, aparece como un elemento decorativo para que alguien, que no la ha leído ni está dispuesto a practicar la ética judeo cristiana, la use poniendo la mano encima para jurar en vano fidelidad a Dios y a la Patria.

La Biblia no es un libro para ser leído. Es un libro para ser vivido. En sus páginas encontramos la respuesta espiritual a los problemas existenciales del ser humano. A la luz de la Biblia nació la cultura más dinámica que conocieron los siglos y se gestaron  obras maravillosas que enriquecen a toda la humanidad.

Miguel Ángel, Juan Sebastián Bach, Federico Haendel, Dante Alighieri, Pedro Pablo Rubens, Alberto Durero, Rembrandt, Marc Chagal, Fiodor Dostoyevski, por mencionar solo a algunos, se inspiraron para su actividad creadora en las páginas de la Biblia.

Salvador DellutriEn este Congreso venimos a levantar la Biblia, las Sagradas Escrituras, en un país particularmente bendecido por Dios que tuvo un pasado de grandeza, pero hoy está abrumado por los altos niveles de pobreza, miseria y corrupción. Lo hacemos en el momento histórico en que la confusión ética, que viene presidiendo la escena mundial desde hace largo tiempo, está mostrando sus resultados.

 

Porque no podemos engañarnos: las crisis sociales, políticas y económicas que hemos vivido y vivimos son el resultado de una profunda confusión moral y espiritual. Son consecuencia de ese extravío los funcionarios corruptos, los políticos demagogos, el periodismo mercenario, la decadencia de la educación, la degradación de los medios de comunicación y hasta el empobrecimiento del lenguaje.

Esa profunda confusión nos hizo perder solidez y nos hemos convertido en una sociedad permeable en la que penetran con facilidad todo tipo de ideas disparatadas, practicas morales destructivas o manifestaciones enfermizas de fe. Una sociedad peligrosamente abierta a todas las propuestas,  que no ofrece la más mínima resistencia, porque la confusión ética destruyó su capacidad de análisis y su sentido crítico.

Levantar la Biblia es apuntar directamente al corazón de la crisis. El origen de todos los problemas humanos se encuentra en el corazón del hombre, porque es allí de donde salen las calamidades.  Nuestro Señor Jesucristo señalaba: Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre.

La Palabra de Dios habla al corazón de cada hombre y su mensaje le muestra el camino del cambio y la purificación, para que pueda ser una influencia benéfica dentro de la comunidad.

Pero también la Palabra de Dios constituye el cimiento sólido sobre el cual edificar una sociedad sana. Sin un fundamento consistente la sociedad está sujeta a los caprichos y las modas, y vive en un vértigo de cambios permanentes que no llevan a ninguna parte. Cuando  la Palabra de Dios ejerce su influencia en el corazón de los individuos y la sociedad, caen todas las idolatrías.

Nuestro país necesita un cambio moral. No cometamos el error de los pueblos decadentes cayendo en el relativismo. La teoría de la relatividad que Einstein circunscribió a la física no la traslademos al campo moral.  Los que desechan los absolutos se entregan atados de pies y manos al pensamiento débil. Reemplazan la Verdad con mayúscula con un sinfín de “verdades” antagónicas.

La Verdad no puede fragmentarse, no pueden coexistir verdades contradictorias, es absurdo pensar que cada uno puede tener su verdad y resignar la búsqueda de la verdad absoluta.  No podemos ni debemos negarnos a la confrontación esclarecedora, que es el motor del pensamiento. Pero no podemos ignorar el principio elemental que dice que “si una cosa es verdad, lo contrario no lo es”.

Abramos las páginas del Libro Sagrado, y escuchemos nuevamente las palabras de nuestro Señor cuando respondiendo a los corazones confundidos, se presenta como el Absoluto de Dios, y dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Esta aceptación de Jesucristo como la Verdad de Dios, como la Verdad absoluta, es el camino que nos lleva a la verdadera libertad. Él mismo dijo: Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres.

Nuestra sociedad tiene un concepto pobre y frívolo de la libertad. Ese don precioso, que nos diferencia de las demás criaturas de la naturaleza, se utiliza para la degradación y la bestialización del hombre.

Lo que debería ser aire respirable se transformó en una atmósfera enrarecida y contaminada que diluye los valores y ahoga las virtudes. Con todo desparpajo se exhibe al hombre esclavo de sus instintos y sometido a sus vicios como un ejemplo de libertad.

Necesitamos volver al fundamento sólido, a la libertad que eleva y dignifica al hombre, a la libertad que enriquece y es camino de realización.

Quiero terminar con una confesión de fe. No usaré mis palabras, sino las de un escritor argentino, Leopoldo Marechal, que al final de su escueta autobiografía dice: Yo confieso que solo estoy comprometido con el Evangelio de Jesucristo, cuya aplicación resolvería por otra parte, todos los problemas económicos y sociales, físico y metafísicos que hoy padecen los hombres.

Estoy seguro que muchos de los presentes comulgan con estas palabras y aspiran, como yo, que este Congreso de la Biblia sea para bien de nuestra Patria y para la Gloria de Dios.

Pastor Salvador Dellutri,
Ex Presidente Sociedad Bíblica Argentina

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Comunidad misional

Por Timothy Keller

Muchas Iglesias evangélicas funcionan asumiendo que el mundo que les rodea está formado por personas tradicionalistas y conservadoras que creen en Dios, en absolutos morales, que quizás también respetan la Biblia y que hasta puede ser que crean en recompensas o castigo eterno. Como la gente está armada de la mentalidad y moralidad básicas de la cosmovisión Cristiana, su necesidad primordial es la de ser llamadas a una decisión y compromiso personal. La mayoría de los programas evangelísticos asumen que no hay una enorme brecha entre las creencias y el comportamiento de la gente de “adentro” de la iglesia y la de “afuera”, y que los no creyentes o nuevos creyentes se sentirán como en casa una vez que entren a formar parte de la congregación. Estos programas evangelísticos proveen un repaso bastante breve y simple de teología Cristiana básica (hay un Dios, todos pecamos, Jesús murió por nuestros pecados, tienes que creer). La sencillez de la presentación presume que los oyentes tienen la misma comprensión esencial de las palabras “Dios” y “pecado” del comunicador.

¿Qué sucedería si todas estas suposiciones fueran falsas? ¿Qué pasaría si – como sucede con la mayor parte de Occidente – la vasta mayoría de la gente de afuera de la iglesia viviera con una visión de la vida radicalmente diferente, y esto hiciera que la vida dentro de la comunidad Cristiana sea inexplicable o completamente ofensiva para ellos? ¿Qué ocurriría si la mayor parte de la gente de afuera de la iglesia tuviese una comprensión totalmente diferente de los conceptos de: Dios, verdad, justicia/virtud/bondad, y pecado? ¿Qué pasaría si, además de esto, sus enfoques de la realidad, de la naturaleza humana, del destino y de la humanidad fueran totalmente diferentes?

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El evangelio en tres dimensiones

Por Richard Smith PHD

Introducción
Hoy en día podemos comprar libros como Computers for Dummies (Computadoras para Manequíes) y The Complete Idiot’s Guide To Understanding Islam (Guía del Completo Idiota para entender el Islam). (Tengo un volumen titulado Philosophy Made Simple [Filosofía Simplificada], que es una contradicción, con seguridad.) Y, podemos comprar otros volúmenes de este tipo sobre muchos otros temas. De hecho, a veces, es útil para presentar un concepto tan simple como sea posible. Por esta razón, este artículo podría ser llamado “El Evangelio para Manequíes” o, tal vez, “El Evangelio Simplificado” (aunque no simplista).

En 1Tesalonicenses 1:9-10, tenemos un bosquejo del sermón de Pablo para comunicar el evangelio. En estos versículos, encontramos la manera de llegar a ser cristiano y cómo seguir siendo cristiano. Y, si podemos recordar tres palabras (cambiar, servir, esperar), además de su contexto y el significado teológico, entonces vamos a tener un buen comienzo en el aprendizaje de cómo comunicar el evangelio con claridad.

Aquí hay algo más a tener en cuenta. En los últimos años, muchos han criticado el evangelismo por su enfoque homocéntrico. Algunos han criticado a los evangélicos por la aceptación ingenua de la modernidad y el consumismo. Otros censuran la debilidad de la eclesiología en las iglesias evangélicas. Y otros recriminan a los evangélicos por practicar un evangelio de éxito, en lugar de proclamar una visión escatológica y cósmica. En 1 Tesalonicenses 1:9-10, afortunadamente, Pablo hizo un resumen del evangelio en tres dimensiones: la personal (individuo), la iglesia (corporativa) y cósmica (escatológica).

Resumen del Evangelio
Como sugerí. 1 Tesalonicenses 1:9-10 ofrece una pasarela temática para entender el Nuevo Testamento del Evangelio y un excelente resumen del mensaje de Pablo. Escribió sobre los Tesalonicenses: “Ustedes se convirtieron de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera.” A partir de la segunda mitad del versículo 9, el pasaje se compone de un sujeto, tres verbos principales y cinco cláusulas explicativas. Estructuralmente , el texto se puede ilustrar de esta manera :

Ustedes: (se) convirtieron a Dios dejando los ídolos
          (para) servir             al Dios vivo y verdadero
          (para) esperar a             su Hijo de los cielos
                  al cual resucitó de entre los muertos
                  Jesús, quien nos libra de la ira venidera

El pasaje también se puede mostrar en un formato poético que se refiere al pasado , presente y futuro :

Pasado se convirtieron a Dios dejando los ídolos
Presente para servir al Dios vivo y verdadero
Futuro esperar a su Hijo de los cielos ,

al cual resucitó de los muertos, a Jesús,

quien nos libra de la ira venidera .

Ustedes
El sujeto de la frase, “ustedes” se refiere principalmente a ex Tesalonicenses paganos. En el contexto de este versículo, podemos identificar a los sujetos como idólatras, en quienes mora la ira de Dios. El testimonio de las dos cartas a los Tesalonicenses revela la mentalidad anterior y estilo de vida de estos conversos. Habían sido perseguidores de los cristianos (1Ts.  2:14), fornicarios e impuros (4:3, 5, 7). Fueron esclavizados en la oscuridad espiritual (5:5-6), porque ellos “no conocían a Dios y no obedecían el evangelio” (2 Ts. 1:8). Eran “hombres malos y perversos”, y faltos de fe (3:2). El presente informe ha sido verificado por la descripción que hace Pablo del ambiente hostil que los nuevos creyentes arrepentidos idólatras enfrentan: “Ustedes recibieron la palabra con mucha tribulación” (1Tes. 1:6; 3:3; 2 Tes. 1:4, 6) y. “mucho conflicto ” (2:2.) Al igual que Pablo, que “sufrió las mismas cosas que [sus] propios compatriotas” (2:14; 2 Tes. 1:5).

Convertidos
El primer verbo, “convertido”, significa cambiar en un sentido moral y religioso. Apunta a un cambio en las creencias y la orientación espiritual. Los estudiosos clasifican que el verbo en el dominio semántico incluye el “arrepentirse” y “nacer de nuevo”. En otras palabras, al mismo tiempo, indica el arrepentimiento y la conversión. Este matiz se indica claramente en el versículo 9 por el uso de las dos siguientes frases preposicionales: “se convirtieron” “a Dios” y “de los ídolos.”

¿Por qué cambiar? La respuesta se sugiere en el texto, a través de la utilización de los dos infinitivos, “servir” y “esperar”. Dichos infinitivos pueden indicar efectos, como si dijera: “a fin de” la acción del pasaje puede ser parafraseada como: “Cambiaron [arrepentidos o convertidos] con el fin de servir a Dios y esperar a su Hijo, que nos rescata de la ira venidera”.  Los que no se arrepienten y no sirven al Hijo o esperan su liberación se mantienen “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:12). En resumen, con el fin de asegurar la bendición de la liberación de la ira escatológica de Dios, los tesalonicenses tenían que renunciar a la idolatría.

Ídolos
Observe los adjetivos gemelos unidos al sustantivo “Dios”–“vivo” y “verdadero”. El adjetivo “verdadero” combina los aspectos de real y confiable frente a la naturaleza ilusoria, infiel y falsa de los ídolos. El adjetivo “vivo” indica tanto “vivo” como “activo” frente a los ídolos, que están muertos y son impotentes. Pablo y el Nuevo Testamento, en términos más generales, comparten la comprensión del Antiguo Testamento de ídolos sin vida, representaciones inútiles, vacías, falsas, vergonzosas, malas y perjudiciales de la deidad. Considere las siguientes citas del Antiguo Testamento acerca de la vanidad de los ídolos: “dioses de madera y piedra, obra de manos de hombre, que ni ven, ni oyen, ni comen, ni huelen” (Deut. 4:28) y “un dios que no puede salvar” (Is. 45:20b). Jeremías 10:5 dice: “Los ídolos de ellos son como espantapájaros en un campo de pepino, y no pueden hablar, tienen que ser transportados, porque no pueden andar. “¡No tengáis miedo de ellos, porque ni pueden hacer mal, ni está en ellos hacer el bien”! Sin embargo, los ídolos son también espiritualmente destructivos debido a los poderes demoníacos detrás de ellos (Mateo 12:28; 1Corintios 10:20). En las palabras del Salmo 115:8: “Los que los hacen serán como ellos, y todos los que confían en ellos. “

Además, la Biblia declara que existe conflicto perpetuo entre Dios y todos los aspirantes a ser imitadores divinos. Pablo escribió: “¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos?” (2Corintios 6:16). Jesús describió esta tensión en términos claros con respecto a Mammón -dinero- (Mateo 6:24). La siguiente representación temática de este versículo revela las dimensiones antitéticas y antagónicas de la idolatría:

 

Nadie puede servir a dos señores
Porque aborrecerá al uno
y amará al otro
o estimará al uno
y menospreciará al otro.
No podéis servir a Dios ya las riquezas (Mam
n).

Observe los diversos paralelismos y contrastes. La primera y la última oración son indicativas. Jesús afirma un hecho simple que debería ser obvio para todos: del mismo modo que no podemos servir a dos amos humanos, no somos capaces de adorar a dos señores divinos. La imposibilidad de servidumbre dual es evidente por sí misma, ya que es imposible servir a Dios y a Mamón (ídolos). El sujeto “nadie”, revela el carácter universal del dilema e incluye a todos en la imposibilidad. Esto implica que cada persona debe servir a uno o al otro, pero no a ambos. No hay terreno neutral en el que huir en relación idolatría.

El vocabulario de las otras frases demuestra, aún más, este hecho. “Servir” en este contexto significa “ser un esclavo”. Los esclavos eran muy conscientes de que pertenecían a otro. Esta relación exige dependencia absoluta, el compromiso es total y exclusivo. En virtud de sus posiciones, los “amos”, también eran la autoridad indiscutible y definitiva en la vida de sus esclavos. “Servir a Dios”, por lo tanto, significa amar a Dios. Del mismo modo, “odiar” fue, igualmente, absoluto y totalitario. El odio indica una aversión u hostilidad hacia una persona. “Dedicado a” y “despreciar”, indican opuestos irreconciliables. “Dedicado a” significa “aferrarse a”, “unir” o idiomáticamente “para pegarse, uno mismo, a” y “ser uno con”. “Desprecian” indica un sentimiento de desprecio y desdén, por el que se consideraba otro valor. Así, amar y servir a Mamn (ídolos) significa el odio a Dios y amar y servir a Dios quiere decir odiar a los ídolos (Mamn).

En efecto, como este pasaje indica el arrepentimiento de la idolatría, es central en el evangelio. Los ídolos son de todas las formas y tamaños adecuados para el individuo y el grupo. En un nivel microcósmico, la idolatría se manifiesta en forma de dioses sustitutos: relaciones, metas, actividades y estilos de vida que demandan nuestra atención, afecto, tiempo y dinero, además de Dios y su ley. Individualmente, la idolatría consiste en la construcción de la identidad y estilo de vida sin Dios como una imitación errónea (imágenes de Satanás en lugar de Dios). De hecho, en su raíz, la idolatría es el pecado de la auto- deificación, que aspira a ser “como Dios” (Gen 3:5). A nivel macroscópico, los dioses falsos y evangelios aparecen en forma de religiones alternativas, cosmovisiones e ideologías. Las formas pueden ser explícitamente religiosa (el Islam, la Nueva Era, el hinduismo), ideológicamente secular (el comunismo, el nacionalsocialismo, el Japón imperial, el norcoreano Juche), o implícitamente religiosa (el consumismo, el fanatismo deportivo, la realización personal, el amor romántico, género). Por todas estas razones, Pablo resume el evangelio de tres dimensiones en términos de arrepentimiento de los falsos dioses, comunidades destructivas y religiones alternativas: “Se convirtieron a Dios dejando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, a quien levantó de entre los muertos, Jesús, quien nos libra de la ira venidera.”
Servir
El segundo verbo, “servir”, se puede definir como “servicio de amor”, “servir a las demandas de los otros”, “estar bajo el control de alguna influencia”, y “ser un esclavo”. Como vimos en nuestro análisis de Mateo 6:24, Jesús declaró anteriormente que el servicio a Dios significa “servidumbre”, que implica la dependencia absoluta, el compromiso total y exclusividad. De hecho, en una etapa muy temprana del desarrollo de la iglesia, el libro de los Hechos reporta lo siguiente: “Fue en Antioquía donde a los discípulos se les llamó ‘cristianos’ por primera vez” (Hch. 11:26). El término, cristianos, significa “adherentes (o seguidores) de Cristo”. Originalmente, era algo así como una descripción negativa, pues el nombre “Cristo” más la adición latina “ianós” indicaba: “los esclavos de Cristo”. Sin embargo, así como el Nuevo Testamento invirtió el significado negativo de la “cruz”, la iglesia primitiva redefinió la esclavitud a Cristo en términos positivos. Y así, los primeros cristianos, a menudo, se referían alegremente a ellos mismos como “esclavos” y “siervos de Cristo”.

Los esclavos de Cristo también son “siervos los unos de los otros”. Se instruye así a los cristianos: “Más bien sírvanse unos a otros con amor” (Gál. 5:13). Pablo (Rom. 12:7) y Pedro enseñaron que Dios concede dones espirituales a la iglesia para el servicio: “Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido, administrando fielmente la gracia de Dios en sus diversas formas” (1 Ped. 4:10). Se llamó a Febe como “ayudante de la iglesia” (Ro. 16:1) y se afirmó que Epafras era “nuestro querido colaborador y fiel servidor de Cristo para el bien de ustedes” (Col. 1:7). Del mismo modo, Pablo elogió que Timoteo manifestara su “entereza de carácter” porque “ha servido conmigo en la obra del evangelio” (Fil. 2:22).

Esperar
El tercer verbo, “esperar”, significa permanecer en un estado de esperanza en relación con un acontecimiento futuro, “esperar”, “esperar a”, o “esperar hasta”. Dependiendo del contexto, el verbo puede ser matizado como “expectativa sostenida” o incluso “sufrimiento expectante”. Está claro que el término implica un significado escatológico. El contexto del versículo 10 hace esto obvio, ya que “esperamos desde los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera.”

Es profundo, también, reflexionar sobre los diversos aspectos de nuestra espera escatológica dentro del contexto más amplio del Nuevo Testamento. No sólo la liberación de la futura ira divina, la expectativa futura del creyente incluye “la resurrección” (Hechos 24:15), “la adopción como hijos” (Rom. 8:23), el “espíritu de justicia” (Gál. 5:5), “Jesucristo manifestándose” (1 Co. 1:7), “la vida eterna” (Judas 1:21), “la ciudadanía en los cielos” (Filipenses 3:20), “el reino” (Marcos 15:43), y “Cristo trayendo la salvación” (Hebreos 9:28). Estamos a la espera de Jesucristo, “hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies” (Hebreos 10:13). Estamos “esperando nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la justicia ” (2Pedro 3:13). Además, el Nuevo Testamento asocia nuestra espera con “esperanza” por la “resurrección de los muertos” (Hechos 23:6), “gloria de Dios” (Romanos 5:2), “riqueza de su gloriosa herencia” (Ef. 1:8), “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col. 1:27), una “corona” (1Ts. 2:19 ), “el Dios viviente” (1Timoteo 4:10), “la vida eterna” (Tito 1:2), y “la gracia” (1Pedro 1:13).

Evangelio En Tres Dimensiones
Es interesante que 1  Tesalonicenses 1:9-10 implica, además, tres dimensiones del Evangelio:

Personal e Individual Usted (personalmente) a su vez, servir y esperar.
Corporativo y eclesiológica Ustedes servir a Dios y a los demás.
Cósmica y escatológica Ustedes (juntos) esperan a los “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia”.

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Nuestra salvación personal e individual (mi relato) es fundamental, básica, y gloriosa. Pero el evangelio no se trata sólo de nosotros. Nuestra redención personal del pecado y de Satanás es necesaria y magnífica. Y, nuestra reconciliación individual con Dios y con los demás es restauradora y preciosa. Sin embargo, estas bendiciones no son el final de la historia, porque no somos redimidos por nosotros solos. De hecho, nuestras historias individuales se definen por la iglesia, la comunidad redimida de Dios (nuestro relato). No servimos y adoramos a Dios en el aislamiento o la autonomía. Nuestras identidades y destinos están determinados por la misión de Dios en el mundo a través del cuerpo de Cristo. Y, lo más importante, nuestras historias de redención y la historia de la misión de la iglesia están definidas, en última instancia, por lo eterno y cósmico, la misión trinitaria del Padre, Hijo y Espíritu Santo (su relato).

Para decirlo de otra manera, en cuanto a esta porción del pasaje, el fruto del arrepentimiento es en tres dimensiones. En el nivel de servicio personal significa ser un discípulo, seguidor o adorador de Jesús Cristo. Dentro de la dimensión eclesiológica, servir significa, simplemente, amarse unos a otros. En palabras de Gálatas 5:13, cristianos “servíos por amor los unos a los otros”.  A nivel cósmico, servimos al Dios vivo y verdadero, al evangelio, así como a la misión de Dios en el mundo. Por esta razón, Pablo se identificó indistintamente como un “siervo de Dios” (Tit. 1:1), “siervo de Cristo Jesús” (Romanos 1:1), “siervo de este evangelio” (Gálatas 3:7; Col. 1:23), y un “siervo de la comisión que Dios me dio para presentar a ustedes la Palabra de Dios” (Col 1:25).

Del mismo modo, Tito 2:11-14 resume las tres dimensiones del evangelio (personal, eclesiológica y escatológica) con referencia a la misión de Dios:

“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos una vida libre, justa y piadosamente en este siglo [personal], a la espera de la feliz esperanza y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo[cósmica], que se entregó por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras [la iglesia].”

Así que los conversos en Tesalónica se habían convertido (“renunciado a la impiedad”), servido (“celosos de buenas obras”), y esperaban (“la esperanza bienaventurada”). Esto significó la transformación en tres ámbitos:

 

Arrepentimiento personal de un estilo de vida pagano: el hedonismo, la inmoralidad y la idolatría
Arrepentimiento colectivo de una identidad cultural basada en la participación de las comunidades paganas (espiritual y cívica), así como dependencia económica de patronazgo y Pax Romana
Arrepentimiento Cósmico de cosmovisiones paganas y falsas religiosidades

El Evangelio de tres dimensiones, por lo tanto, puede resumirse con referencia a este pasaje o también con referencia al punto de vista bíblico más amplio. En un principio, debido a su gran amor y gloria, Dios creó un entorno físico en el que el tabernáculo estaba con la corona de la creación, la humanidad. La gran recompensa y la meta de la humanidad es la presencia de Dios mismo. Desde la entrada del pecado, toda la obra de Dios es redentora y re – creativa con ese fin: para hacernos santos, para que podamos vivir con Él para siempre en un ambiente sagrado. La encarnación, ministerio, muerte y resurrección de Jesucristo permiten que este plan tenga éxito, porque Jesús terminará la obra que Adán e Israel no hicieron. El director del proyecto, por así decirlo, es el Espíritu Santo, que dará lugar a la “renovación de todas las cosas” (Mateo 19:28) en “nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia”, para usar las palabras de 2 Pedro 3:13. En pocas palabras, Dios está en el proceso de poblar su iglesia y un día él morará con nosotros para siempre en Su reino, Su nuevo tabernáculo, toda la tierra y la creación renovada – para su gloria y nuestra bendición eterna.

Evangelios Alternativos
Dentro del ambiente espiritual dominado por el pecado y Satanás (Efesios 2:1-3), sin embargo, la antítesis de las tres dimensiones del Evangelio (personal, iglesia, cósmico) se manifiesta como una trinidad idólatra de los falsos dioses, las comunidades de sustitución, y evangelios alternativos:

Mi Relato es todo sobre mí: la auto- deificación, la autonomía personal y la realización personal.
Nuestro Relato trata de mi familia, raza, clan, cuadrilla, equipo, clase social, o de la nación.
Su Relato es todo sobre mi religión, mito, cosmovisión e ideología.

Los destinatarios de la carta de Pablo en Tesalónica habían sido redimidos de esta trinidad idólatra. De acuerdo a Colosenses 1:13-14, “Él nos ha librado de la potestad de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención, el perdón de los pecados”. En el nivel eclesiológico, se convirtieron en miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia, cuya misión es comunicar la buena noticia por toda la tierra. De esta manera, participaron en la misión de Dios a través de la recreación de la comunidad redimida. Porque, según Efesios 3:10, el plan de Dios se cumple por medio de la iglesia: “A través de la iglesia sea ahora dada a conocer la multiforme sabiduría de Dios a los principados y potestades en los lugares celestiales”. A nivel cósmico, los Tesalonicenses descubrieron que “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). Ellos se incorporaron en el plan de Dios de redención, su “nueva creación”, que comenzó en Génesis y que se cumplirá en el Apocalipsis. En ese “nuevo cielo y una nueva tierra” (Ap. 21:1) en el que recibirán una “herencia eterna” (Heb 9:15) y una nueva “ciudadanía” (Filipenses 3:20) en una nueva civilización, centrada en Dios (Ap. 21-22) .


Conclusión
A pesar de que nuestra salvación personal es gloriosa, el evangelio no se trata sólo de nosotros individualmente. No servimos y adoramos a Dios en forma aislada. Nuestro evangelio no es homocéntrico, porque no somos redimidos por nosotros solos. De hecho, nuestras historias individuales se definen por la iglesia y nuestros destinos están determinados por la misión de Dios en el mundo, a través del cuerpo de Cristo. Y, la misión de la Iglesia se define, en última instancia, por la misión eterna del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

1 Tesalonicenses 1:9-10 nos dice cómo llegar a ser cristiano y, a su vez, de  cómo dejar la idolatría para entrar en relación con el Dios vivo y verdadero. Nos dice, también, que la vida cristiana tiene que ver con el servicio a Dios y a los demás. Los discípulos de Jesucristo también esperan y oran: “Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6:10).


El evangelio cristiano es simple, pero no es simplista. Es más que un remedio para el pecado personal y las relaciones rotas. No es una fórmula para una vida exitosa o la prosperidad. El evangelio es, más bien, una visión del mundo, un manifiesto para una nueva civilización escatológica. Se trata de un nuevo Edén, el paraíso restaurado, y el tabernáculo eterno de Dios en la tierra. Para usar términos bíblicos, el evangelio se refiere a la aparición de una “nueva creación”, el “reino de Dios” y los “nuevos cielos y nueva tierra en los que mora la justicia”.

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Nueva vida en Cristo. El todo y nada del mensaje evangélico

Por Alfonso Ropero

“A muchos cristianos les da la impresión de que viven en una religión pobre, mezquina, legalista. Jamás han experimentado como San Pablo ese balbuceo del hombre deslumbrado por la magnificencia del plan de salvación, ¿y cómo podrían experimentarlo, si nunca ha desplegado un predicador ante ellos los esplendores del misterio cristiano, si nadie les ha presentado a Cristo como el hogar vivo de toda la historia de la salvación y como centro de unidad de todos los misterios? ¿Y cómo podría hacer esto el predicador, si no ha llegado a percibir él mismo, por medio de un estudio atento y prolongado, esos vínculos múltiples que relacionan a los misterios entre sí; si él mismo no ha sentido alguna vez vértigo ante la magnificencia de la poética divina? La ciencia teológica será la que le haga ver cómo el misterio se diversifica y se ordena en un todo único, gracias a unos cuantos misterios centrales (Trinidad, Encarnación, Gracia) que desempeñan el papel de articulaciones”.

René Latourelle

· Introducción

· Pecado de origen

· Jesucristo, nada y todo

· Conversión y nuevo nacimiento

· Nueva creación, nuevo ser

· Lo nuevo del Evangelio

· Creación y redención

· La gran ausencia

· En Cristo

· El segundo Adán, restauración de la imagen divina

· El Espíritu Santo, arras de la nueva creación

· La mística de la unión con Cristo

· La gran transformación

Introducción

Sin darnos cuenta, y aunque estoy simplificando mucho, caemos en una visión reduccionista del Evangelio, mediante la cual convertimos la predicación del Evangelio, que es el anuncio del Reino de Dios, en pura soteriología, como si la misión del predicador consistiera en expedir pasaportes para el cielo a cambio de una palabra de fe.

Así como los católicos tienen dificultades en utilizar la palabra “conversión” como una experiencia de encuentro con Cristo, por miedo a caer en lo que ellos llaman “emocionalismo avivamentista”, nosotros evitamos por todos los medios el concepto de “ser hechos justos”, por miedo a caer en una especie de doctrina de salvación por obras. Cada cual tiene sus prejuicios y sus miedos.

El problema es que los prejuicios y los miedos nos impiden aprovecharnos de toda la riqueza que el Evangelio pone a nuestra disposición. El miedo nunca es buen consejero, en ninguna situación.

Pecado de origen

Como protestantes tenemos dos pecados. Uno, el pecado original, heredado de nuestro común padre Adán, y otro, el pecado de origen, heredado de nuestros padres en la fe. El primero fue expiado en la Cruz de Cristo, el segundo, lo estamos expiando en nuestra vida.

Desde los días de la Reforma, y en polémica con Roma, los evangélicos proclamamos que somos salvos por la justicia de Cristo, no por nuestra propia justicia. Esto es cierto bíblicamente. Para evitar cualquier atisbo de salvación por méritos, los reformadores gustaban de referirse a la justicia extra nos, fuera de nosotros, como la fe que nos justifica delante de Dios, para distinguirla de la justicia intra nos, dentro de nosotros, que nos hace realmente justos. Los reformadores decían que la justicia de Dios no nos hace justos, seguimos siendo pecadores a la vez que salvos y santos, sino que nos declara justos, gracias la imputación de la justicia de Cristo, no a que se nos imparta una justicia que nos haga pensar que podemos salvarnos a nosotros mismos conjuntamente con la gracia de Cristo.

Desde el principio, la experiencia cristiana reformada se centró en el sentimiento de saberse salvo por gracia, mediante la fe, sin obras de nuestra parte, rechazando cualquier tipo de religiosidad o misticismo que hiciera pensar en una especie de cooperación entre Dios y el creyente.

A la larga, pasada la tremenda y gratificante experiencia de saberse y sentirse salvo por la fe, se produjo un cierto empobrecimiento de la vida cristiana, pues es un hecho que el tiempo juega contra la experiencia religiosa. Para remediar esos estados de apatía espiritual y de sensación de agotamiento religioso, a lo largo de la historia del cristianismo evangélico se ha producido un fenómeno recurrente al que solemos llamar “avivamiento” o “despertar” religioso, y de movimientos del estilo de “entrega absoluta”, “vida superior” o “vida victoriosa”. He notado que tanto en España como en las distintas naciones americanas, existe un gran número de creyentes, jóvenes y maduros, con un grado alto de insatisfacción. Creyentes que se sienten cansados, desalentados debido a la pobreza de la enseñanza o de la nutrición espiritual que se ofrece desde los púlpitos. Siguen en las iglesias por un sentimiento de lealtad o con la esperanza de cambien las cosas, pero no se sabe hasta cuándo permanecerán, o caerán en manos de grupos que ofrecen experiencias religiosas más profundas y dinámicas, o simplemente, diferentes. Todos sabemos que hay un trasiego continuo, un ir de venir de creyentes por distintas iglesias, buscando aquello que sienten que les falta en su vida.

También nosotros como pastores a veces nos sentimos cansados, y no sólo por los problemas y dificultades propios del ministerio, sino por un sentido de agotamiento, de tocar fondo de lo que esperamos sacar de la fe, como si la fe ya no tuviera nada que ofrecernos en cuando a novedad de vida y experiencia religiosa.

Confesemos humildemente que la teología pastoral y espiritual no es nuestro fuerte. La mayoría de nuestros esfuerzos se centran en la misión y en la evangelización, descuidando lamentablemente a los que ya son creyentes, como si después de haberse decidido por Cristo todo fuera más fácil, cuando sabemos que es todo lo contrario.

Jesucristo, nada y todo

Para no alargarnos demasiado en estos puntos introductorios, recordemos lo que dice san Pablo respecto a su ministerio apostólico y misionero: “Me propuse no saber nada entre vosotros sino a Jesucristo” (1 Corintios 2:2).

Este es un texto programático que nos indica hasta que punto la predicación del apóstol Pablo es pura cristología. Y lo que para él fue el motor de su vida y, se puede decir su éxito, como misionero, es o debe ser precisamente el motor y contenido de nuestra predicación y enseñanza.

¿Qué significa esta programa paulino: “nada, sino Jesucristo”, para la generalidad de los cristianos? ¿Qué secreto encierra para nosotros y para nuestras iglesias?

¿Qué debemos limitar toda nuestra predicación a Jesucristo, su persona, su muerte y resurrección? ¿Nada más? ¡Nada más! Pero teniendo en cuenta que el nada de Dios en Cristo es el todo del cristiano, la novedad radical y suprema a la que estamos llamados a vivir, como tendremos oportunidad de ver. Pablo lo expresa con claridad: “Para mí el vivir es Cristo” (Flp. 1:21). Tal es su doctrina y su experiencia, aquella que sustenta su fe y que es sustentada a su vez por su conocimiento de Cristo.

Hay muchos predicadores que en lugar de predicar el Evangelio predican mantras, es decir, frases hechas tomadas de la Biblia, que ellos consideran impactantes, semejantes a fórmulas mágicas, como por ejemplo: “Jesús tiene poder”, “la Palabra de Dios es poderosa”, “Cristo es el mismo ayer, hoy y por la eternidad, nada hay imposible para él”. Todo con vistas a crear expectativas de poder para sanar o bendecir económica o materialmente. De ahí esas afirmaciones pretenciosas como “yo reprendo”, o “yo declaro” (“yo reprende el espíritu de enfermad”, “yo declaro sanidad y prosperidad”). Lo sorprendente es que esto es común a muchas iglesias que atraen a multitudes y congregan a miles de fieles.

En este punto lo único que podemos decir es que “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Cor. 23:11). Y nadie puede declarar ni reprender por su cuenta (“yo”, ese yo en el púlpito que tanto estorba), sino confiar que el Señor lo haga mediante su Palabra y su Espíritu.

De modo que, para empezar, el propósito del predicar debe ser “no saber nada sino a Jesucristo”, porque Él es el único fundamento de nuestra fe y de nuestra vida. Esta es la primera certeza de ese nada en Cristo. Veremos luego las que siguen.

Conversión y nuevo nacimiento

Conocemos bien la doctrina del arrepentimiento y de la conversión. Es natural. Sin conversión no hay fe, ni salvación, ni nada. Pero la conversión no lo es todo, es como la puerta o llave de contacto que pone en marcha de un motor de nuestra vida cristiana.

Jesucristo comenzó su ministerio llamando a la conversión del pueblo judío. “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mc. 1:14-15). La palabra aquí traducida por arrepentíos, corresponde a la griega metanoia, con el significado de conversión, como traduce La Palabra: “Convertíos y creed en la buena noticia”. El llamamiento al arrepentimiento o conversión es constante en labios de Jesús y está presente en todos los Evangelios, menos en uno. ¿No es sorprendente?

En el Evangelio de Juan nunca aparece la palabra metanoia. Esto no significa que Juan desconozca la palabra metanoia o que la ignore, simplemente que utiliza otra palabra, hace uso de otro vocabulario, y enseguida veremos por qué motivo. No la palabra metanoia, pero sí la idea de la conversión está presente en las imágenes y en el lenguaje que Juan utiliza: creer, renacer, seguir a Cristo. Discípulo es quien cree en el Hijo, quien nace de nuevo, quien confía en él (Juan 3:3-21).

Lo que en los Evangelios sinópticos se llama conversión, Juan llama nuevo nacimiento. Ahora bien no son dos términos sinónimos. El “nuevo nacimiento” es como la corona de la conversión, lo que constituye propiamente su esencia.

Mientras que la conversión denota la acción del hombre: arrepentirse y cambiar de rumbo de vida; el nuevo nacimiento describe la acción de Dios, por eso es llamado nacimiento de Dios en 1 Juan 1:11-13; 3:35; nacimiento de lo alto, del Espíritu (Jn. 3:5).

Convertirse es renunciar al pecado y aceptar a Cristo como Salvador, es recibir la palabra del perdón de nuestros pecados. El nuevo nacimiento es el don magnífico de una nueva vida, un ser engendrado y nacido de la simiente divina (1 Juan 2:29; 3:9; 4:7; 5:1,4,18).

El verbo griego utilizado por Juan para referirse a este nacimiento es gennao, “nacer”. En su voz activa significa “engendrar”, y en la voz pasiva “ser nacido”, de modo que se puede decir que regenerar y renacer (nacer de nuevo) son sinónimos, en el sentido de que un principio sobrenatural —de lo alto, de arriba— que actúa en la vida del creyente. Nos viene a enseñar que así como una persona entra en el mundo porque su padre lo engendra, así también para que una persona pueda entrar en el Reino de los Cielos necesita de un Padre celestial que lo engendre (1 Jn. 3:9; 1 Pd. 1:23; Tito 3:5).

Todo nacimiento se efectúa a partir de un germen de vida que determina la naturaleza del ser engendrado. El nacimiento sobrenatural se efectúa también por una “semilla”, un principio de vida venido “de arriba”, de Dios, del Espíritu de Dios, íntimamente relacionado con la palabra de Dios (Santiago 1:18.21), que en última instancia remite a Cristo, el Verbo de Dios, al que hay que recibir por la fe (Juan 1:1,12ss). En Cristo, el Espíritu y la palabra son uno (Lucas 4:18).

Resumiendo, Juan no emplea la palabra metanoia, sin embargo nos ofrece la visión más profunda de la conversión como el acto por el que el creyente es engendrado espiritualmente por el mismo Dios, sin cuya generación es imposible recibir el don de la filiación divina. Por este motivo, esta doctrina del nuevo nacimiento ha sido siempre considerada por los autores evangélicos como la doctrina principal del cristianismo, la puerta de entrada sin la cual no se puede dar ningún paso correcto en el camino a la vida eterna. Considerarla una doctrina más junto a otras, un aspecto del ser cristiano semejante a otros, como la fe o la oración, es no comprender bien el mensaje de Jesús. Lo primero es nacer de nuevo, el resto viene después. “El mensaje cristiano —dice Lutero— nos informa que, para empezar, debemos ser personas completamente diferentes, esto es debemos nacer de nuevo […]  Una vez haya renacido y me haya convertido en piadoso y temeroso de Dios, puedo seguir adelante y será buena todo cuando lleve a cabo en estado regenerado”. “Este es el contenido de la nueva proclamación: cómo nos convertimos en personas nuevas y, entonces, como criaturas renacidas, realizamos buenas obras. Este es el primer elemento de la enseñanza cristiana”.

¿En qué se diferencia el nuevo nacimiento de la conversión, si es que hay alguna diferencia?

La conversión es la respuesta del hombre a Dios, por la que da crédito a su palabra y se dirige hacia él. La conversión denota la parte humana de la apropiación de la salvación. Quizá por esta razón Juan no usa nunca el término conversión, “por considerarlo muy imperfecto para significar la apertura a Cristo” y su obra redentora. Para él, el nuevo nacimiento expresa mejor la transformación que Dios opera en la persona. Dicho brevemente, la conversión es el lado humano de la salvación; el nuevo nacimiento el lado divino. La conversión es un paso adelante en dirección al reino de Dios, el nuevo nacimiento es el resultado de ese paso por el que se obtiene la nueva vida, el nuevo corazón y la nueva mente para Dios. Como dice Lutero, “naciendo de nuevo, el hombre se hace algo que antes no era: el nacimiento pone en existencia algo que era inexistente”. Esto sólo puede hacerlo Dios.

El concepto bíblico de conversión también incluye este aspecto de vida nueva, pero en el uso generalizado que se hace de él en el mundo evangélico, ha llevado a considerar que la conversión es la decisión del pecador por Cristo; la aceptación de Cristo como Salvador para librarse de la condenación eterna. Se piensa que la conversión, entendida como una decisión de fe para obtener el perdón de los pecados y tener vida eterna, es suficiente para considerar a una persona cristiana. Lo que viene después de la conversión, que suele ser toda una vida, sería parte de un proceso de educación y reafirmación en esas verdades de la gracia y el perdón de Dios, con la subsiguiente amonestación a evangelizar y dar testimonio del evangelio.

Esta percepción de la conversión y la subsiguiente vida cristiana limitada a la asistencia a la iglesia, ofrenda, alabanza y testimonio, es un empobrecimiento de lo que significa ser cristiano. La conversión no puede separarse del nuevo nacimiento, el uno está implicado en la otra. Son dos aspectos de una misma realidad inseparable. Los dos juntos proporcionan el fundamento para una vida cristiana victoriosa, responsable y relevante para la iglesia y el mundo. Dallas Willard señala el peligro y el daño incalculable causado a la iglesia el “concepto que restringe la idea cristiana de la salvación al mero perdón de los pecados.  Lo mismo decía hace más de un siglo A. J. Gordon, cuando se quejaba de que “es una infeliz circunstancia que tantos cristianos consideren la salvación del alma como la meta más que como el punto de partida de la fe”.  Este tipo de reducción de la fe explica el desaliento y el desánimo de muchos miembros de las iglesias, los cuales al final de unos años se sienten vacíos y como si el cristianismo ya no tuviera nada más que ofrecerles, excepto esperar la Segunda Venida del Señor o aguardar la muerte confiado en tener el boleto para entrar en el cielo. A veces ni eso, simplemente se marchan aburridos y decepcionados. Como honestamente confiesa Howard A. Snyder en una obra reciente: “Aun en mis años de cristiano adolescente sentía cierto descontento confuso con la prometida vida en el más allá que celebrábamos en la iglesia. La salvación se reducía a ir al cielo. El cielo era lo supremo… En general me gustaban los cultos, pero ciertamente estaba contento  de que no duraran eternamente”.

La conversión es una primera manifestación de la gracia de Dios en la persona, tiene que ver con el arrepentimiento del pecado, pero no se agota en él. Arrepentirse del pecado es un aspecto de la conversión, mediante el cual uno se duele del mismo y prepara su voluntad para que nunca más vuelva a ocurrir, pero la conversión, es más que ese dolor y esa “tristeza según Dios” (2 Cor. 7:10),  es un cambio que afecta a toda nuestra persona, al centro de nuestra existencia y nuestra actitud interior. Es propiamente “nacer de nuevo” en lo que respecta a nosotros y nuestra vieja manera de vivir; “nacer de arriba” en lo que respeta a Dios y su obra en nosotros por medio de su Espíritu. La conversión y el nuevo nacimiento suceden de forma simultánea como una promesa de futuro. La conversión no es una adhesión a una nueva doctrina o práctica religiosa, sino la vivencia de una nueva realidad que san Pablo define como una “nueva creación” (Gál. 6:15) que se concreta en Cristo como fuente dinámica de vida nueva.

Nueva creación, nuevo ser

El nacimiento natural da lugar a una nueva criatura, lo mismo ocurre con el nacimiento espiritual. San Pablo dice que el nacido de Dios es una “nueva criatura” (2 Cor. 5:17). El cristianismo no proclama sólo el perdón del pecado y la salvación del alma, anuncia una nueva creación que se concreta en Cristo y se manifiesta en la vida presente. O dicho sucintamente en palabras de Samuel Pérez Millos: “La doctrina de la regeneración conlleva la implantación de Cristo en el cristiano”.

Cristo es la revelación del hombre nuevo, “creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera” (Ef. 4:26). Esto significa que Cristo no es sólo nuestro modelo a imitar, es nuestra vida a vivir. Vivimos de Él y por Él (Jn. 14:19). “Este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Jn. 5:11). Lo que aquí nos está diciendo el apóstol, es que la vida eterna no comienza en el cielo, en cuanto experiencia de plenitud salvadora, sino en el ahora del encuentro con Cristo, porque la vida eterna está en el Hijo, “y el que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (v. 12). Luego la experiencia de salvación no se limita al sentimiento de saberse perdonado de todos los pecados, sino a la consciencia de participar de la vida del Hijo. De vivir su vida de creyente desde la vida de Dios que opera por el poder de la resurrección.

Es evidente que el nuevo nacimiento no es una metáfora relativa a la salvación eterna, sino una descripción que apunta a una realidad sobrenatural y transformante operada por Dios en el corazón del creyente, equivalente a un acto creativo, algo totalmente nuevo a partir del desorden y las tinieblas del pecado. Pablo no puede ser más claro en este punto. “En Cristo Jesús —dice— ni la circuncisión es nada, ni la incircuncisión, sino la nueva creación” (Gál. 6:15).

¿Qué es la nueva creación? San Pablo contesta diciéndonos, primero, lo no es. No es circuncisión, ni incircuncisión. Para Pablo y para aquellos a quienes iba dirigida su carta, esto significaba algo muy concreto. Significaba que ser judío o ser pagano carece de toda importancia respecto a la nueva creación.

¿Qué significa para nosotros eso de circuncisión o incircuncisión? También para nosotros puede significar algo muy concreto, pero al mismo tiempo, muy universal. Significa que ninguna religión como tal engendra el Nuevo Ser. La circuncisión es el rito religioso observado por los judíos, y que aquí comprende todos los ritos con los que los hombres intentan agradar a Dios, expiar sus faltas y adquirir confianza. Pues bien, ninguno de ellos vale en relación a la nueva creación.

“El cristianismo —decía Paul Tillich— es el mensaje de la nueva creación, del Nuevo Ser, de la nueva realidad, que ha aparecido con el advenimiento de Jesús, el cual, por esta razón y precisamente por ella, es llamado el Cristo. Porque Cristo, el Mesías, el escogido y ungido es el que nos aporta el nuevo estado de cosas”.

Me llamó mucho la atención que William Hamilton, uno de los de la saga de los “teólogos de la muerte de Dios”, en su libro sobre La nueva esencia del cristianismo (publicado en 1966), termine con un capítulo dedicado al “estilo de vida cristiana”, que él hace consistir en ser configurados a Cristo, aunque él lo interpreta en un sentido muy inmanente, como no podía ser de otra manera en un teólogo racionalista. Pero estaba señalando la dirección correcta: “En cierto sentido este estilo de vida puede ser considerado como una forma tentadora de imitación de Cristo”.

Si es tan importante la doctrina de la nueva creación, ¿por qué no es un tema central y destacado en nuestras iglesias? Sencillamente, porque en el afán de ganar nuevos miembros y crecer en número ha devaluado el concepto de “nacer de nuevo” a una mera “decisión por Cristo”, tomada en alguna campaña de evangelización. De manera que hay tantos nacidos de nuevo como manos alzadas en algún momento de emoción.

De manera que ya tenemos un elemento más en el nada sino Cristo, un fundamento inamovible que es Jesucristo y una vida nueva que es engendrada por el mismo Espíritu de Dios en el creyente. 

Lo nuevo del Evangelio

El apóstol Pablo tiene una predilección por el adjetivo nuevo en todo lo tocante al mensaje cristiano y sus resultados prácticos: Nuevo pacto, respecto al viejo o antiguo pacto con Moisés (1 Cor. 11:25; 2 Cor. 3:6), nueva vida, nueva creación, respecto a la vieja manera de vivir (Gál. 6:15); nueva criatura (2 Corintios 5:17); nuevo hombre, respecto al hombre nuevo (Col. 3:10; Ef. 2:15; 4:24). Pablo es sin duda el teólogo de la novedad cristiana. Él, gracias a su experiencia del Jesús resucitado, ha descubierto su radical y sorprendente novedad del Evangelio, de tal manera que ya no necesita recurrir a algo más, a algún tipo de novedad que algún nuevo predicador pueda traerle. Cristo es suficiente para Él, porque es la novedad siempre nueva y fresca para su vida. “Ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Flp. 3:8).

Pablo entiende que lo nuevo de Dios se abre paso en el mundo viejo sometido a las leyes y rudimentos de los hombres gracias a la proclamación el Evangelio de Cristo. Esto llena a Pablo de una alegría indescriptible y de una pasión infinita. Lo nuevo por excelencia para él es Cristo, el segundo Adán (1 Cor. 15:45), el nuevo Adán, cabeza de la nueva creación que Dios está llevando a cabo en la era presente, de modo tal, que la nueva creación o nueva existencia se caracteriza como un “ser en Cristo”, un “morir y resucitar con Cristo”, un “ser una nueva criatura en Cristo”, un “revestirse del hombre nuevo en Cristo”. Cristo es el verdadero e innegociable punto referencia del nuevo hombre, del cristiano que ha renacido a una esperanza nueva y viva (1 Ped. 1:3). Esto es precisamente lo que está descubriendo la “nueva perspectiva sobre el apóstol Pablo”. Una ampliación de la vieja de Dios como predicador de la “justificación con fe sola”, sin referencias a las promesas mesiánicas que tiene que ver no solo con la vida eterna, sino con la presente. A esto contribuye la reflexión actual sobre el título cristológico del Nuevo Adán, que pone además un freno a ese fenómeno tan recurrente en protestantismo de reeditar el judaísmo. “La actuación de Cristo —advierte Tatha Wiley, profesora en el United Theologial Seminary de Twin Cities, Minnesota— no se compara con la de Moisés, sino con la de Adán, pues así como el pecado determinó el destino del mundo, lo mismo sucede ahora con la muerte de Cristo”.

Creación y redención

El tema de Cristo como segundo Adán da para mucho, pero sólo tenemos tiempo para un ligero apunte, un par de notas que ustedes luego pueden continuar. Lo nuevo del cristianismo no solo tiene que ver con la manera que nos acercamos a la Biblia, sino también al hombre. “La gran novedad del Nuevo Testamento es la visión cristocéntrica de la creación”. Nos enseña que Cristo es al mismo tiempo el Mediador de la salvación, y el Mediador de la creación. “Jesús es el mediador desde el principio de la obra creadora llevada a cabo por la iniciativa de Dios Padre y, por ello es a su vez el fin hacia el cual toda la creación camina”. “Cristo da unidad a la creación y a la salvación”.

Textos base: 1 Cor 8:6; Col 1:15-20. La creación tiene por fin a Cristo, la Nueva Alianza en su sangre ocupa el lugar de la antigua y se convierte en razón de ser de la existencia. Todo fue creado por Él (Cristo) y para Él. Cristo es la corona de la creación, el centro de unidad y de reconciliación universal (Ef 1:10; 1 Cor 15:28; Ap 1:18; 2:8; 21:6). 

A la luz del Nuevo Testamento el relato de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios adquiere un significado más profundo. “El hombre ha sido creado a imagen de Dios. Ahora bien, Cristo hace visible la imagen del Padre, porque Él es su imagen más perfecta. Por esta razón se puede decir que Cristo explica el sentido profundo de la afirmación genesíaca. Desde el Nuevo Testamento se puede afirmar que el hombre ha sido creado a imagen de Cristo. Jesucristo es la auténtica, la verdadera imagen Dios, por eso el destino del cristiano es reproducir en él esa imagen de Dios (Ro 8:29). El pecado la había dañado mortalmente, pero Cristo la restituye con nuevo esplendor. Contemplando a Cristo, el hombre recupera su verdadera imagen natural a imagen del Hijo. En este sentido Cristo aclara al hombre su propia dignidad y se convierte en camino para todo hombre que quiera alcanzar y realizar su propio destino.  Cristo descubre al creyente la grandeza del hombre y el camino para llegar a ella. El Verbo de Dios viene a salvar sanar es lo que Él ha creado y se había perdido.

Desde el punto de vista teológico, según se está reflexionando últimamente, esto significa que “la vocación divina del hombre en Cristo, la llamada a ser conforme a Él ha de existir ya desde el primer instante. De lo contrario, la salvación sería algo extrínseco, independiente de lo que el hombre es desde su creación”. Si no hubiera una relación interna entre creación y salvación, la salvación vendría al mundo y al hombre solamente “desde fuera”, es decir, no tendría una relación intrínseca con la naturaleza del ser humano. Jesús, entonces, no tendría significación universal. Pero cuando relacionamos una con otra, salvación-creación, creación-salvación, vemos que también en este punto se combinan las dos exigencias propias del mensaje evangélico: novedad y continuidad dentro del designio eterno de Dios. En Cristo se realiza el plan de la creación y nos dice que el mensaje evangélico se sitúa en el interior del dinamismo de la historia no al margen de ella. Ser cristiano, entonces, no es optar por una determinada visión religiosa, como una mirada superficial considera, sino que supone la máxima realización y perfección de lo humano en cuanto ser creado por Dios, de manera que la entrega a Dios de ningún modo disminuye la vida del creyente, sino antes bien lo contrario, la enriquece, renace su verdadero ser. Por el contrario, “el rechazo deliberado de Jesús por parte del hombre es ponerse en contradicción consigo mismo, renunciar a lo que constituye el fundamento del propio ser”. Como señalaba el filósofo siciliano M.F. Sciacca solo el reconocimiento del origen divino del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, puede desvelar con hondura el misterio del hombre

De modo que cuando pensamos en el hombre-mujer creados a imagen y semejanza de Dios, de inmediato debemos considerar esa imagen desde la luz que aporta el Nuevo Testamento, la cual completa y da su plenitud al Antiguo. Con ello no decimos una verdad sobre el hombre distinta al Génesis, sino que reconocemos una nueva verdad que añade y envuelve a la anterior. En el Nuevo Testamento se ha dado un nuevo fundamento con el que esa idea del Génesis ha alcanzado su plenitud. Y, esto es concretamente lo que quisiera resaltar, una vez que lo ha hecho, en realidad, se coloca esta verdad en el fundamento de toda antropología cristiana. “Es decir, que la antropología cristiana no dice que hay un hombre que sea creado a imagen de Dios y luego, muchos miles de años después, aparece un hombre que se hace a imagen de Cristo, sino que el hombre siempre es imagen de Dios en Cristo y nada más que en Cristo. Adán y Eva eran creados ya en Cristo y eran imagen del Dios Trinidad del que el Hijo se encarnó. El oyente del Génesis aún no lo sabía, pero el cristiano ya lo sabe y lo que se dio a conocer después retoma el origen primero y lo plenifica”.

Desde el punto de vista pastoral y espiritual, tiene que enseñarse a todos los creyentes que el hombre y la mujer cristianos no son sólo descendientes de Adán y Eva, sino que ya en el origen, fue creado a imagen de Cristo, la cual destrozada por la desobediencia, ahora es recuperada por la obediencia a la fe (Ro 1:5). Esto da origen al nuevo hombre y a la nueva creación, en la que actualmente estamos comprometidos.   

En la práctica misionera y evangelizadora esto tiene significaciones muy importantes y prometedoras para nuestro ministerio y mensaje. Nos indica que no solo somos dispensadores de la gracia de la salvación considerada como perdón de pecados y promesa de vida eterna, sino de la gracia como salvación cósmica, pues incluye la regeneración de la creación, que si bien es cierto que tiene una dimensión escatológica, también lo es que ya se abre camino a través del poder renovador Dios, que comenzó con la resurrección de Jesús y “que continúa de forma misteriosa a medida que el pueblo de Dios vive en el Cristo resucitado y en el poder de su Espíritu Santo”.

Pablo fue el primero en tomar conciencia de esta novedad que representa la fe cristiana para el individuo, la sociedad y la historia, en línea de continuidad con las promesas hechas a Israel de ser medio de bendición a todo el mundo. Pablo está literalmente entusiasmado con la novedad del Evangelio. Novedad que afecta al individuo y su destino eterno, pero también a la sociedad y el destino presente de los pueblos. La unidad de los pueblos en Cristo, la demolición de muros y barreras que dividen a los seres humanos entre ricos y pobres, blancos y negros, hombres y mujeres, amos y siervos. “Él es nuestra paz —escribe—, de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (Ef. 2:14). Pues lo que ocurre en la regeneración espiritual es el nacimiento del nuevo hombre, el hombre reconciliado con Dios y con su prójimo en un solo cuerpo, matando en él las enemistades (Ef. 2:15-16). El velo del templo rasgado en dos en la hora de la muerte del Hijo de Dios, simboliza el acceso inmediato de todos los hombres a la presencia de Dios en Cristo (Mt. 27:51; cf. Heb. 4 y 9), y a partir de ahí, el acceso unos a otros como hermanos. Los que antes estaban divididos por cuestión de estatus, poder, género o condición, ahora se reconocen como hermanos en Cristo, reconciliados con Él, por Él y para Él. Revestidos de Cristo por el bautismo, “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal. 3:28).

Pablo escribe y predica como el que está presenciando el nacimiento de un nuevo mundo y participando en la creación de él. Se considera padre y madre de ese nuevo mundo. A Timoteo le llama “hijo mío” en varias ocasiones (2 Tim. 1:18; 2 Tim. 2:1). Lo mismo dice del esclavo Onésimo, a quien ha engendrado en sus prisiones (2 Tim. 1:18), y por quien escribe una de las cartas más entrañables y encantadoras, intercediendo ante su dueño para que lo trate como a un hermano.

Se puede objetar que Pablo nunca escribió contra la esclavitud, sus escritos dan a entender que acepta la esclavitud como clase social existente, cuyas disposiciones legales seguían siendo válidas para los cristianos, así como otras leyes del Estado, en que ellos se encontraban. Pablo, como hombre de su tiempo, reconoce la existencia de esta clase social, pero no es evidente que la acepte por principio. De hecho pensamiento está en un plano muy distinto: Pablo sabe, y lo muestra diciendo que la nueva vida en Cristo cambia por completo las diferencias que hay en la sociedad humana. “Cuando se depone el hombre viejo y se le renueva para formar un hombre nuevo según la imagen de Dios, todas las diferencias raciales, sociológicas y religiosas pierden su importancia ante Dios y la fe. Un antiguo pagano o judío, aunque haya sido un «bárbaro», incluso un bárbaro muy inculto, un escita, tanto si ha sido esclavo como libre, cuando queda incorporado a Cristo por medio de la fe y del bautismo, ha recibido una nueva vida. Aunque la vida natural del hombre, su cultura, su posición en el pueblo y en la sociedad no queden afectadas por el renacimiento del bautismo, sin embargo, lo que es decisivo en la apreciación no son estos valores naturales, sino la posición en Cristo, porque Cristo lo es todo en todos (Col 3,11). De esta nueva vida fluyen nuevas valoraciones éticas. El que ha recibido el ser en Cristo tiene que vivir de él, y ser reconocido por los hermanos en la fe como una persona, en quien vive Cristo. A esta nueva valoración sirven de fundamento la muerte salvadora de Jesús, la salvación dada al individuo mediante el bautismo por razón de la fe. La vida en Cristo y por medio de Cristo (mística de Cristo) según san Pablo, no es solamente una especulación de altos vuelos o un conjunto de ideas abstractas, sino un requisito ético en las cuestiones de la vida cotidiana. Lo que Dios obra en el hombre por medio de Cristo, es una tarea de la acción moral y social”.

Pablo llevaba en su cuerpo las marcas del apostolado, que no son otras que las marcas de Cristo (Gal. 6:17). Desprecios, golpes, amenazas. “Hasta ahora —escribe el Apóstol— pasamos hambre, tenemos sed, nos falta ropa, se nos maltrata, no tenemos dónde vivir. Con estas manos nos matamos trabajando. Si nos maldicen, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos calumnian, los tratamos con gentileza. Se nos considera la escoria de la tierra, la basura del mundo, y así hasta el día de hoy” (1 Cor. 4:11-13). Pablo soportaba todos estos males por su alta conciencia de formar parte instrumental de un mundo nuevo, de una nueva humanidad en Cristo. Por eso todo lo sufría y todo lo soportaba, “por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna” (2 Tim. 2:10). No lo hacía resignadamente, sino con la ilusión  de estar contribuyendo a hacer realidad de la nueva creación de Dios. Por eso, en medio de sus penalidades, peligros y prisiones, Pablo no siente amargura, sino como bien dice “si nos maldicen, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos calumnian, los tratamos con gentileza”. Con ello no estaba sino reflejando el carácter y la naturaleza de Cristo formándose en su interior. Pero es más, este hombre cansado, hambriento a veces, abandonado en ocasiones, objeto de calumnias, en peligros y naufragios mortales (cf. 2 Cor. 11:24-27), es capaz de sobreponerse a la debilidad de su carne y en lugar de hacerse compadecer, reta a la iglesia a sentirse alegre y gozosa con el mensaje de la nueva creación. “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégrense!” (Flp. 4:4, DHH). “Vivid siempre alegres en el Señor. Otra vez os lo digo: vivid con alegría” (BLP).

Frente a un cristianismo que mira hacia atrás con nostalgia, el cristianismo primitivo miraba hacia delante, convencido de la relevancia de su misión para el individuo y la sociedad. Lo que dice Pablo de sí mismo, se puede hacer extensivo al resto de los creyente: olvidando lo que queda atrás, nos extendemos a lo que está delante (Flp. 3:13). Se sentían como vino nuevo incapaz de ser encerrado en viejos moldes. Los escritos de los primeros siglos del cristianismo rezuman vitalidad y entusiasmo a medida que van conquistado el mundo para Cristo con su mensaje y con su red de relaciones sociales que cubría casi todas las necesidades del pueblo. De aquí aprendemos que tenemos que mirar a la Iglesia como una comunidad con vocación de perenne juventud, no importa los años que tenga. Como alguien ha dicho, un árbol puede ser centenario, de tronco rugoso y agrietado por los años, y sin embargo ser un símbolo de juventud en los bosques, basta que sus hojas sean verdes, que su follaje de cobijo a las aves, que ofrezca sombra al caminante. Es cuando no da hojas, ni frutos, cuando sus ramas ya no sirven para otra cosa que para el fuego. Pero mientras haya savia en sus entrañas dará hojas y frutos, porque su fuerza reside en lo que no se ve, en el interior. Lo mismo debe ocurrir con el cristiano. A veces se olvida que la verdad está en lo que no se ve.

El cristianismo, pues, tiene una vocación de novedad y juventud, no importa los años que transcurren. Cierto que han pasado dos milenios desde sus inicios y aunque el Evangelio ha llegado a todas las naciones, no vemos que el mundo sometidos a los pies de Jesús (Heb. 2:8), seguimos a la espera de una tierra nueva y un cielo nuevo, que no nos corresponde a nosotros introducir sino anunciar como una Realidad que viene en el poder de Dios en la consumación final de todos los tiempo. Pero ya y ahora estamos beneficiándonos de las primicias de ese mundo nuevo que viene; formamos parte de comitiva triunfal de Cristo (2 Cor. 2:15), que ha derrotado a sus enemigos, a nuestros enemigos, en la cruz. «Nosotros somos el buen olor de Cristo» en medio de una generación corrupta, egoísta, ignorante de los bienes eternos. Al predicar tenemos que esparcir el aroma fresco y vivo Cristo, como la rosa esparce su fragancia. Hacer que Cristo se note por doquier, que cuando abramos la boca para proclamar el Evangelio sea  como abrir un frasco de perfume, de tal manera que Cristo sea percibo alrededor nuestro.

Una vez más, aprendemos que la nada sino Cristo, comporta muchas cosas, entre ellas una nueva vida, una nueva creación, una novedad que nunca deja de sorprendernos, retarnos y enriquecernos.

La gran ausencia

Para que se cumple en nosotros el propósito de Dios al perdonar nuestros pecados y darnos nueva vida en el espíritu, tenemos que tener a Cristo en el corazón, pues bien dice la Palabra que “del corazón mana la vida” (Prov. 4:23), y Cristo añade, que de la “abundancia del corazón habla la boca” (Mat. 12:34; Lc. 6:45). Desgraciadamente hay iglesias que tienen el nombre de cristianas, pero que no tienen a Cristo. “Tienes nombre de que vives, pero estás muerto”, dice el Señor en Ap. 3:1. Es posible tener templos e iglesias preciosas, y dejar a Cristo en la calle, como cuando dice a los creyentes de Laodicea: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo” (Ap. 3:20).

Algunos pastores y líderes, no hablemos ya de los llamados apóstoles y profetas, creen que la riqueza consiste en congregaciones numerosas, en templos cada vez más grandes, en grandes proyectos de expansión, en ofrendas voluminosas. Están tan ocupados con sus cosas, en cómo dirigir y en cómo controlar la abundancia de sus graneros repletos de bienes, que se olvidan que la riqueza del cristiano es una pequeña moneda que lleva la inscripción de Jesús y que es nuestra posesión más espléndida. Lo triste es que muchos han perdido esa moneda y no se han dado cuenta. Tienen tantas de oro y plata que no echan en falta la perla de gran precio, la moneda que realmente cuenta. Por eso Jesús comparó el reino de Dios a una mujer que, en un descuido, pierde una moneda de las diez que tiene, y en lugar de contentarse pensando en las nueve que le quedan, enciende una lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla” (Lc. 15:8-10). Esta parábola la aplicamos, correctamente a las ovejas perdidas, pero creo que también podemos aplicarla a la pérdida de Cristo por parte de los cristianos, pérdida más grave aún que la del inconverso, porque este es consciente de que no tiene a Cristo, y un día puede buscarlo, pero el creyente inconsciente que cree que tiene a Cristo, pero hace tiempo que lo perdió, se encuentra en una situación más difícil, pues considera que es rico y deja de buscar a su Señor, el cual le dirá: “Porque dices: Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad; y no sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo” (Ap. 3:17).

No es el caso de Pablo que dice: “Como no teniendo nada, aunque poseyéndolo todo”, “pobres, pero enriqueciendo a muchos” (2 Cor. 6:10; cf. Prov. 13:7; 2 Cor. 8:9; Ap. 2:9). Pablo se siente y se vive enriquecido en Cristo, como escribe a los Corintios (1 Cor. 1:5).

El nada de Cristo es mucho para Pablo. Lo mismo debería ser para todos los que llevan el nombre de cristianos.

En Cristo

Cualquier lector atento de las carta de Pablo se cuenta de la cantidad veces que utiliza la frase “en Cristo”. Junto la expresión sinónima “en el Señor”, aparece más de cien veces. El uso tan continuado de esta fórmula “en Cristo” y en tantos contextos obedece a la intención concreta de Pablo de decirnos en qué consiste para él la suma y la esencia de la fe cristiana. Para él, la frase “en Cristo” compendia y resume la totalidad de lo que significa ser cristiano.

“No hay duda —escribía William Barclay— que con el paso del tiempo el apóstol Pablo profundizó, enriqueció e intensificó su significado, pero el hecho es que esta frase con todo lo que significa no es una concepción tardía y un desarrollo repentino en la mente, el pensamiento y el corazón de Pablo. Desde el principio hasta el fin de su vida cristiana es el centro y el alma de su experiencia cristiana”. Para él, en Cristo designa la “esfera en la cual la nueva vida se desarrolla desde el comienzo de la salvación hasta su consumación”.

Este en Cristo marca el inicio de nueva era en la historia de la salvación. Hasta Cristo todos estábamos en Adán, determinados por el pecado, la condenación y la muerte, a partir de Cristo comienza una nueva edad, la edad vieja se cierra.

Cristo es el segundo Adán, el cabeza de la Nueva Humanidad, el  primer Hombre Nuevo, aquel que trae la gracia y la vida y restaura y perfecciona la imagen de Dios en el hombre, imagen que no es otra que la del mismo Jesucristo.

En la carta a los Romanos, esa carta tan densa y teológica, después de haber declarado la pecaminosidad universal de todos los hombre, judíos y gentiles por igual, y que nadie puede ser salvo por la obras, sino por gracia, mediante fe que nos justifica ante Dios, nos eleva hasta las supremas alturas de la voluntad eterna de Dios que nos predestinó para “ser salvos”, ¿es eso lo que dice la Escritura.

No. Leemos literalmente, “nos predestinó para ser hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Ro. 8:29). Esta la pieza clave de bóveda del concepción de Pablo de la salvación. La fe, el arrepentimiento, la conversión, el bautismo, la vida en el Espíritu, nos lleva a la meta para la que hemos sido llamados y elegidos por Dios: “ser hechos conformes a la imagen del Hijo”, o transformados según la imagen del Hijo, según traduce la NVI.

Esto va mucha más allá del perdón de los pecados, de la salvación de la condenación eterna, de la conducta piadosa y decente del cristiano, nos introduce en una esfera en la que pocos hemos ni siquiera meditado en ella.

Sin embargo el pensamiento del apóstol Pablo constantemente recurre a ella. Y no habla como un doctrinario, habla por experiencia propia. Su teología no es otra cosa que una expresión de su experiencia, y se quiere, una justificación de su vida. Como decía David M. Ross, hace casi cien años, en cuanto judío, Pablo había sido fuertemente influenciado por la tradición farisea y su visión del mundo. Él llevó consigo esta visión cuando se hizo cristiano, pero en sus manos fue transformada en algo mucho más grande de lo que pudiera haber entrado en la mente del más grande de los profetas y que él mismo pudiera haber concebido. Esta transformación hunde sus raíces en la novedad de la experiencia de su encuentro con Cristo, o de ser encontrado por Él

Esta experiencia de Cristo en él es la única que puede aclararnos el verdadero pensamiento del apóstol Pablo, su teología y su mensaje para nosotros. Escribiendo a los colosenses les dice: “Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Col. 1:27). Aquí no está dando salida a una expresión piadosa. “Cristo en vosotros, Cristo en nosotros, viene a ser en él, como dice Wolfgang Trilling, un “cuadro enigmático”. Es preciso adentrarse en su sentido, no sólo desde el pensamiento, sino desde la experiencia. Verlo con los ojos de Pablo que ha experimentado en él la presencia transformante del Jesucristo resucitado, que ha hecho de él una nueva persona, total y radicalmente.

No me extraña que Anselm Grün le considere un iniciado. “En su calidad de persona introducida por Cristo en el misterio de la vida y la muerte, Pablo era un iniciado, alguien que fue conducido a otro plano de la existencia humana y que en lo sucesivo podía vivir en libertad y con una conciencia nueva. En su encuentro con Jesús, Pablo experimentó lo que los participantes en los cultos mistéricos vivían de manera tan fascinante: sentía como si, en virtud de su encuentro con Jesucristo, hubiera nacido de nuevo. Mediante la experiencia de Jesús había atravesado los ámbitos oscuros de su alma, los abismos y lados sombríos de su interior. Había muerto con Cristo, es decir, se había despojado del ser humano viejo, de la herencia de Adán. Había llegado a ser una persona nueva. Pablo anuncia su mensaje como un hombre iniciado”.

“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”, dice en Gál. 2:20. Pero no lo dice como un misterio o una experiencia reservada solo para los iniciados en un camino superior. Ciertamente este es un texto que nos impresionó positivamente desde el primer día que lo leímos, pero dado nuestro énfasis en el pecado y en nuestra indignidad, no nos atrevemos a aplicarlo a nuestra vida. Al fin y al cabo somos seres débiles, propensos a dejarnos arrastrar por el mal y ceder a la tentación. No somos como san Pablo que gozó de extraordinarias experiencias religiosas. Él fue arrebatado a tercer cielo, nosotros nos tenemos que contentar con que el barro del suelo de este mundo no nos manche demasiado.

Sin embargo, lo que Pablo dice de sí mismo lo hace extensible a todos los creyentes, que no eran precisamente santos e irreprensibles, ni aprendices de místicos. Pablo les llama “¡gálatas insensatos!”, un adjetivo que muchos hubiéramos tomado por insulto. Insensatos, sí, porque fueron fascinados para obedecer a otra “verdad”, que no la de Jesucristo (Gal. 3:1). Y Pablo sabía bien que buscar una “novedad” más allá del Evangelio de Cristo, es una peligrosa manera de carnalidad. Por eso insiste y repite: “¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿vais a terminar ahora por la carne?” (v. 3).

Y es a esos insensatos a quienes Pablo dirige unas palabras de tremenda ternura y preocupación pastoral: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (4:29). O sea, lo mismo que Pablo vive en relación a Cristo, como un morir en Él para así vivir en Él, lo desea fervientemente para todos y cada uno de los cristianos gálatas. Este es su dolor de pastor, de misionero y de cristiano: ver a Cristo formándose en cada miembro de la congregación. Cuánto sufre el pastor por la falta de crecimiento numérico, porque no se cumplen los objetivos propuestos, por la escasez de las ofrendas y tantos otros asuntos externos, y qué poco sufre por lo que realmente debería sufrir: ver cómo Cristo se va formando en cada uno de los miembros de su congregación.

Lo que aquí está diciendo san Pablo está en consonancia con lo que antes ha dicho sobre el propósito de la predestinación, que, en este caso, está en relación a la voluntad de Dios a la hora de diseñar el  plan de la salvación: “Que Cristo sea formado en nosotros” (Ro. 8:29). El deseo de Pablo está en consonancia con el deseo de Dios, al que Él sirve con buena conciencia, y que no es otro que la configuración del creyente en Cristo. Tal es la voluntad de Dios desde la eternidad:

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Ef. 1:3-10).

El propósito de la redención no se reduce a una experiencia de perdón del pecado, ni a la justificación por la fe, sino que comprende algo mucho más grande y absoluto que todo esto: La transformación del creyente en Cristo, la configuración de nuestra vida a Cristo, el ser hechos semejantes a Él, reconciliando así “las que están en los cielos, como las que están en la tierra”. Hijos en el Hijo. Amados en el Amado.

Parece increíble pero es lo que Pablo tiene en mente en todos sus escritos. En Colosenses, por ejemplo, presenta su ministerio bajo la imagen de un administrador de las riquezas de Dios (Colosenses 1:25), entre cuyos tesoros se encuentra precisamente el misterio Cristo en los creyentes (v. 27), “amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (v. 28). Tal es la meta de su trabajo, de su carrera, de su batalla por la que agoniza, esforzándose como un atleta en realizar esa misión: Cristo en los creyentes, promesa de nuevo hombre perfecto, completo, realizado en Cristo Jesús. Nada inferior a esto puede formar parte integral de la misión, predicación y pastoral cristianas.

Muchos cristianos se esfuerzan por cumplir sus obligaciones religiosas de asistencia a los cultos dominicales, de deshacerse de aquellos defectos que reconocen como pecaminosos, “pero no poseen la voluntad ni la disposición para llegar a ser hombres nuevos en su totalidad, para romper con todos los criterios puramente naturales y considerarlo todo a la luz sobrenatural: no quieren decidirse a la metanoia total, a la auténtica conversión […] Hay que anhelar ardientemente llegar a ser un hombre nuevo en Cristo y desear apasionadamente que muera nuestro propio ser y que sea transformado en Jesucristo, lo cual presupone una liquidez de todo nuestro ser que incluye que seamos como cera blanda en la se pueda imprimir el rostro de Jesucristo”.

El fin de la elección divina es la formación de una nueva humanidad configurada a imagen del Hijo de Dios. Ante este grandioso plan divino, no es aconsejable ni lícito reducir el camino de salvación a algo menos que lo que aquí se nos enseña. Porque,  como decía William Romaine, el objeto de nuestra fe no es sólo la salvación individual del alma, sino “Dios y el hombre unidos en uno en Cristo”.

La existencia cristiana, pues, no se agota cuando aceptamos a Cristo como nuestro Señor y Salvador, sino cuando nos configuramos a Él, cuando nos comprometemos a reflejar la vida de Cristo en nuestra vida gracias a la acción del Espíritu Dios. El propósito de Dios al salvarnos fue no solo salvar nuestra alma de la condenación, sino forjar nuestro carácter, formar nuestra personalidad a la imagen de su Hijo. Este es el interés primordial de Dios nuestro Padre del que no podemos desinteresarnos.

La nada de Cristo pasa por ser la forma del nuevo hombre, no puede haber un llamamiento más supremo y grandioso, capaz por sí solo de llenar una y mil vidas que tuviéramos.

El segundo Adán la restauración de la imagen divina

Al final estamos como al principio. Lo que en Adán perdió la humanidad, la imagen de Dios inmaculada, sin pecado,  en Cristo es recuperada en un plano todavía más elevado. Lo que dejamos de ser por el pecado de Adán, hijos de Dios en plena comunión de amor y amistad, lo somos ahora por la fe Cristo, en quien hemos renacido y sido adoptados como hijos en la familia de Dios.

“Es asombroso que casi todas las palabras básicas que describen la salvación en la Biblia supongan un regreso a un estado o situación originalmente bueno. La palabra redención es un buen ejemplo […] También reconciliación, en la cual el prefijo re indica regresar a un estado original”. Pero con una diferencia, en Cristo el estado original es superado, porque, como dice san Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro. 5:20). Por fe podemos decir: “¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!” Pues por el Evangelio sabemos que esa “imagen y semejanza” de Dios de la que Adán disfrutó, no es otra que la imagen y semejanza del Hijo de Dios en nosotros. De manera que si Adán por la seducción del diablo quiso “ser como Dios” (Gn. 3:5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios”, ahora en Cristo, somos “divinizados” (cristificados), en el sentido de ser partícipes de la naturaleza divina por gracia. “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pd. 1:3-4).

En la cruz del Calvario Dios restauró en su Hijo el orden echado a perder en el Paraíso. La imagen de Dios, rota y menospreciada en la vida de los hijos de Adán, es recuperada por Aquel que es “imagen visible del Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col. 1:15). Cabeza de la Nueva Humanidad instaurada en su persona, a través del misterio de su muerte y resurrección. “Como primera criatura de la nueva humanidad, Cristo incorpora en él, integra en su persona, todo lo que estaba separado en la antigua humanidad, o mejor aún, lo que era dos ya no va a existir en adelante como dos realidades distintas, ya no va a existir más que una sola realidad, el Cuerpo de Cristo, el hombre nuevo (Col. 2:17)”.

Lo grandioso de la revelación de Dios en Cristo, es que la imagen restaurada en el hombre creyente no es otra que la del mismo Dios-Hombre Jesucristo: hechos conformes a su imagen (Ro. 8:29). Con eso se cumple el plan o propósito de Dios de la humanidad, y comienzan los tiempos escatológicos que un día culminarán con la presencia visible de Cristo, cuando todos seremos transformados a su imagen perfecta, y Dios será todo en todos, sin mediaciones de ningún tipo (1 Cor. 15:28).

Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Ro. 5:14), una vez venido el prototipo, Jesucristo, el nuevo Adán y restaurador de la humanidad caída, se cierra el ciclo creativo de Dios. La descendencia de Adán recobra la semejanza divina echada a perder por el pecado, y la recobra sobradamente en Jesucristo.

En él la naturaleza humana es asumida, no absorbida, y es elevada al rango de la naturaleza divina (2 Pd. 1:4). Se descubre así que la creación entera, todo el universo, se ordena a Jesucristo. Él es la causa final de la creación y el primero de los predestinados. Desde su conversión en adelante, el cristiano está llamado a alcanzar la condición de un hombre maduro, “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef. 4:13).

Del primer Adán recibimos una herencia de pecado, condenación y muerte, incorporados al segundo Adán recibimos una herencia de perdón, salvación y vida eterna. Esta incorporación a Cristo se tipifica en el bautismo como un morir y un renacer en Cristo, de modo que el poder de vida de la Resurrección se hace presente en nosotros.

Dios toma al hombre creyente, le purifica y comienza a moldearle conforme a la figura de su Amado Hijo. Esta es una verdad que nos debería llenar de profunda alegría y de una pasión infinita. El cristianismo no proclama sólo el perdón del pecado y salvación del alma, anuncia una nueva creación que se hace realidad en Cristo, no sólo como un modelo a imitar, sino como una vida a vivir. “Cristo es nuestra santificación en una sentido más superior al de ser nuestro modelo. Él es nuestro modelo y nuestra santidad porque Él mismo mora en nosotros y controla nuestro ser moral, en orden a transfigurar nuestras vidas y convertirse en la fuente de todos nuestros pensamientos, dichos y hechos”.

Ahondando todavía un poco más entre imitación e inhabitación de Cristo en el creyente hay que aclarar que “un hombre no puede vivir en otra persona. Un hombre puede dejar su memoria, su ejemplo, su enseñanza, pero no puede vivir otra vez en nosotros. Si Jesús hubiera sido solamente un hombre santo, la santificación del cristiano se reduciría necesariamente al esfuerzo sincero de emularle y seguirle, y la Iglesia no sería nada más que una asociación de gente bien dispuesta y unida en el propósito de hacer buenas obras, siguiendo su modelo: Jesucristo. Este es el nivel al que inmediatamente descendería la idea más gloriosa del Evangelio una vez que la corona de deidad se hubiera retirado de la cabeza de Cristo. Pero la Escritura y la experiencia nos enseñan que la verdadera santidad cristiana es algo más que el esfuerzo y la aspiración del hombre: es una comunicación de Dios al hombre; es Cristo en persona quien viene y habita en nosotros por el Espíritu Santo. Por eso san Pablo llama a Cristo no sólo nuestra justicia, sino también nuestra santificación”.

El nada de Cristo es tan universal que nos conduce a la recapitulación de la creación, y de la historia de la salvación que en ella se origina, la cual tiene por clave y meta a Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, imagen visible del Dios invisible en la que somos recreados por la acción del Espíritu.

El Espíritu Santo, arras de la nueva creación

Cuando Jesús resucitó una de las primeras cosas que hizo fue hacerte presente en medio de los suyos, que estaban reunidos llenos de miedo a los judíos y al mundo exterior. Para calmar sus temores Jesús sopló sobre ellos diciendo recibid el Espíritu Santo (Jn. 20:22). Fue algo más que la entrega de un don, el gran Don del Espíritu, fue, como señala Xabier Pikaza, el gesto de una nueva creación. El mismo Dios había soplado en el principio sobre el ser humano, haciéndole viviente (Gn. 2:7). Ahora sopla Jesús, como Señor pascual, para culminar la creación que en otro tiempo había comenzado”.

¿Cuál es la función o ministerio esencial del Espíritu? Según Jesús, “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:14). el Espíritu va a manifestar gloria de Cristo, pues no solamente va a iluminar la mente de los discípulos — os lo hará saber — sino a glorificar a Cristo, haciéndole vivo, presente en la comunidad, en todos y cada uno de los creyentes. Mediante el Espíritu Jesús se hace presente en la vida de los discípulos en la comunidad cristiana, su presencia está garantizada por este soplo divino del Señor que lleva a la comunión a la comunión con Él, y también a ser testigos siempre más fieles y más auténticos y con más valentía, de todo lo que Jesús ha hecho y todo lo que Él ha ido enseñando. De esta manera los creyentes forman comunidad con el Espíritu, que es al mismo tiempo con el Hijo y con el Padre, de manera la Trinidad está presente en sus vida como una fuente de vida nueva inagotable que transforma su existencia y que les permite de ser como “otros cristos”, ungidos por el Espíritu, buenos y justos, “prolongando” de alguna manera la encarnación de Dios, es decir, haciendo realidad en cada momento la presencia encarnada de Cristo mediante el cuerpo, las manos, la cabeza, los pies, de sus seguidores, cumpliendo así lo que falta a la obra de Cristo, a saber, la aplicación del beneficio de su sacrificio al mayor número de gente posible.

La mística de la unión con Cristo

La entera vida del Reino de Dios consiste en esa identidad de vida entre Cristo y los creyentes. Su muerte en la cruz fue infinitamente más que suficiente para pagar la deuda del pecado y limpiar nuestras culpas por completo. Por lo mismo es más que suficiente para adquirir para nosotros la suprema gracia de convertirnos en morada del Dios trino. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él”. “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:21,20). “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el cual tenéis de Dios?” (1 Cor. 6:19; 3:16). Unidos de esta manera de Dios, en la morada interior de su santo Ser, recuperamos nuestra perfecta semejanza a Él que se hace concreta en Jesucristo, en justicia y santidad. Él es el segundo Adán, no ya el hombre primordial, sino el Hombre representativo que nos hace miembros de su Cuerpo Místico que es la Iglesia, el órgano viviente que llena con su plenitud. Resucitado de entre los muertos, sigue viviendo en nosotros como el principio de nuestra vida sobrenatural. Así es como nos convertimos en nuevas criaturas, en imágenes del nuevo hombre, que es Cristo. “Así como hemos incorporado en nosotros la imagen del ser humano terreno, incorporaremos también la del celestial” (1 Cor. 15:49 BLP).

“Antes de morir en la Cruz, el Cristo histórico estaba solo en sus existencia humana y física. Al resucitar de los muertos, Jesús ya no vivía solamente en sí mismo. Se convirtió en la vid de la que somos sarmientos. Extiende su personalidad hasta incluir a cada uno de los que estamos unidos a Él por fe. La nueva existencia que es suya por virtud de su resurrección ya no está limitada por las exigencias de la materia. Ahora no sólo es el Cristo natural, sino el Cristo místico, y en cuanto tal nos incluye a todos los que creemos en Él”. Dicho en términos teológicos: “El Cristo natural nos redime, el Cristo místico nos santifica. El Cristo natural muere por nosotros, el Cristo místico vive en nosotros. El Cristo natural nos reconcilia con su Padre, el Cristo místico nos unifica en Él”.

Si alguien se pregunta dónde reside el punto preciso de esa semejanza entre Cristo y sus discípulos, entre la Vid y los sarmientos, hay que confesar que una unidad tan misteriosa como la que se produce entre la cepa de la vida y los sarmientos que de ella brotan. “Pero así como la vida y la savia que reside en la cepa y en los sarmientos es la misma vida y la misma savia; así también es la misma vida de gloria y plenitud que habita en el Dios-Hombre-Mediador, la que habita en el más débil de los creyentes. Es el mismo espíritu, derramado sobre la cabeza y recibido por Él sin medida, el que es dado a su pueblo conforme a la fe de cada uno”.

La gran transformación

Todas las doctrinas tienen un fin práctico y ninguna más que está de unión entre Cristo y los creyentes, que va más allá de la unión de amistad, voluntad o de espíritu, es tal que los teólogos no han encontrado otra palabra mejor que la palabra “mística”, la unión mística. Así se habla también de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo para tratar de describir de algún modo la íntima unidad de vida sobrenatural que existe en Cristo, Cabeza, y la Iglesia, su cuerpo. Ciertamente la unión mística con Cristo es un misterio, pero no por ello menos real. “La unión con Cristo es tan profunda y vital, tan contraria a todo lo que puede ser comunicado y descrito desde el exterior que los que la estudian no han encontrado para otro nombre más propio que «unión mística». Esta unión es invisible, espiritual e indefinible, y sin embargo personal, compulsiva, purificadora y eterna. Es tan realmente vital, una unión de la vida con la vida, como la unión de la vid con los sarmientos (Jn. 15:1-6)”.

Para muchos la sola mención palabra “mística” levanta recelos y sospechas, dada la ignorancia que hay sobre este tema y los errores que se han introducido en el mismo. En el sentido cristiano no significa otra cosa que el misterio de la unión del Cristo resucitado con los cristianos. Esta es una verdad tan incontestable en el Nuevo Testamento que con razón Thomas Merton pude decir que “cristianismo y misticismo cristiano eran originalmente la misma cosa”. Se puede decir además, que todo verdadero cristiano comienza con una experiencia mística, la experiencia de la conversión y el nuevo nacimiento por la que se le abre la puerta que da acceso a la intimidad de Dios, su amor y redención. En todo cristiano hay una vocación que suele ignorarse, o desgraciadamente, que se trunca, se malogra, se frustra, por falta de sabiduría y maestros espirituales que conduzcan al creyente a ahondar en aquello que para él fue un día lo más hermoso que pudo escuchar: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mi” (Gál. 2:20), pero que con el paso del tiempo se convierte en concesiones al “viejo hombre”, “somos carne, somos débiles”, y se reduce a participación más o menos comprometida en actividades de la iglesia.

Esta gran transformación, este cambio glorioso del que aquí hablamos, es la parte esencial del mensaje de salvación como su corona y cumplimiento. Por eso necesitamos urgentemente tomar conciencia, y hacer que otros hagan lo mismo, que la enseñanza bíblica del plan de Dios para nosotros, su propósito y designio de redención, incluye y consiste en configurar nuestra vida a imagen y semejanza de Jesucristo como meta y fin de nuestro llamamiento y vocación. Esta ambiciosa aspiración habita en lo más hondo y auténtico del ser cristiano, del nuevo ser en Cristo, pero que un día se quedó difuminada en los entresijos de nuestra alma debido a una falta de enseñanza adecuada respecto a la misma. Hay que recuperar “esa infancia del alma proclamada bienaventurada en el Evangelio”, como nos alienta Maurice Zundel. “El misterio de Jesús es un misterio de santidad que no puede ser abordado con provecho más que desde dentro, a la luz de una vida interior consciente de sus propias exigencias […]. Elevar a Jesús al rango de Dios no fue la preocupación de los apóstoles, como algunos críticos han podido pensar. Lo que ocurrió es que su corazón ardió en esa santidad divina y comprendieron que encontrarse con Él era encontrarse con Dios y que el Reino cuyo misterio les proponía era, ante todo, Él en ellos.

Desde este perspectiva, la afirmación “no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”, cobra un significado esperanzador para el cristiano interesado en crecer y madurar en su fe. Se trata de un ideal realizable que comporta una pasión infinita. “Es posible, dese lo profundo del ser, conectar con la Fuente de la Vida. Entonces, la frase tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Fil. 2:5), no es una simple declaración de buenas intenciones, sino la formulación de una experiencia espiritual de san Pablo que le permitió ser uno con Aquel que amó hasta el extremo (Jn. 13:1)”. A esta misma experiencia están llamados todos los cristianos. Tal es su suprema vocación en Cristo (Filp. 3:4). “Reconoce, cristiano —exhortaba León Magno a sus fieles—, tu dignidad, y una vez que has hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a la antigua miseria con una conducta degenerada. No olvides de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado al esplendoroso Reino de Dios (Sermón 21).

En Cristo, Dios se nos muestra como aquel modo de vida que Él desea para toda mujer y hombre de fe. Lo cual no es un deseo a realizar cuando estemos en el cielo, sino un programa de vida a llevar cabo en el momento presente de cada cual. La vida cristiana pierde así ese carácter anodino de una realidad espiritual que sólo se cumple “en el más allá”. Todo lo contrario. La vida ordinaria, repetitiva y a veces irrelevante del cristiano se convierte de repente en una gran aventura de transformación  desde el momento que toma conciencia del supremo llamamiento de Dios en Cristo. Un mundo nuevo se abre delante de él: participar de la naturaleza divina y de su plenitud de amor, que sobrepasa todo cuanto podamos imaginar. “Que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:16-19).

La Iglesia es la avanzadilla del Reino de Dios, las primicias de ese Milenio, o mejor aún, de ese cielo nuevo y tierra nueva que ya comienza a hacerse realidad mediante la proclamación del Evangelio. Es ese lugar especial donde se hace presente “el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Ap. 21:3), donde todo el que tiene sed, Cristo le da “gratuitamente de la fuente del agua de la vida” (v. 4). La ciudad sin templo “porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (v. 22). El pueblo adquirido por Cristo “de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Ap. 5:9; 7:9).

Al final la nada de Cristo ha resultado ser el todo que necesitamos. El mensaje más apremiante para nuestra iglesia, para nuestros jóvenes y mayores; para nosotros mismos. Tenemos por delante un camino amplio y desbordante por explorar. La vida cristiana no se agota en sus primeros pasos, bien entendida nos conduce al proyecto más grandioso jamás imagino, ser Hombres Nuevos a imagen y semejanza del Primer Hombre Nuevo, Jesucristo. En Él se revela y realiza el modelo de la nueva humanidad que constituye la promesa más rica, la exigencia más radical de promoción humana que podamos imaginar.

Somos cristianos porque estamos siempre en contacto vital con Jesucristo, que se actualiza cada día en nuestro corazón gracias a la acción del Espíritu Santo. La existencia cristiana no se agota en la salvación, cuando dejamos que Cristo vaya tomando forma en nosotros nos abrimos a la vida de Dios que es amor. Vale la pena vivir en Cristo, Él es la promesa del hombre nuevo y del mundo nuevo que tenemos el deber y la obligación de anunciar y construir con el poder del espíritu del Resucitado.

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Evolución de la idea de Dios en la Biblia

Por Salvador Dellutri

Parafraseando a Salomón en los Proverbios podríamos decir que la idea de Dios en la Biblia, desde el primero al último libro, “va en aumento hasta que el día es perfecto” Por lo menos si entendemos por perfecto a lo que se adapta acabadamente a nuestras necesidades.

El Dios de la Biblia se revela, avanza sobre la realidad de los hombres mostrándose progresivamente, teniendo en cuenta la mentalidad de cada época.

En el pensamiento mítico el hombre proyecta en el más allá una divinidad y luego se esfuerza, a través del rito, por hacer que la divinidad se ponga a su servicio. Tal vez sean los griegos el ejemplo más conocido para nosotros: Sus dioses eran proyecciones de ellos mismos: Caprichosos, viciosos, imperfectos, sacudidos por las pasiones. A través del rito se trataba de volverlos propicios a los ofrendantes.

Por el contrario, en la Biblia es Dios quien interpela al hombre, y este le responde. El rito es la respuesta del hombre a un Dios que está presente y no está callado. 

Pero aún así, el camino no está exento de problemas: ¿Cómo puede el hombre cuya mente está ligada a lo material, entender a Dios que es Espíritu? ¿Cómo puede el hombre, limitado en tiempo  y espacio entender al Dios eterno e infinito? ¿Cómo puede el hombre imperfecto  y pecador, entender al perfecto y santo Dios?

Spurgeon, uno de los grandes pensadores protestantes del siglo pasado, decía:

Es un tema tan vasto que todos nuestros pensamientos se pierden en su inmensidad; tan profundo que nuestro orgullo se hunde en su infinitud. Cuando se trata de otros temas podemos abarcarlos y enfrentarlos… Pero cuando nos damos con esta ciencia por excelencia descubrimos que nuestra plomada no pude sondear su profundidad, que nuestro ojo de águila no puede percibir su altura… Ningún tema de contemplación tenderá a humillar a la mente en mayor medida que los pensamientos de Dios.

En la sociedad patriarcal del Génesis Dios va asomando lentamente en el horizonte de los hombres. La limitada capacidad de estas sociedades primitivas hacía que Jehová fuera el Dios del clan o de la tribu. Y el gran problema era diferenciarlo de los falsos dioses que patrocinaban a otros pueblos vecinos, mostrar la singularidad de un dios que existe, tiene una personalidad y un carácter definido, y que, en consecuencia, tiene demandas éticas para su criatura.

Pero es en el Éxodo cuando Dios extiende su carta de presentación a la nación hebrea. Interrogado por Moisés acerca de su nombre dice lacónicamente: “Yo soy el que soy”.

En la definición se halla implícita la diferencia con los dioses que adoraban lo egipcios y demás pueblos conocidos: Dios no era una proyección del hombre, era enteramente otro, con personalidad y carácter definido. Dios deja establecida su singularidad y sobre ella va a funcionar el monoteísmo de su pueblo.

Rápidamente, y antes de darles la libertad, muestra su poder por encima de los “otros dioses”. Cada una de las diez plagas que caen sobre Egipto ataca a uno de los dioses protectores del imperio, culminando sobre el deificado primogénito del faraón.

Dios se muestra como el todopoderoso que doblega las fuerzas naturales y espirituales.

Pero instalados en el desierto el carácter moral de Dios se manifiesta en el Monte Sinaí con los Diez Mandamientos: Allí se caracteriza como el Dios justo y amante de la justicia. Como un Dios exclusivo y excluyente (“No tendrás dioses ajenos delante de mi”), espiritual (“No te harás imagen ni ninguna semejanza), celoso de su honra (“No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano”).

Las taxativas prohibiciones (protectoras de la vida, los bienes, la familia, etc.) van mostrando la rectitud de Dios y las demandas que esta rectitud tiene sobre las criaturas.

Pero es en el último de los mandamientos, el referido a la codicia, donde muestra su poder inquisidor sobre el alma humana. Demanda una pureza que no solo sea exterior, sino interior. Pureza de corazón.

Estos mandamientos no aparecen como sugerencias u opciones de conducta, sino como imposiciones. Su trasgresión hace pasible del castigo.

Sin embargo la imagen del “Dios castigador” o de “la cara oscura de Dios en el Antiguo Testamento” está desmentida por la inmediata instalación del ritual: Un templo portátil que grafica en forma audiovisual la relación del hombre con Dios.

El Dios espiritual y eterno está separado del hombre, su gloria mora en el “Santo de los Santos”, lugar inaccesible para los mortales. Pero esa morada está en medio de su pueblo. Dios está moralmente separado del mal, pero quiere estar con ellos.

Y cuando algún israelita siente el peso de su culpa la asume llevando un cordero al sacrificio. Porque Dios se presenta como  misericordioso y clemente. Es el Dios justo y exigente, pero perdonador.

Esta es una de las grandes diferencias con los griegos que, concientes de la culpa, se exculpaban descargando la responsabilidad sobre los dioses. La falta de respuesta al problema de la culpa hace decir a Esquilo en “Niove”: “Dios engendra en los mortales la culpa cuando quiere detruír totalmente a una familia”

Por el contrario, los hebreos podían acceder de ordinario a la expiación de las culpas personales.

Una vez al año, el Sumo Sacerdote se presenta en el “Santo de los Santos” para hacer expiación con un sacrificio por el pecado del pueblo y deja la sangre sobre el arca del pacto, único mueble del lugar. El pecado ha sido pagado por la sustitución del cordero. Dios se muestra como el Redentor de su pueblo.

Por supuesto que todo esto era la graficación de algo que todavía estaba en el misterio. ¿Comprendían esto los oferentes? ¿Se darían cuenta que la muerte de un animal no sirve para expiar la culpa de los hombres? Seguramente la mayoría no tenía tal penetración. Sin embargo David, en el salmo penitencial, dice:

Pues tú no quieres ofrendas ni holocaustos;

yo te los daría, pero no es lo que te agrada.

Las ofrendas a Dios son un espíritu  dolido;

¡tú no desprecias, oh Dios, un corazón hecho pedazos!

La fina percepción espiritual de David le hace ver que no está todo dicho. Que todavía hay mucho por conocer sobre Dios.

Pero el camino está preparado y cuando Juan el Bautista presenta a Jesucristo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, lo que era una figura toma realidad, y el corazón del hombre está preparado para recibirlo.

El mismo proceso de ir asomando progresivamente es el que sigue Jesucristo con sus discípulos. Va mostrando su poder y sus demandas hasta que, pocos meses antes de ir a la cruz, los confronta en Cesarea de Filipo: “¿Quién dicen los hombres que soy?” “¿Quién decís vosotros que soy?”. Cuando Pedro lo declara como el Cristo, Hijo del Dios viviente, entonces sigue la revelación y les habla de la cruz. Pero es en el aposento alto, ya frente a la sombra del sacrificio, donde ante la demanda de Felipe: “Muéstranos al Padre…”, le responde: “El que ha visto a mi, ha visto al Padre”.

Parecería que con la revelación de Jesucristo llegamos a la perfección del conocimiento de Dios: Nada nos queda por conocer porque hemos penetrado en el corazón mismo de Dios.

Pero nos preguntamos: ¿Es verdaderamente así?

El Apóstol San Pablo escribe a los Gálatas

Ciertamente, en otro tiempo, no conociendo a Dios, servíais a los que por naturaleza no son dioses;  mas ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios… Gálatas 4,8-9

A los filipenses les dice que milita: “a fin de conocerle…”

El conocimiento de Dios sigue siendo insondable. Cuando creemos que estamos en la profundidad, todavía estamos en la superficie. Sin embargo tenemos la certeza de ser conocidos y de conocer lo que necesitamos conocer.

Para los hombres de fe queda siempre en pie la esperanza: En la eternidad “entonces conoceré como soy conocido”

Concluyamos con las palabras de Jeremías

“Que no se enorgullezca el sabio de ser sabio,

ni el poderoso de su poder,

ni el rico de su riqueza.

Si alguien se quiere enorgullecer,

que se enorgullezca de conocerme,

de saber que yo soy el Señor,

que actúo en la tierra con amor, justicia y rectitud,

pues eso es lo que a mí me agrada.

Yo, el Señor, lo afirmo.”

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Relevancia de la Escritura hoy “Jesucristo clave y fin de la Escritura”

Por Alfonso Ropero Berzosa

· Introducción

· ¿El pueblo del Libro?

· El Corán y la Biblia

· Continuidad y cambio

· La Escritura, testimonio de Cristo

· Cristianismo sin Cristo

· La Escritura y Jesús: el Antiguo Testamento para los cristianos 

· Fe e historia

Introducción

La Biblia es el libro por excelencia del cristiano, el libro sagrado que informa su fe y su práctica. Esto es cierto, pero no siempre tenemos claro nuestra relación con la Biblia, el entendimiento de su naturaleza y su propósito. No es una cuestión tan simple como a pueda parecer a primera vista. Y si les inquieto con esta cuestión, es porque primeramente yo he sido inquietado por otros, obligándome a considerar seriamente nuestra relación con la Biblia, ya que por eso de que somos “el pueblo de un Libro”, parece que nuestra relación con Biblia es espontánea y natural, cuando realmente obedece a una serie de hábitos y costumbres heredados de tradiciones eclesiales.

Ya en mis primeros días de pastorado, otro joven pastor amigo mío me sorprendió con su crítica de un himno que acabábamos de cantar, muy querido por las iglesias españolas, y creo que también por las iglesias latinoamericanas (después lo he visto hasta en el Himnario de la Iglesia Adventista del 7º Día). Me refiero  al que comienza diciendo:

Santa Biblia, para mí,

Eres un tesoro aquí;

Tú me dices con verdad

la divina voluntad;

Tú me dices lo que soy,

De quién viene y a quién voy.

Es un himno escrito por Juan Burton y traducido al español por Pedro Castro, allá por los años 1860-1870. Pues bien, mi pastor amigo, me dijo que no era correcto cantar un himno a Biblia, pues nuestro canto y alabanza sólo deben dirigirse a Dios en su Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu. Yo creía que bromeaba, así que no me lo tomé en serio. Pero él insistió dándome argumentos teológicos, que no me hicieron cambiar, decidido como estaba a seguir cantando dicho himno tan querido y expresivo de la experiencia evangélica. Qué duda cabe que los argumentos emocionales pueden más que los racionales, al menos en principio.

No me sorprendió lo que me decía, pues ya estudiando la Institución de la religión cristiana, de Juan Calvino me quedé sorprendido con su crítica al llamado Credo Apostólico, cuando después de decir “Creo en Dios, creador del cielo y la tierra; creo en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro; creo en el Espíritu Santo”, afirma “creo en la santa Iglesia universal”, tal como aparece más claramente en el Credo de Nicea: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”.  Calvino argumenta que no es correcto decir “creo en la Iglesia”, porque este es un lenguaje impropio, ya que creer, sólo creemos en Dios. “Testificamos que creemos en Dios, porque nuestro corazón descansa en Él como Dios verdadero, y que nuestra confianza reposa en Él. Lo cual no se aplica a la Iglesia”. Creemos a la Iglesia cuando habla conforme a la Palabra de Dios, no en la Iglesia.  Calvino termina diciendo: “No quisiera discutir por meras palabras, sin embargo preferiría usar los términos con propiedad para que queden claras las cosas, en vez de emplear términos que oscurezcan el asunto sin razón”.

En este caso Calvino me convenció pronto, no por ser quien fue, sino porque no era lo mismo meterse con la Iglesia católica, asociada en el imaginario colectivo al Vaticano y la Inquisición, que con la Santa Biblia, acariciada como la Palabra de Dios y el alimento del alma. Pero es cierto, creemos a la Biblia, no en la Biblia.

Cuento esta anécdota personal, porque me parece que puede ilustrar lo que voy a decir a continuación, la inquietud reflexiva o reflexión inquisitva que quisiera introducir en sus mentes. Y todo esto con vista a la edificación.

¿El pueblo del Libro?

Todo hemos oído la expresión “pueblo del libro”,  y nos gusta pensar que sí, que somos el pueblo del Libro, la Biblia, que es la Palabra de Dios, inspirada, infalible e inerrante, la guía más segura para llegar al cielo y llevar una sana vida cristiana.

Es cierto que como cristianos evangélicos nos distinguimos por nuestra actitud ante la Biblia, por el aprecio que le tenemos y la devoción con que leemos sus páginas sagradas. En nuestras librerías, la sección mayor no corresponde a los libros de teología, historia, estudio o espiritualidad, sino a la Biblia en toda su gama de formatos y presentaciones: para jóvenes, para ancianos, para hombres, para mujeres. En EE.UU. ya existen Biblias patrióticas, Biblias para gendarmes, para presos, para bomberos, para guardacostas, para médicos, para enfermeras…

Además tenemos las nuevas versiones que van apareciendo de vez en cuando, y las ya imparables Biblias de estudio para todo. La Biblia de estudio pentecostal, la Biblia de estudio reformada, la Biblia de estudio wesleyana, la Biblia de estudio bautista (o al menos de Ed. Mundo Hispano), o las Biblias de estudio de este u otro pastor o escritor famoso. En fin, que sólo por el bulto que hacen las Biblias en los estantes nuestra librerías no se puede ocultar que somos el pueblo de libro.

¿Hasta dónde es correcto decir que somos el pueblo del libro?

Pues, lo cierto es que nuestra fe no está puesta es un Libro, por más inspirado por Dios que sea, sino en una Persona, Jesucristo, nuestro redentor y salvador, del cual ese Libro da testimonio. Si no entendemos esto bien, o nos dejamos llevar por la inercia de la práctica común, caemos en un grave error que afectará la vida y el testimonio de nuestras iglesias. La insistencia en la Biblia como centro de nuestra fe nos puede llevar a una religiosidad de carácter intelectual, centrada en la doctrina, la “sana doctrina”, con todos los riesgos que esa actitud conlleva de discusiones, cismas y divisiones por cuestiones de palabras, o interpretaciones divergentes de la misma Biblia. Naturalmente que la Escrituras nos comunica verdades, doctrinas, pero verdades relativa a Dios en Cristo; no nos entrega un conjunto de proposiciones verbales dispuestas como un paquete que hay que aceptar para ser salvos, sino que se nos comunica a sí mismo. Como decía Emil Brunner, “en su palabra Dios no me dice `algo´, sino que se me dice a sí mismo”. Dios no nos revela una serie de enseñanzas de teología sistemática (nada hay menos sistemático que la Biblia), sino que se revela a sí mismo como nuestro Señor y Salvador. “El objeto que la Escritura me ofrece no tiene el carácter de `algo´ que yo con las energías de mi pensamiento haya de desvelar o aclarar, sino que lo que se me ofrece es un Persona que me habla y que se me manifiesta en ella”.

Esto significa en la práctica que el ejercicio de la lectura bíblica tiene el carácter de un acontecimiento espiritual de un verdadero encuentro con Dios en el Espíritu que se nos acerca en su Hijo, cada vez que leemos la Escrituras con la debida actitud.

El apóstol Pablo, en su gran carta a los romanos, se presenta a sí mismo como siervo del Evangelio, la buena noticia, el mensaje de salvación, que en otro tiempo Dios había prometido por medio de sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo (Ro. 1:2-3), lo cual comenta Calvino acertadamente: “He aquí un extraordinario y bello pasaje por el cual aprendemos que todo el Evangelio está contenido en Cristo, de modo que quien se aleje un solo paso de Cristo, se aleja también del Evangelio. Porque sabiendo que Cristo es la viva imagen del Padre (Heb. 1:3), no debemos jamás extrañarnos si El solamente nos es propuesto por Aquel al que toda nuestra fe se dirige y en el cual se detiene”.

Algunos pueden pensar buenamente que el calificativo de pueblo del libro nos viene de los días de la Reforma, cuando los reformadores proclamaron su conocido lema Sola Scriptura, mediante el cual afirmaron su convicción de que la Sagrada Escritura es la autoridad final, única y suficiente en cuestiones de fe y práctica, en oposición a la Iglesia católico-romana para la que autoridad reside no sólo en la Biblia, sino en la Tradición y el Magisterio eclesiástico, con la figura del Papa a la cabeza. En este sentido los reformadores se sintieron el pueblo de un libro, la Biblia, y su autoridad infalible, frente a las autoridades de los jerarcas, maestros y obispo de la Iglesia de Roma. A ella le dedicaron estudios, comentarios y un buen número de traducciones en la lengua de sus diferentes comunidades. “La Biblia sola —decía William Chillingworth— es la religión de los protestantes”.

Sin embargo, conviene recordar que junto al lema Sola Scriptura, los reformadores proclamaron otro igualmente importante, Solus Christus, Cristo solamente, para manifestar bien claro su fe en la única y absoluta mediación de Cristo, el único Salvador, el único Señor, la única verdad, el único camino y la única a vida al que todo cristiano debe aspirar. Veremos después lo que esto significa tocante a la Escritura en nuestra sociedad y en nuestra iglesia.

El Corán y la Biblia

¿Sabían ustedes que la expresión “pueblo del libro” es mucho más antigua que la Reforma y que fue utilizada por Mahoma para describir a los cristianos y a los judíos de su época?

Este es un dato significativo que ya lo hizo notar el teólogo escocés Marcus Dods, a principios del siglo XX.  “La designación —decía— con la que Mahoma en el Corán generalmente distingue a los cristianos es pueblo del libro. Esto, sin embargo, es meramente una ilustración de lo limitado del horizonte del profeta sobre el cristianismo. Porque, de hecho, la posesión de una Escritura sagrada no era entonces ni lo es ahora una singularidad distintiva del cristianismo”.

La expresión pueblo o “gente del libro” se encuentra varias veces en el Corán, allí donde se hace referencia a los Ahl al- Kitâb, literalmente “gente del Libro” o “gentes del Libro” (3, 64, 71, 187; 5, 59), que engloba a judíos y cristianos, y musulmanes, naturalmente. Mahoma no tuvo un conocimiento directo e íntimo del cristianismo, los suyos fueron ligeros contactos con cristianos nestorianos de Damasco. De ahí su imagen superficial y externa del cristianismo, aunque decisiva para su creencia. De esa imagen concibió su idea de que igual que judíos y cristianos habían recibido la Palabra de Dios por medio de los profetas inspirados divinamente y materializada en un libro sagrado, él podía ser el profeta de los últimos tiempos que trajera la nueva palabra inspirada de Dios para el mundo, el Corán.

El Corán, en árabe al-qurʕān, que significa “la recitación”,  “lo recitado”, es el libro sagrado de los musulmanes, pero en ningún aspecto, ni en fondo ni en forma, es equiparable a la Biblia cristiana. Son dos mundos diferentes. Si la Biblia, en cuanto libro, es testimonio o el registro escrito de la Revelación de Dios en la historia, el Corán, en cuanto libro, es literalmente la palabra “eterna e increada” de Alá, tanto en su gramática como en su caligrafía. Como dice magníficamente el Dalai Lama, hablando del islam: El Corán “es diferente a cualquier otro texto; no tiene origen humano ni está adulterado por limitaciones de cualquier intención o pensamiento humano. El Corán es, literalmente, el milagro más grande jamás hecho por Dios, y por lo tanto no sólo su contenido es perfecto, sino también su lenguaje”.

Según el islam, Mahoma recibió directamente de Dios el mensaje revelado que el profeta encargó a diversos escribanos fijar por escrito. “Para asegurar el origen divino de la revelación coránica y la transmisión inmediata de la misma por el ángel Gabriel remarcan los comentadores islámicos que Mahoma no sabía ni leer ni escribir”. De este modo se descartaba desde un principio toda intervención humana. Lo mismo que siglos después harán los mormones respecto a Joseph Smith y su libro sagrado, El libro de mormón.

Basándose en pasajes concretos del Corán existen algunos comentadores del islam que parten de la idea de que el Corán es copia de un original celestial, la norma primordial del libro. Como el original y su copia están redactados en árabe, no existe la posibilidad de una traducción auténtica.

Por ello, para el islam, la transmisión del Corán debe realizarse sin el menor cambio en la lengua originaria, el árabe clásico, también llamado árabe culto, lengua considerada sagrada a todos los efectos. Sólo por concesión se traduce a otros idiomas, pero todo fiel musulmán está obligado a aprender el idioma de Dios. 

Los autores bíblicos, muchos en número, unos conocidos y otros anónimos, nunca pensaron que el idioma que utilizaron, sea hebreo, arameo o griego, correspondía el “idioma de Dios”. Tampoco pensaron que un ángel del cielo, Gabriel en el caso de Mahoma, Moroni en el Joseph Smith, les soplaba en el oído las palabras que debían pronunciar o escribir.

Mucho me temo que a veces los cristianos miran a la Biblia como si fuera una especie de Corán, fijo e inamovible, como un monolito caído del cielo, del cual quieren sacar lecciones para hoy sin considerar el contexto histórico ni el lugar que ocupa en el proceso de la revelación.

Hay incluso quienes atribuyen a la misma traducción de la Biblia en su propia lengua una cuasi “inspiración”. Así, la King James para muchos ingleses, y la Reina-Valera para muchos hispanoparlantes.

La Iglesia cristiana fue desde el principio una iglesia de traductores. Su reverencia al texto sagrado nunca llegó al punto de atribuir sacralidad al idioma original, hebreo o griego. Creyó que el mensaje revelado es viable de expresarse en todos los idiomas. Por esa razón, las Escrituras sagradas de los cristianos bien pronto se tradujeron a los idiomas de los naciones donde los misioneros y evangelistas llegaron con el mensaje de Cristo. Nunca cayó la Iglesia en la tentación de los grupos religiosos tan prominentes en su época de reservar la Escritura por un grupo de eruditos e iniciados, expertos en el arte de la escritura sagrada. Desde el principio la Biblia fue el libro del pueblo, de todos los cristianos, que habló el idioma de los pueblos que se abrían al mensaje de Cristo, y que hasta contribuyó a dar forma literaria a esos idiomas carentes de una forma escrita estándar.

La Revelación de Dios no es la entrega de un libro, sino, más bien, la totalidad de la acción salvadora de Dios en la historia de su pueblo, Israel, que alcanza su cénit y plenitud en la encarnación de Cristo, la Palabra divina. En esta revelación Dios se muestra como el Dios de amor que busca al hombre en su extravío, que recibe menosprecios constantes a esta oferta de amor y que no obstante, por puro amor, llega hasta el punto increíble de la inmolación en la persona de su Hijo, quien recapitula toda la historia de oprobio y rechazo, al mismo tiempo que mediante la acción del Espíritu inicia la creación de un hombre nuevo.

La Revelación es algo más que comunicación de verdades formales sobre Dios, sus mandamientos y su voluntad. La revelación es Dios en acción que incide en la experiencia humana iniciando nuevos comienzos a partir de esa experiencia salvífica: Abrahán, Moisés, Samuel, Isaías, Amós, Ezequiel…, y finalmente, Jesús. Por eso, la Biblia, en cuanto registro inspirado de esa historia de salvación, es algo muy distinto a un código de leyes, oráculos, ritos ceremoniales o doctrinas sagradas, es el testimonio de una historia de hombres y mujeres atravesados por la experiencia de Dios en su contexto sociocultural, con sus derrotas y fracasos, que desemboca en la venida del Ungido de Dios, la Sabiduría divina, el Logos encarnado. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo” (Heb 1:1-2).

Continuidad y cambio

Cuando decimos que Dios ha hablado, lo cual ciertamente es un antropomorfismo, una manera humana de referirse la acción de Dios, ya que Dios carece de boca y cuerdas vocales, queremos decir que Dios ha actuado, intervenido en la historia de su pueblo dándose a conocer a personas elegidas, y por medio de ellas, a todo el resto. El resultado de esas experiencias de encuentro con Dios son nuevos inicios de la humanidad, en continuidad y discontinuidad con el pasado: “Yo soy el Dios de tus padres”, continuidad en la historia de la experiencia humana del Dios único y verdadero; “arrepiéntete y se perfecto delante de mi”, discontinuidad con las experiencias de infidelidad e injusticia por las que tan fácilmente se desliza la acción humana. 

Injusticia que se manifiesta es un acto de culpa universal condenado al Justo, matando al Hijo de Dios; pero cuya palabra final es el poder de la Resurrección que neutraliza la injusticia del hombre y de los poderes y potestades de este mundo, matando en la muerte de Inocente todas las enemistades y derribando los muros de separación que dividen a los hombres de los hombres, y a los hombre de Dios, favoreciendo una experiencia única y universal de salvación y unión con Dios mediante el Hijo.

Es muy importante tener en cuenta la dialéctica de la revelación: “En otros tiempos”, pero “ahora”. Como un buen maestro y pedagogo Dios ha acompañado la experiencia de su Pueblo a lo largo de historia, a veces con mano dura, con vistas a la revelación de Jesucristo, en quien todas las cosas son hechas nuevas. Él es el heredero (Heb 1:1).

Digo esto, porque hay quien considera que para ser fieles al Dios revelado en la Escrituras, entendidas estas como un fin en sí mismas, habría que implantar en nuestros días la legislación hebra sobre delitos y penas, ya que si toda la Biblia es inspirada de por Dios, participa de la eternidad de Dios y, por tanto, su mensaje hoy debería ser tan vigente y actual como lo fue en el momento de ser puesta por escrito. Se ha llegado a defender la lapidación como el método de aplicar la pena capital, por encontrarse legislada en la Ley de Moisés. 

Pese a nuestra familiaridad con la Biblia, creo que hay mucha confusión respecto a naturaleza y propósito, y sería conveniente esclarecerla.

La Escritura, testimonio de Cristo

En primer lugar hay que decir, aunque parezca una obviedad, tan evidente y tan sabida que resulta una afirmación trivial, que hay que concebir y leer la Escritura como cristianos.

¿Qué significa leer la Escritura como cristianos? Significa leerla con ojos cristianos, tal como el Nuevo Testamento nos enseña a leerla. Para citar las palabras de Jesucristo en el Evangelio de Juan: “Escudriñad las Escrituras, porque á vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39), señalando el sentido que las Escrituras tiene para el creyente: el de testigo, como Juan el Bautista que apunta al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Ese texto, pues, da testimonio de la conciencia de la comunidad que, siguiendo la enseñanza de Jesús, lee la Escritura con vistas a desentrañar el misterio de Cristo.

Después de la muerte Jesús, cuando sus discípulos creían que todo estaba perdido, Lucas nos narra el relato de la aparición del Jesús resucitado a los apesadumbrados caminantes de Emaús, a quienes les echa en cara: !Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc 24: 25-27). ¿A qué pasajes concretos pudo hacerles referencia el Señor?.

No es la intención del texto de Lucas entrar en detalles, sólo poner de manifiesto su convicción de las Escrituras hebreas como testimonio autorizado del mensaje evangélico, de la vida y muerte de Cristo. Por otra parte, hay que aclarar que el cuadro que el Antiguo Testamento nos presenta del Mesías no se limita a un número específico de pasajes particulares. “Existen como si fuera, cuatro hilos que corren a través del Antiguo Testamento de principio a fin, que convergen en Belén y el Calvario: el histórico, el tipológico, el psicológico y el profético. Es razonable suponer que nuestro Señor, al interpretar en todas las Escrituras las cosas referentes a él, mostró cómo el Antiguo Testamento completo, de diversas maneras lo señalaba a él”.

Ya en los primeros días de su ministerio, Jesús se ganó la animadversión de sus contemporáneos, cuando después de leer en la sinagoga de Nazaret el pasaje de Isaías 61.1-2, se lo aplicó a sí mismo, hasta el punto que sus paisanos quisieron matarlo (Lc 4.21, 28-29).

Cuando en Juan cap. 5 Jesús dice que la Escritura da testimonio de él, en la controversia que sigue, Jesús se atreve a decir que “Moisés escribió acerca de mí”. En infructuoso tratar de averiguar a que textos concretos se refiere; bien puede ser, como después leyó la Iglesia: Gn. 3:15; 9:26; 22:18; 49:10; Nm. 24:17 y Dt. 18:15, 18. Pero lo que Moisés escribió acerca de Cristo no queda limitado a estos pasajes. Todo el Pentateuco, y no sólo el Pentateuco, sino todo el Antiguo Testamento, apunta a la venida de Cristo y prepara claramente su llegada.

Es evidente que Jesús leyó las Escrituras de un modo peculiar, a la luz de su conciencia mesiánica. Como escribe Félix García López: “Jesús no es un exégeta de la Escrituras, sino un exégeta de sí mismo; explica su persona y su obra a la luz de las Escrituras. La primitiva comunidad cristiana fue esclareciendo paulatinamente la identidad de Jesús a la luz de la Escrituras. Todo el Nuevo Testamento está escrito en esta perspectiva”.

Los apóstoles se preocuparon desde el principio de mostrar que el mensaje y la obra e Cristo estaba en línea de continuidad con los escritos sagrados de Israel. Como dice Pablo en Ro 15,18: “Cristo Jesús vino a ser siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los padres”, lo cual resume una práctica común en el ministerio misionero de Pablo. Así se dice que cuando Pablo llegó a Roma, lo primero que hizo fue convocar a los principales de los judíos, a los cuales aclara que su llegada como preso no obedece a nada que por su parte haya “hecho contra el pueblo, ni contra las costumbres de nuestros padres” (Hch 28, 17), y poco después comenzó testificarles sobre “el reino de Dios desde la mañana hasta la tarde, persuadiéndoles acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas” (v. 23). Ya a Agripa le había dicho que él no había dicho “nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder” (Hch 26, 22), es decir, de la muerte y resurrección de Cristo.

Así, pues, Pablo lee el Antiguo Testamento, la Ley, los Profetas y los Escritos, con los ojos puestos en Cristo, para mostrar que él no dice nada nuevo que no estuviera ya escrito, predicho o vislumbrado en el Antiguo Testamento, de tal manera que Jesús queda integrado en la historia del pueblo de Dios, en su ley en su promesa, demostrando así que Jesús es el Mesías prometido a Israel.

Lo mismo que vemos en Pablo es lo que vemos en el resto de apóstoles y autores del Nuevo Testamento, los cuales leen las Escrituras para explicarse a sí mismos y explicar a otros el sentido y significado de la vida de Jesús, de sus hechos y dichos, de su muerte y su resurrección. El apóstol Pedro expresa su convicción de judío y cristiano, que ve en Cristo el cumplimiento de las Escrituras santas de su pueblo: “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Pd. 1:10-12). Este es el mismo tipo de lenguaje de su primer sermón en Pentecostés: esto es lo dicho por el profeta (Hch. 2:16).

Mateo en su Evangelio incluye un gran número de citas del Antiguo Testamento, que ilustran cada acción y cada palabra de Cristo. Las Biblia hebrea es para los primeros cristianos el testimonio autorizado de parte de Dios que ofrece la clave interpretativa de la vida y muerte de Jesús.   

De los datos que aporta el Nuevo Testamento sobre Jesús y los autores apostólicos en su relación con las Escrituras, la teología cristiana resume esa relación —que fue muy polémica en los primeros siglos del cristianismo— que “Jesucristo es el centro de la Biblia. En el Antiguo Testamento como promesa, anuncio y prefiguración. En el Nuevo como cumplimiento y realización”. Realización que por su parte, lleva consigo la revelación de una riqueza insospechada de la vida divina y su relación con el hombre.

Esto es más que suficiente para hacernos caer en la cuenta que la Biblia no es un fin en sí misma, sino un signo que apunta en dirección a Cristo, en quien se han cumplido el fin de los tiempos y el designio eterno de Dios para la salvación del mundo. Por tanto, hay que tener mucho cuidado en evitar el peligro de que la Biblia se convierta en una pantalla, en algo distinto de lo que está llamada a ser, de modo que nos impida ver o nos distraiga de su mensaje central que es Jesucristo, en toda su riqueza inagotable que siempre tiene algo nuevo que ofrecer. Hay quien hace de la Biblia un fin en sí mismo, tratando de descubrir en ella verdades ocultas del presente y del futuro, y se detienen hasta tal punto en ese pasatiempo que son incapaces de avanzar en el conocimiento del misterio de Cristo, su obra y significado para la vida presente.

Martín Lutero, el gran reformador, dijo que Jesucristo es el “centro y la circunferencia de la Biblia”, dando a entender que el significado fundamental es Jesucristo, quién y qué ha hecho por nosotros para nuestra salvación. Perderle a él como centro y llave de las Escrituras es perdernos nosotros en una lectura acristiana de la Biblia. “Este es el juicio y castigo  que Dios permite que venga sobre aquellos que no ven esta luz, es decir, que no aceptan ni creen lo que la Palabra de Dios dice sobre Cristo, por lo que andan inmersos en total oscuridad y ceguera incapaces de conocer nada en absoluto respecto a asuntos divinos” (Lutero).

Calvino, al comentar Romanos 10, 4: “Cristo es el fin de la ley”, dice: “Sea cual fuere lo que la Ley enseñe, ordene o permita, siempre tiene a Cristo como fin y a Él, por tanto, deben referirse todas las partes de la Ley, lo cual no puede hacerse sino despojándose de toda justicia propia y avergonzándose por causa del pecado personal, para buscar la justicia única y gratuita. Por este hermoso pasaje comprendemos que la Ley totalmente mira hacia Cristo y por esta razón el hombre jamás poseerá inteligencia si no sigue este camino”.

En su comentario a 2 Tim. 3:15, donde se dice: “las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”, con mucha agudeza Calvino advierte que muchos los falsos profetas y maestros hacen uso de las Escrituras como un pretexto”, no prestando atención al hecho que la sabiduría a la que nos conduce es a “la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”, dando a entender que para Pablo, “la fe en Cristo” es el modelo, y por lo tanto, “la suma de las Escrituras”.

Antes de que existiese lo que algunos llaman la Biblia cristiana, el Nuevo Testamento, no había nada escrito por Jesús o sobre él, sólo el recuerdo, la memoria de sus hechos, de su vida y testimonio. Los apóstoles no comenzaron anunciando una doctrina, una religión o una nueva moral, sino simplemente una Persona en la que se había hecho presente el Reino de Dios, es decir, Dios mismo en su acción. Durante años, el Nuevo Testamento, como describe gráficamente Carlos Mesters, existía sólo en el corazón, en los ojos, en las manos y en los pies de los testigos de Jesús. Su Biblia era la de los judíos, judíos ellos también, pero la leían a la manera cristiana. La leían y releían con ojos nuevos, desde la de fe en Jesús muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. En lo que Pablo llamaba “Antiguo Testamento” o “Antiguo Pacto” (2 Cor. 3:14) encontraban los textos para poder entender mejor la novedad que estaban viviendo en Cristo. Por ejemplo, los textos de la profecía de Moisés sobre el futuro profeta (Dt 18,15.19 y Hch 3,22), los de Isaías sobre el Siervo de Sufriente del Señor (Is 53,7-8 y Hch 8,32), los de Daniel sobre el hijo del Hombre (Dn 7,13 y Mt 24,30), ciertos salmos como el Salmo 2 (Hch 4,23-26) o el Salmo 110 (Hch 2,34) y otros.

El obispo anglo-evangélico, John Charles Ryle, exhortaba a los lectores de sus libros a que “con frecuencia se pregunten el valor que tiene para él la Biblia. ¿Es para ti solamente un libro que contiene preceptos morales elevados y consejos acertados? ¿O es un libro en el cual has encontrado a Cristo? ¿Es tu Biblia un libro en el cual “Cristo es el todo”? Si no es así, claramente debo decirte que hasta la fecha tu Biblia te ha sido de poco provecho”.

   

Cristianismo sin Cristo

Los autores apostólicos, como hemos apuntado, recurrieron a la Biblia con vistas en entender la singular experiencia de Jesús con Dios y el significado total de su persona y de su obra para la humanidad. Recurrieron a la Biblia pero era a Cristo a quien buscaban. Es de Cristo y de su mensaje de salvación de quien dan testimonio en sus predicaciones y en sus escritos. Ellos eran seguidores de una Persona y no de un Libro. Y lo mismo debemos ser nosotros. Pero no siempre es así, aunque no parezca que este sea el caso. Como escribe Rod Rosenbladt, profesor de Teología Sistemática y Apologética cristiana, en Concordia University, muchos evangélicos tratan a la Biblia como si fuera alguna especie de “Enciclopedia del Universo”, sin nunca ver a Cristo. Es más, llega a decir, que mucha de la predicación y temática de las iglesias evangélicas americanas hoy en día es tan acristiana, o sin Cristo, como la enseñanza de los antiguos racionalistas de la Ilustración. Esto lo decía hace 15 años, y según parece las cosas no han mejorado, sino que han ido a peor.

Hace unos pocos años, Michael Horton, profesor de Teología sistemática en Westminster Seminary California, publicó un libro titulado Cristianismo sin Cristo. El Evangelio alternativo de la Iglesia americana, donde entre otras muchas cosas dice:

“El cristianismo sin Cristo está [en todos lados] cruzando el espectro conservador-liberal y todas las denominaciones… Es fácil distraerse de Cristo como la única esperanza para los pecadores. Donde todo se mide por nuestra felicidad en lugar de la santidad de Dios, el sentido de que somos pecadores pasa a ser secundario, si no ofensivo…Yo creo que la iglesia en Estados Unidos hoy está tan obsesionada con ser práctica, relevante, útil, con éxito, y… aceptada que casi es un reflejo del mundo mismo… No hay nada que no se pueda encontrar en la mayoría de las iglesias de hoy que no podría ser satisfecho por cualquier número de programas seculares y los grupos de autoayuda”.

Las iglesias se han adaptado a las nuevas tecnologías, explotando todos los recursos que tiene a su disposición, son tenidas en cuenta por los políticos, atraen a famosos, las iglesias se llenan y la gente la pasan bien en los cultos de alabanza. Pero Cristo está ausente de las iglesias. ¿Es esto posible? ¿Cómo puede ser que Cristo esté fuera de su iglesia? Se dice claramente en las Escrituras: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Ap. 3:20). La puerta a la que se refiere el texto no es la puerta del inconverso, sino de la iglesia, la iglesia de Laodicea, concretamente. Sucedió en Laodicea, y sucede hoy en todas las iglesias a lo largo y ancho del planeta.

Hasta el papa Francisco está preocupado por esta extraña enfermedad de cristianos sin Cristo. Hace unos años, el 27 de junio de 2013, Francisco exhortó a sus fieles a no caer en la tentación de ser cristianos sin Cristo, un cristianismo hecho de rigidez y sanas palabras, pero no basado en la “roca” de la Palabra que es Cristo, sino en la arena de propia religiosidad. El papa Francisco insistió que hay muchos que no son cristianos, “sino que se disfrazan de cristianos. “No saben quién es el Señor, no saben qué es la roca, no tienen la libertad de los cristianos. Y, para decirlo de modo sencillo, no tienen alegría”.

A veces olvidamos que la religiosidad es tan peligrosa para el cristiano como la inmoralidad. Deja la conciencia tranquila y el corazón frío. Precisamente lo que Jesús combatió. Cuando leemos los Evangelio, vemos que Jesús nunca es severo con quienes se reconocen pecadores y pequeños. “Sólo reacciona duramente contra los que pretenden no ser como los demás y se creen que son algo. Estos fabrican unas relaciones de opresión que hacen imposible la fraternidad. De ahí las denuncias contra los ricos, los legistas —escribas— y sacerdotes que mitifican dinero, leyes y ritos. Jesús vive apasionadamente un amor entrañable al hombre y no puede soportar la marginación que a todos deshumaniza. Sus mismos ayes y amenazas son como lamentaciones de un corazón movido por una gran ternura”.

La Escritura señala a Jesús: el Antiguo Testamento para los cristianos 

“Toda la Biblia gira alrededor de Jesucristo: el Antiguo Testamento lo considera como su esperanza, el Nuevo como su modelo, y ambos como su centro”. Así resumía Blas Pascal, matemático, físico y filósofo del siglo XVII, el lugar de Cristo dentro de la Escritura, tal como lo entendieron los apóstoles y sus continuadores.

Hubo un momento en el cristianismo de los primeros siglos, que algunos cristianos se cuestionaron la validez del Antiguo Testamento para los cristianos. Para ellos, la moral del Antiguo Testamento basada en un sistema de leyes y castigos, donde trasluce el rencor y el deseo de venganza  no puede ser más contraria a la moral cristiana del perdón y la misericordia. El Dios del Antiguo Testamento, el Jehová de los Ejércitos, involucrado en la matanza de los cananeos no tenía nada que ver con el Dios y Padre bondadoso de Jesucristo; la historia del Antiguo Testamento, tan llena de crímenes, engaños, robos, incesto, adulterios, asesinatos, deseos de venganza, guerras de exterminio, está en las antípodas del mensaje de Jesús y de la predicación apostólica. Marción, que vivió aproximadamente entre el año 85 d. C. y hasta mediados del segundo siglo, se negó a aceptar el Antiguo Testamento como Escritura Sagrada. Esta corriente de pensamiento pervivió varios siglos. Todavía en el siglo IV, Agustín, en su juventud, fue miembro del grupo de maniqueos que despreciaba el Antiguo Testamento por considerarlo no espiritual y calificarlo de repugnante; abogaban por un cristianismo con un Cristo que no necesitaba el testimonio de los escritores hebreos.

El año 1920 el eminente teólogo protestante liberal Adolf von Harnack formuló la tesis siguiente: “rechazar el Antiguo Testamento en el siglo segundo, fue un error que la gran Iglesia condenó con razón; mantenerlo en el siglo dieciséis fue un destino al que la Reforma todavía no se podía sustraer; pero, desde el siglo diecinueve, conservarlo todavía en el protestantismo como documento canónico, de igual valor que el Nuevo Testamento, es consecuencia de una parálisis religiosa y eclesiástica”.

Quizás no con el mismo nivel de consciencia de Marción, Agustín o Harnack, pero si con la misma inquietud, muchos lectores de la Biblia, cuando atraviesan la densa lectura del Antiguo Testamento, tropiezan con muchas historias y textos duros y difíciles de asimilar. Por otro lado, muchos cristianos que confiesan aceptar la Biblia como su libro base, apenas si leen el Antiguo Testamento o recurren a él muy selectivamente.

Los apóstoles y los llamados Padres de la Iglesia se enfrentaron a este grave problema que tuvo que ser explícitamente tratado desde mediados del siglo II. Ellos recurrieron a los conceptos de promesa y cumplimiento, entendiendo el Antiguo Testamento por promesa, y el Evangelio o Nuevo Testamento por cumplimiento. De este modo justificaron  la conservación de las Escrituras hebreas en la Iglesia cristiana, como raíces de un árbol o piedras fundamentales de un edificio que germinará o se edificará sobre la persona de Jesucristo. Así, patriarcas y profetas ejemplarizan y predicen los acontecimientos de la vida de Jesús y la Iglesia, que es su cuerpo místico, la cual mediante su testimonio y predicación, realiza y prolonga en cada generación la realidad de la salvación en Cristo y por Cristo.

Este esquema de promesa y cumplimiento, una especie de revelación progresiva, permitió entender que lo nuevo, la Gracia y la Verdad de Jesucristo (Jn 1, 17), continúa y cumple las esperanzas de Israel, cuya misión era llevar el conocimiento del único Dios –el Dios de Israel– a todas las naciones del mundo. Es por ello que Pablo, apóstol de los gentiles, creía que él no estaba rompiendo con la historia de Israel, sino que daba cumplimiento a la misma — en su sentido más profundo y excelso—, anunciado el Evangelio de Cristo a los gentiles para que pudieran participar en el mundo venidero.

Desde el punto de vista histórico-gramatical resulta realmente difícil entender lo oportuno de las citas del Antiguo Testamento que los autores apostólicos aportan para confirmar sus aseveraciones, aunque hoy sabemos que ellos se comportaban conforme a los métodos judíos y rabínicos de estudio de la Escritura, que hoy, desde un punto de vista literal, no nos parecen tan adecuados. Sobe todo el método alegórico, usado por Pablo en relación a Sara y Agar, cuando dice: “Esto es una alegoría, pues estas mujeres son los dos pactos; el uno proviene del monte Sinaí, el cual da hijos para esclavitud; éste es Agar” (Gal 4, 24).

El método alegórico permite a los autores apostólicos que las personas y los hechos del Antiguo Testamento sean interpretados a la luz de la historia evangélica, de Jesucristo y su misión. El método puede ser cuestionable, pero la intención que lo anima es la misma convicción cristiana de que la Escritura hebrea, desde Moisés a los profetas, da testimonio de Cristo y de la novedad del Evangelio. Según G. von Rad, “el Nuevo Testamento tomó como punto de partida el contraste entre ese nuevo acontecimiento (la venida de Cristo) y el conjunto de la experiencia anterior de Israel; y este debe ser siempre el punto de partida para la interpretación cristiana del Antiguo Testamento”.

Fe e historia

En el año 2001, el periodista, filólogo y escritor Juan Arias, escribió un libro: Jesús, ese gran desconocido (Maeva, Madrid 2001), que fue muy popular, con un gran número de ediciones. Creo mucha polémica, aunque no decía nada extraordinario, excepto que decía en un lenguaje popular lo que se debía diciendo en los círculos reducidos de la investigación bíblica. Un amigo mío, que comenzó a interesarse por la fe, lo leyó y pronto vino a verme para que yo lo leyera también, porque era una libro extraordinario, donde se decían cosas nunca antes conocidos, básicamente que los Evangelios no son un relato biográfico de Jesús, ni siquiera una reconstrucción histórica de la figura de Jesús, sino un testimonio de fe, un relato teológico sobre Jesús, mediado por la experiencia creyente. Para mi amigo, estas revelaciones significaban el fin de su fe. Según él, si los evangelios no son un relato histórico de Jesús, entonces no podemos saber nada él y todo lo que nos han dicho sobre Jesús es falso. 

Esto es lo que suele ocurrir cuando una persona no formada se encuentra un texto que populariza los resultados de la crítica bíblica. Y la respuesta no pasa por la ignorancia o condenación de la crítica bíblica, hoy accesible en todos los medios, sino por la formación adecuada de las personas insuficientemente informadas.

Cuando en el siglo XVII, el sacerdote Richard Simon (1638-1712), historiador, filósofo y teólogo, puso en duda que Moisés fuera el autor de la totalidad del Pentateuco, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, fue condenado por el renombrado obispo y teólogo J.B. Bossuet, quien hizo que se destruyera por completo la primera edición de la obra de Simon, Historia crítica del Antiguo Testamento. El filósofo Baruc Espinoza fue sometido al ostracismo y maldición de la comunidad judía holandesa más o menos por atreverse a decir lo mismo que el sacerdote católico. A lo largo del siglo XIX muchos profesores de teología perdieron su cátedra por aceptar las teorías de la alta crítica alemana.

A principio del siglo XX los fundamentalistas orquestaron una campaña internacional para mantener fuera de las iglesias y los centros de enseñanza cristianos a los liberales, o a cualquiera que se atreviera poner en cuestión la autoridad de la Escritura en cualquiera de sus variantes. Fue una lucha encarnizada de amplias repercusiones. Un siglo después, parece que las cosas han cambiado mucho. La familiaridad con los presupuestos de la exégesis histórico-crítica es común a muchos estudiantes, profesores y pastores de las Iglesias tradicionales, principalmente en las nuevas generaciones de pentecostales y carismáticos.

¿Cómo puede convivir la crítica bíblica con la experiencia del Espíritu? No voy a entrar en ese tema ahora. Sólo hacer una aclaración muy importante, el problema del protestantismo liberal, que fomentó la alta crítica de la Biblia, no fue su ciencia, ni su rigor académico. La fe cristiana no tiene nada contra la ciencia y la academia. El problema de los protestantes liberales, en palabras del famoso psicólogo suizo Carl G. Jung, fue que perdieron el sentido de lo sagrado. Y el resultado de esta pérdida, que venía de lejos, del intelectualismo y racionalismo propios del protestantismo, basado más en el conocimiento intelectual del Libro, que en la experiencia viva de la Persona de Jesús, a la que remite la Biblia, fue una crítica destructiva y llena de los prejuicios de su época. No fue un problema de erudición, sino de corazón.

Hoy nos enfrentamos a un problema muy distinto. La inmensa mayoría de los miembros de nuestra iglesias, con muy poca o escasa formación teológica, sólo por el hecho de creer que la Biblia es la Palabra de Dios, infalible  e inerrante, tiende a pensar que la Biblia en su totalidad en una revelación divina enviada desde el cielo casi por dictado directo de Dios a los autores sagrados, tal como se pensó en la época de la Reforma y siglos posteriores, cuando se creyó cada frase, cada palabra, cada letra, era inspirada directamente por Dios al autor sagrado, que actúa como una especie de taquígrafo o secretario. Algunos llegaron al extremo de extender la inspiración hasta los puntos vocales del presente texto hebreo. Hoy día ningún teólogo, por más conservador que sea, mantiene esa creencia. Como alguien ha dicho, si Dios hubiera dictado la Biblia, el estilo y vocabulario de cada libro de la Biblia sería completamente igual. Pero al leer las Escrituras nos damos cuenta que el punto de vista del dictado es incorrecto, pues lo cierto es que cada libro de la Biblia muestra la personalidad y el estilo de cada autor. Los escritos de Pablo son diferentes a los de Pedro, y los escritos de Juan son diferentes a los de Lucas. A veces, los escritores de la Biblia usaron palabras diferentes para narrar la misma historia o dar los mismos mandamientos.

Hoy los teólogos hablan de inspiración orgánica, personal o plenaria, para enseñarnos que los escritores bíblicos no son simplemente sujetos pasivos a la inspiración divina, sino agentes creativos, cada cual con su personalidad y riqueza imaginativa. Por esta razón los libros de la Biblia reflejan las características personales del escritor, en estilo y vocabulario, y con frecuencia sus personalidades están expresadas en sus pensamientos, opiniones, plegarias o temores. 

Yo creo que esto es fácil de aceptar, no supone ninguna dificultad para la posición tradicional. Mas grave es cuando se hace intervenir en la composición de la Biblia no ya a autores individuales, sino a conjuntos de redactores que intervinieron en la redacción final de los libros bíblicos tal como los tenemos hoy. El problema está en atribuir la inspiración divina a los autores u órganos de la revelación, con la inquietud de saber si llegaron a escribir algún libro más, hoy perdido, e igualmente inspirado que los que tenemos, por ser resultado de la misma pluma inspirada del autor. Entonces, ¿cómo pudo permitir Dios la pérdida de libros inspirados?

Estas y otras consideraciones y temores están fuera de lugar, pues el énfasis en los órganos de la escritura inspirada, desvió la atención en la verdadera naturaleza de la inspiración: el producto final, la Biblia, independientemente de su proceso de redacción. Es la Biblia como tal la inspirada, la que tiene por autor final al Dios, sea quienes sean los redactores que intervinieron. Algunos nos son conocidos, otros son anónimos. Algunos proceden de la pluma de un autor, como Isaías, Jeremías, Pablo o Juan, otros a un grupo o escuela de profetas o escribas. Esto le toca desentrañar a los estudiosos.

A nosotros nos toca prestar atención a su función pragmática: acompañar nuestra experiencia creyente, de modo que lleguemos a ser contemporáneos de la experiencia de salvación que la Escritura nos transmite.

“Estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31; cf. 1 Jn 5:13). A esta función de testimonio de salvación, se añade el elemento de comunión entre todos aquellos que viven de esta fe: “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos también; para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1:3).

La revelación, pues, obedece, hoy siempre, a profundizar en la experiencia de Dios, que es experiencia de amor, fe y salvación, experiencia de comunión, tentada por el pecado y la infidelidad.

El texto fundamental sobre la inspiración de la Escritura, deja bien claro que “toda Escritura inspirada por Dios”, tiene una función práctica: “útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda buena obra” (1 Tim 3,16-17).

Y cuando leemos del “hombre perfecto”, entendamos que se hace referencia al hombre perfecto que es Cristo Jesús, a cuyo fin obedece la inspiración de la Escritura y la proclamación del Evangelio:

“Nosotros proclamamos, amonestando a todos los hombres, y enseñando a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de poder presentar a todo hombre perfecto en Cristo” (Col. 1,28).

Cuando tomamos plena conciencia que el fin de la Escritura es eminentemente práctico, cuya meta es la creación del hombre nuevo en Cristo, en cuya concreción en nuestra vida tanto fallamos, y de la que a menudo nos desviamos hacia temas secundarios, podemos dejar a una lado nuestros temores respecto al análisis crítico de la Biblia, que en nada pueden dañar la revelación, sino abrirla a nuevas dimensiones y perspectivas que capas de tradiciones han impedido verlas.

Animados en el seguimiento de Cristo y de nuestra transformación en Él sólo podemos tener una cosa, que no demos talla, como traduce gráficamente la versión La Palabra: “Que seamos personas cabales; hasta que alcancemos, en madurez y plenitud, la talla de Cristo” (Ef. 4:13).

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Ética y Política

Por Salvador Dellutri

Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los de la cautividad que hice transportar de Jerusalén a Babilonia: Edificad casas, y habitadlas; y plantad huertos, y comed del fruto de ellos. Casaos, y engendrad hijos e hijas; dad mujeres a vuestros hijos, y dad maridos a vuestras hijas, para que tengan hijos e hijas; y multiplicaos ahí, y no os disminuyáis. Y procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz.

Jeremías 29,4-7

El párrafo precedente es una carta enviada a los cautivos en Babilonia. Estos hombres estaban en una cultura totalmente diferente en lo ético y religioso. Sin embargo tenían que vivir en ella, y el mandato de Dios es que – manteniendo su identidad – tomen una actitud positiva y constructiva mientras dure la cautividad.

La conclusión es que en la paz de la cultura en la que se encuentran ellos podrán también tener paz.

Aristóteles definía al hombre como un “animal político”, para señalar que una de las características esenciales de la condición humana es que el hombre no puede concebirse aislado, sino insertado en un organismo social. Ampliaba así el horizonte de la sentencia de Dios en el Edén cuando afirmó: “No es bueno que el hombre esté solo”. La idea del hombre aislado, alejado de toda relación social es impensable.

La palabra “política”, que muchas veces nos causa escozor, recelo y hasta alarma, tiene que ver con esa asociación de los hombres, pero su significado en el lenguaje común es impreciso y tiene muchas acepciones. Habitualmente, en sentido amplio, implica una referencia al conjunto de actividades humanas de carácter colectivo, tendientes a la obtención de los fines de la comunidad. Pero en un sentido más restringido usamos el término política para referirnos a la autoridad y el poder que maneja el estado.

Toda sociedad se compone de un conjunto de grupos menores, con dispares intereses que se articulan y regulan unos a otros, por lo tanto el poder político es una exigencia ineludible, nacida de la necesidad de producir la armonía de la sociedad.

Los cristianos como individuos y la iglesia como tal, forman parte de la comunidad humana. Es bueno recordarlo porque en la práctica se han confundido los términos y muchas veces, queriendo “no ser del mundo” en concordancia con la afirmación del Señor, se ha manifestado una peligrosa tendencia a la marginalidad, porque hemos creído que “mundo” es sinónimo de “sociedad”. Muchas veces en el Nuevo Testamento se le da a la palabra “mundo” un valor ético. La conducta humana no está en armonía con el orden establecido por el Creador, ha sido afectada por el pecado, y el mal avanza contra los propósitos y las leyes divinas en todas las esferas. No obstante el mal no actúa desordenadamente, responde a la mente organizativa de Satanás, que coordina armónicamente el mal sobre la tierra. A esa armónica organización del mal se la denomina “mundo” en sentido teológico y con esta acepción se usa más de 180 veces en el Nuevo Testamento, siempre advirtiendo a los cristianos a no caer en sus redes, rechazarlo y combatirlo. En este sentido nos advierte Juan en: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.”

Sin embargo los cristianos están en el mundo, es decir en el orden social, y aquí la palabra toma otra connotación: Se refiere la comunidad humana, a los hombres viviendo en sociedad. En este sentido es que el Señor Jesucristo dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo… “ Y a ese mundo somos enviados para proclamar las virtudes de Jesucristo y el Evangelio, y para hacerlo tenemos que integrarnos a esa comunidad, ser parte de ella.

Siempre tendremos que luchar con la “tentación de la burbuja”, aquella que atacó a Pedro en el monte de la transfiguración cuando alejado de las tensiones de la sociedad, de las preguntas capciosas de los fariseos, de los ataques irónicos de los saduceos y de las presiones de la chusma, vislumbraron el resplandor de la Gloria de Dios. El Apóstol dijo: “Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una para Elías”.

No tengo problemas en coincidir con el Apóstol: Aquel era el mejor lugar y era preferible estar allí. Pero era una actitud escapista y el evangelista añade: “… no sabiendo lo que decía.” Subrayando que la elección era equivocada, que la misión estaba en el contacto con la sociedad donde tendría que ejercer influencia, predicar el mensaje salvador y llamar a los hombres al arrepentimiento.

La iglesia primitiva no tuvo una actitud de marginalidad, no sucumbió a la “tentación de la burbuja”, sino que, por el contrario,  el centro de reunión era el pórtico de Salomón en el Templo de Jerusalén. Así lo declara Lucas en los Hechos de los Apóstoles: “Y perseverando unánimes cada día en el templo; “Pedro y Juan subían juntos al templo a la hora novena, la de la oración.” Cuando comenzó la persecución judía persistieron en ser una presencia viva en la sociedad: ”Y por la mano de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo; y estaban todos unánimes en el pórtico de Salomón.

Estaban no solo en la capital de su nación, sino en el nudo neurálgico religioso, en el mismo centro social y gubernativo de la nación. Allí convergían todas las corrientes de la sociedad y  la iglesia podía interactuar con su sociedad.

Sin embargo a comienzos del siglo III con los monjes del desierto y al finalizar el siglo con el monaquismo lauda y cenobítico la tentación de la burbuja crece dentro de la iglesia, divorcia a los cristianos de la sociedad. Son los cristianos “y” la sociedad, cuando debían ser los cristianos “en” la sociedad.

Cuando, superando la tentación de la burbuja, comenzamos a correr el riesgo del contacto con la comunidad, comenzamos a hacer política en el sentido amplio del término, porque todos los que vivimos en comunidad hacemos política y la acción de la iglesia es una acción política.

Cuando predicamos el evangelio condenamos públicamente el pecado en todas sus formas, lo que significa que emitimos un juicio sobre la sociedad en la que estamos. Luego llamamos a los hombres al arrepentimiento, a que cambien su forma de pensar para que así cambie su manera de vivir. La obra transformadora del Espíritu Santo  en aquellos que reciben a Cristo influye directamente en la sociedad en la que vive. Por lo tanto la predicación como tal, en el sentido amplio, forma parte de un accionar político.

Coincidamos con Jorge García Venturini cuando dice: “La política no tiene como fin, según la opinión de tantos, la conquista y la conservación del poder, sino el servicio de la dignidad humana o, si se gusta, del bien común de los integrantes de la sociedad… Así evaluada, la política resulta una rama de la ética (detalle bastante olvidado) una aplicación del decálogo moral que debe regir la vida de los hombres. De tal modo, la política se convierte en actividad trascendente. Poniéndose al servicio del ser humano, de cada uno, y no de las instancias mitológicas que llevan al hombre a su perdición, considerando a la persona como fin y no como medio, la política deviene ética, y aún metafísica y teología, porque en definitiva no hace sino servir a Dios en sus criaturas.

El concepto de la política como una rama de la ética está tomado de Aristóteles, quien decía que era  “una rama especial de la ética”. Por este motivo es que la iglesia tiene la obligación de hacer oír su voz sobre los problemas espirituales y éticos que afectan a la sociedad. Pablo habla de “la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad.” Para ser dignos de tan algo ministerio tenemos que concebir a la fe cristiana como una cosmovisión que la sociedad debe conocer.

Al respecto Hans Kung dice:

Los cristianos deberían saber lo que quieren. También los no cristianos deberían saber lo que los cristianos quie­ren. Preguntado por lo que quiere el marxismo, un marxis­ta podrá dar, aunque hoy ya no sea del todo indiscutida, una respuesta lacónica y concluyente : la revolución mun­dial, la dictadura del proletariado, la socialización de los medios de producción, el hombre nuevo, la sociedad sin clases. Pero el cristianismo, ¿qué quiere? La respuesta de los cristianos no pasa de ser, en no pocos aspectos, vaporosa, sentimental, genérica: el cristianismo quiere amor, justicia, hallar sentido a la vida, ser bueno y hacer el bien, humanidad… Pero, ¿no quieren tales cosas también los no cristianos ?

A la luz de lo citado analicemos algunas realidades que tenemos al alcance de la mano:

  1. Nuestra sociedad se debate en medio de una crisis moral, personas que se proclaman cristianas y juran fidelidad sobre los Santos Evangelios roban, mienten y se corrompen escandalosamente.
  2. En un mundo donde Dios ha provisto el potencial de subsistencia para todos y donde hay un superávit de alimentos, tenemos gravísimos problemas de hambre, desnutrición y muerte mientras que otros viven en la opulencia.
  3. Estamos viendo como se destruye la creación de Dios y se producen innecesarios desequilibrios ecológicos por el mal uso de la tecnología.
  4. Asistimos a la justificación y promoción de conductas inmorales como la homosexualidad y el trasvestimo en los medios de difusión.
  5. Los medios de difusión masiva se convierten en cloacas que descargan toda su infección en el mismo seno del hogar, pervirtiendo desde las costumbres hasta el vocabulario.
  6. Diariamente tenemos pruebas de la perversión de la justicia,  la institucionalización del soborno y el desmoronamiento de las instituciones.
  7. Aproximadamente 450.000 seres humanos son abortados en Argentina cada año, mientras instituciones hipócritas hacen manifestaciones únicamente por la caza indiscriminada de ballenas o la extinción del tatú carreta.
  8. Miles de personas hoy están sufriendo por la impunidad que ha protegido a terroristas y genocidas por igual, pervirtiendo la justicia en nombre del derecho.
  9. Estamos viendo como se legisla sobre la eutanasia en países que son considerados como “desarrollados”.

…. y podríamos seguir.

¿Cómo cristianos y como iglesia de Jesucristo no tenemos nada que decir frente a esto? ¿No hay ninguna advertencia, amonestación o  juicio de Dios que proclamar?

Como Iglesia tenemos que tomar conciencia de que estamos viviendo tiempos donde es necesario elevar una voz profética sobre esta realidad. Así como en los momentos de crisis Dios levantaba en Israel a los profetas para que transmitieran el mensaje de advertencia, llamado al arrepentimiento y juicio, la iglesia tiene que levantar su voz haciendo oír lo que dice la Palabra de Dios  sobre estas realidades.

El Señor Jesucristo tuvo palabras de amor y misericordia para todos los hombres, recibió y perdonó por igual a Zaqueo que a Bartimeo, no hacía discriminación de ningún tipo y a todos convocaba al arrepentimiento. Pero tuvo palabras condenatorias para la sociedad de su tiempo. Condenó la incredulidad de Tiro, Sidón, Betsaida, Capernamún, Corazín, Jerusalén y no fue obsecuente con el poder político, utilizó el calificativo de “zorra” para referirse al rey Herodes y condenó por igual a fariseos, saduceos, escribas y sacerdotes.

Esto no significa que la iglesia deba enrolarse en la contienda partidista. Dentro del cuerpo de Cristo conviven personas con diferente forma de pensar en cuanto a las cuestiones políticas, y la iglesia debe seguir siendo plural. Tenemos en común la salvación en Cristo Jesús, pero esto no significa que nuestras opiniones tengan que ser unánimes, y es peligrosísimo que pastores quieran captar votos para un candidato o partido político en la congregación abusando de su autoridad, por lo tanto la iglesia de Jesucristo y la predicación pastoral debe apuntar a aquellas cosas que constituyen atropellos a las leyes morales y espirituales, manteniendo el debido respeto por las autoridades, pero absteniéndose de todo compromiso partidista que afectaría la unidad en la diversidad de todo el Cuerpo de Cristo. La iglesia debe seguir siendo “columna y baluarte de la verdad”. Creo, personalmente, que la iglesia del Señor debe actuar como la voz de la conciencia del cuerpo social advirtiendo, corrigiendo y amonestando.

Esto no tiene que significar que pretendemos instaurar el Reino de Dios sobre la tierra, sino que asumimos nuestra tarea de ser la voz de los que no la tienen, de ser de ayuda a los marginados, los olvidados y los desprotegidos y de ayudar en toda causa noble que beneficie a la comunidad.

En el aspecto práctico tal vez sea conveniente que la palabra salga de las instituciones aglutinantes representativas a fin de evitar la diversificación, y se canalice a través de hombres con la debida preparación bíblica, pero también intelectual para poder fundamentar y defender convenientemente las verdades eternas. Hans Kung señala los males de cada una de las tres grandes ramas de quienes profesan ser cristianos diciendo: “Ciertamente, las distintas iglesia no han terminado con algunos de sus problemas intra eclesiales; así por ejemplo, la superación del absolutismo romano en la Iglesia católica, el tradicionalismo bizantino en la ortodoxa griega y de las manifestaciones de disolución en el protestantismo”

Sin embargo es conveniente tener en cuenta que quienes hacen planteos éticos deben estar fuera de toda sospecha. Toda sombra de corrupción que empañe a la iglesia – y lamentablemente esto no es excepción – debe ser erradicada. Recordemos que la Escritura advierte: “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros…” “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa,  oh Jehová, por los siglos y para siempre.”

No será extraño que muchos con inquietudes políticas quieran embarcar a la Iglesia del Señor en una aventura conjunta en vista del caudal electoral que pueda representar, y esto merece una reflexión aparte.

Nadie tiene derecho a frustrar la vocación política de un hermano que sienta que puede servir al Señor en este aspecto, pero debe tener en cuenta que su participación es personal y representará únicamente a sus electores y no a la Iglesia del Señor.

Tenemos que entender que los partidos políticos son “estructuras de poder”, mientras que la iglesia no lo es. Enrique Stob comenta al respecto:

El hecho es que los gremios o los partidos políticos, cristianos o no, son “estructuras de poder”. Lo son porque tienen, y por necesidad deben tener, en su posesión ciertos instrumentos y técnicas de coacción. Sin estos instrumentos y técnicas de coacción, sin la “fuerza” y la “compulsión” que ellos pueden acarrear para que los soporte la gente, ellos dejarían de ser lo que son.

Es obvio que sin el “arma de la huelga” un gremio deja de ser un gremio. Sin el poder de “obligar” a las administraciones a admitir sus demandas, un gremio no es sino un instituto educativo o una agencia de propaganda; no es un gremio… Las iglesias, las escuelas, y las organizaciones similares enseñan, proclaman, testifican, persuaden, convencen, y por lo tanto “ejercen influencia”, pero no tienen la capacidad o el derecho para “obligar”, “forzar” o “compeler”. Es porque no son, es su naturaleza “estructuras de poder” como lo son seguramente los gremios. Si los gremios son “organizaciones de poder” también lo son los partidos políticos…”

En este sentido se han cometido muchos errores en América Latina, la mayoría de ellos por ingenuidad. El mundo político es complejo y tiene sus propias reglas de juego, la mayoría de ellas oscuras y contrarias a la ética cristiana. En la política no existen amigos, sino aliados. Y no aliados permanentes sino circunstanciales.

Contando su experiencia el Dr. Carlos García García del Perú, que fue candidato en las elección de 1990 junto al Ingeniero Alberto Fujimori dice:

“… varios evangélicos fueron elegidos: catorce diputados, cuatro senadores y este servidor como segundo vicepresidente de la República.

Lamentablemente antes de la segunda vuelta electoral el Ing. Alberto Fujimori comenzó un proceso de marginación de los evangélicos… En este proceso de marginación, yo mismo fui víctima al no concederme ninguna posición oficial en el gobierno”

A través de las palabras del muy honesto hermano García se evidencia que los complejos manejos políticos hace necesaria una sagacidad muy especial para no ser usado, “porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz.”

Quisiera señalar dos actitudes, encontradas con la ética, que suelen ser muy comunes:

  1. La de quienes quieren acceder a la política para sacar beneficio para los hermanos o la iglesia. Sobre este particular he visto volantes de publicidad dirigido a los creyentes, donde se les prometía terrenos gratuitos para iglesias y créditos preferenciales para los cristianos. Esto es una abierta inmoralidad.
  2. La actitud de quienes creen que pueden acceder a la política con el único capital de su honestidad. Manejar la cosa pública necesita también eficiencia. Hay personas que son honestas, pero incapaces para la tarea. Promocionarse únicamente por la honestidad es abrir el camino para defraudar al votante.

Señalemos además que la experiencia de políticos cristianos en América Latina no ha sido feliz. Samuel Escobar, haciendo un balance muy agudo, dice: “Hasta hace poco tiempo los evangélicos se preciaban de ofrecer una alternativa religiosa y moral a nuestros pueblos, pero la mala incursión de los evangélicos en la política en países como Guatemala, Brasil o Perú, ha mostrado que desde el punto de vista de la ética los evangélicos no son necesariamente mejores que los católicos”

Quienes bajen al terreno político en América Latina, donde los pueblos carecen de una acendrada vocación democrática y son proclives al paternalismo, y quieran con sinceridad ser fieles al Señor tendrán que enfrentar grandes presiones y resolver constantemente problemas éticos.

Termino recordando el caso de una diputada Colombiana, muy capaz y fiel al Señor, que fue duramente hostigada por los diarios por no adherir a las sanciones sobre el Presidente Samper, acusado de financiar sus campañas con dinero del narcotráfico. Esto le trajo problemas incluso con la iglesia.

Conversando con ella me confesó: “No puedo unirme a esa sanción. Desde hace veinte años todos los políticos que llegaron al poder recibieron aportes del narcotráfico. Es una hipocresía sancionar solamente a uno, el único que cuando estuvo en el poder fustigó al narcotráfico… Pero como siempre en estos casos, no existen pruebas. Tengo que aguantar el aguacero en silencio.”

No pude menos que admirar la actitud de esa mujer que resistía por una convicción ética. Lo que demuestra que, si bien hay ejemplos lamentables, también hay honrosas excepciones que deben ser tenidas en cuenta.

Creo por lo expuesto que nuestro accionar tendría que ir por dos carriles diferentes:

Uno es el de la iglesia del Señor, con un ministerio profético para proclamar la verdad de Dios y fundamentado en las Sagradas Escrituras, evitando todo color partidario y el otro el de los hermanos que sienten vocación política y la llevan adelante a título personal, sin comprometer a todo el Cuerpo de Cristo en su acción.

Tenemos por delante tiempos muy difíciles y conflictivos. El mundo occidental se ha ido desprendiendo lentamente de todas sus raíces éticas basada en la tradición judeo-cristiana para lanzarse al vacío. Estamos viendo el final de un experimento único en la historia de la humanidad: Una civilización que quiere edificarse ignorando los valores absolutos. Es previsible que todo esto lleva hacia el abismo del fin.

Como Iglesia del Señor recordemos las palabras que Dios hace llegar a su pueblo por intermedio de Ezequiel en una situación extrema: “El pueblo de la tierra usaba de opresión y cometía robo, al afligido y menesteroso hacía violencia, y al extranjero oprimía sin derecho. Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé.”

Necesitamos colocarnos en la brecha que se ha abierto entre nuestra sociedad y Dios, una brecha difícil y peligrosa. Una brecha en la cual se intercede ante Dios y se denuncia en el mundo. Una brecha en la que sufrieron muchos hombres del pasado en similares circunstancias. Pero nuestra responsabilidad es colocarnos en ella y asumir el protagonismo que Dios quiere de nosotros como  Iglesia. Será una lucha dura pero necesaria, a la que pondrá fin el Señor en su Segunda Venida.

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Personas que viven y trabajan en la arena pública (1/3)

Por Christopher Wright

La gran mayoría de los creyentes no salen como misioneros viajeros en el sentido tradicional y esto parece haber sido tan cierto en la iglesia del Nuevo Testamento como lo es hoy. La mayoría de los cristianos vive en el mundo común de cada día, trabajando, ganándose la vida, forjando familias, pagando impuestos, contribuyendo con la sociedad y la cultura, llevándose bien con los demás, haciendo su parte. ¿En qué sentido, si hubiere alguno, la vida de los creyentes en dicha esfera –lo que llamaremos la “arena pública”– es parte de la misión del pueblo de Dios? ¿Tiene tal vida (común y rutinaria) algún propósito aparte de darnos oportunidades para compartir el testimonio de nuestra fe y ganar el dinero suficiente como para tener algo para ofrendar a los misioneros que se encuentran en la “misión real”?

En este capítulo consideraremos la siguiente cuestión: la misión del pueblo de Dios en la arena pública. Utilizo esta expresión en el sentido más amplio. Otro término podría ser “el mercado”, nuevamente en un sentido extenso implicando no solo “el mercado” como un mecanismo puramente económico o financiero, sino la esfera completa del esfuerzo cooperativo humano en proyectos productivos y actividad creativa: trabajo, comercio, profesiones, ley, industria, agricultura, ingeniería, educación, medicina, medios de comunicación, política y gobierno, e incluso recreación, deporte, arte y entretenimiento.

El término del Antiguo Testamento para definir esto es “la puerta”: la arena pública en cada pueblo o aldea donde la gente se reunía y hacía negocios de todo tipo. Este es el mundo de la interacción humana y la actividad social, donde la mayoría de nosotros pasa buena parte de nuestro tiempo.

DIOS Y LA ARENA PÚBLICA

¿Se interesa Dios en la arena pública? Muchos cristianos parecen moverse en la suposición diaria de que no lo está. O al menos dan por sentado que Dios no está interesado en el mundo del trabajo cotidiano en sí mismo aparte de que sirva como un contexto para la evangelización. Algunos consideran que Dios se preocupa por la iglesia y sus asuntos, las misiones y los misioneros, cómo ganar gente para el cielo, pero no tiene interés en la forma en que la sociedad y sus ámbitos públicos se conducen en la tierra.

El resultado de tal dicotomía de pensamiento es una vida cristiana que vive en la dicotomía. De hecho es una dicotomía que ofrece a muchos cristianos una gran dosis de malestar interior ocasionada por la desconexión evidente entre lo que piensan que Dios quiere y lo que la mayoría de ellos tiene que hacer. Muchos de nosotros invertimos gran parte de nuestro tiempo diario disponible (nuestra vida laboral) en un lugar y una tarea que se nos ha hecho creer que no tiene importancia real para Dios (el llamado “mundo secular del trabajo”) al tiempo que luchamos por hallar oportunidades para donar algo de tiempo sobrante para la única cosa que le importa realmente a Dios: la evangelización.

Sin embargo la Biblia, en ambos testamentos, presenta de forma clara y exhaustiva a Dios como alguien que tiene gran interés en la arena pública de la vida social y económica del ser humano. Interesado, involucrado, a cargo y lleno de planes para ello.

Consideremos algunas afirmaciones claves que la Biblia ofrece acerca de la relación de Dios con el mercado humano. En cada caso pensaremos en algunas cuestiones que dichas afirmaciones implican para los cristianos que viven y trabajan en tal contexto. Esto nos dará una plataforma bíblica para pensar acerca de la misión del pueblo de Dios en aquel ámbito, tanto en términos de nuestro compromiso en la arena pública como nuestra confrontación con las fuerzas anti Dios que están en operación dentro de ella.

Entonces ¿qué dice la Biblia acerca de Dios y la arena pública, el mundo del trabajo humano y su maravillosa diversidad?

Dios lo creó

El trabajo es una idea de Dios. Los capítulos 1 y 2 de Génesis nos dan nuestra primera imagen del Dios bíblico como un trabajador: pensando, escogiendo, planificando, ejecutando, evaluando. De modo que cuando Dios decidió crear a la humanidad a su imagen y semejanza ¿qué otra cosa podrían ser los humanos sino trabajadores, reflejando en sus vidas laborales parte de la naturaleza de Dios?

Específicamente Dios encargó a los seres humanos la tarea de gobernar la tierra (Gn. 1) y servir y cuidarla (Gn. 2), lo que hemos explorado en el capítulo 3 de este libro. Esta enorme tarea requería no solo la complementariedad y la ayuda mutua de nuestras identidades de género masculino-femenino, sino que también implicaba algunas otras dimensiones económicas y ecológicas para la vida humana. Dios nos ha dado un planeta con vastas diversidades de recursos dispersos a lo largo de toda su superficie. Algunos lugares tienen grandes porciones de suelo fértil. Otros cuentan con vastos yacimientos minerales. Hay, por lo tanto, una necesidad natural de comercio e intercambio entre los grupos que viven en lugares diferentes a fin de satisfacer necesidades en común.

La tarea en su momento necesita relaciones económicas y así viene aparejada la necesidad de equidad y justicia en toda la esfera social y económica. Debe haber justicia tanto en el compartir los recursos primarios con los cuales trabajamos como en la distribución de los productos de nuestro trabajo. El testimonio bíblico es que todo el esfuerzo económico es una parte esencial del propósito de Dios para la vida humana en la tierra. El trabajo importa porque fue la intención de Dios para nosotros. Fue lo que Dios tuvo en mente cuando nos creó. Es nuestra parte en su creación. Como vimos en el capítulo 3, es parte de nuestra misión como seres humanos.

El trabajo, entonces, no es el resultado de “la maldición”. Por supuesto, todo trabajo está afectado por una miríada de formas perjudiciales debido a nuestra condición caída. Pero el trabajo en sí mismo es la esencia de nuestra naturaleza humana. Hemos sido creados para ser trabajadores, como Dios, el trabajador. Esto ha sido denominado como el “mandato cultural”. Todo lo que somos y hacemos en la arena pública del trabajo, sea a nivel de trabajos individuales, de familia o de comunidades enteras, así como culturas y civilizaciones completas a lo largo del tiempo histórico, está conectado con nuestro origen como seres creados y por lo tanto es del interés de nuestro Creador. La arena pública y el mercado están, por supuesto, contaminados y distorsionados por nuestra pecaminosidad. Pero eso también es cierto en cuanto a todas las esferas de la existencia humana. Nuestra caída no es razón para excusarnos de la arena pública así como el hecho de que la enfermedad y la muerte (consecuencias del pecado) sean una razón para que los cristianos no se conviertan en médicos o realicen funerales.

La primera pregunta que debemos hacer a quienes procuren seguir a Jesús en la arena pública es: ¿Consideras tu trabajo como un mal necesario o el contexto para tener oportunidades evangelísticas? ¿O lo ves como un medio para glorificar a Dios al participar en sus propósitos para la creación y por lo tanto teniendo un valor intrínseco? ¿Cómo relacionas lo que haces en tu trabajo cotidiano con la enseñanza de la Biblia acerca de la responsabilidad humana en la creación y la sociedad?

Dios lo audita

Estamos familiarizados con la función de un auditor. El auditor realiza un escrutinio independiente, imparcial y objetivo de las actividades y demandas de una empresa. El auditor tiene acceso a todos los documentos y evidencias. Para el auditor todos los libros y las decisiones están abiertos; para él no hay secretos ocultos (o al menos esta es la teoría).

De acuerdo a la Biblia, Dios es el juez independiente de todo lo que ocurre en la arena pública. El Antiguo Testamento habla repetidamente de YHWH como el Dios que ve, conoce y evalúa. Esto es cierto en el sentido más universal y tiene que ver con cada individuo (Sal. 33.13-15).

Pero esto es específicamente cierto en cuanto a la arena pública. A Israel se le recordó repetidamente que Dios clama por justicia “en la puerta”, lo cual es, en términos contemporáneos, el mercado, la arena pública. Amós probablemente sorprendió a sus oyentes al insistir que Dios estaba realmente más interesado en lo que ocurría en “la puerta” que en el santuario (Am. 5:12-15).

Más aun, Dios escucha la clase de charla que ocurre tanto en los lugares ocultos del corazón ambicioso como en la firma de un trato comercial. Amós, nuevamente, representó al auditor divino que oía las oscuras intenciones musitadas de los negociantes corruptos de su día (Am. 8:4-7). Y para aquellos que piensan que Dios está confinado a su templo y solo ve lo que ocurre en la observancia religiosa, llega el impacto de que ha estado observando lo ocurrido en el resto de la semana en la vida pública (Jer. 7.9-11).

Dios es el auditor, el inspector independiente de todo lo que sucede en la arena pública. Por lo tanto, lo que Dios demanda, como un auditor debe hacer, es integridad y transparencia totales. Este es el parámetro que se espera de los jueces humanos en el desempeño de su cargo público. El caso de Samuel es revelador, al defender su desempeño público y convocar a Dios como testigo, como su auditor divino (1 S. 12.1-5).

La segunda pregunta que debemos hacer a todos aquellos que buscan seguir a Jesús en el mercado es esta: ¿Dónde, en toda tu actividad, aparece el reconocimiento deliberado del auditor divino y la sumisión a él? ¿De qué modo el hecho de rendir cuentas a Dios afecta tu trabajo cotidiano?

Dios lo gobierna

A menudo hablamos de “fuerzas de mercado” y de la esfera completa de negocios y política como si se tratara de entidades independientes, “una ley para sí mismos”. Se suele personificar a “El Mercado” (a menudo escrito así, con mayúsculas) y asignarle cierta dosis de poder divino y autonomía. En cierta medida, en el plano personal, sentimos que estamos a merced de fuerzas que están más allá de nuestro control individual, fuerzas determinadas por millones de decisiones de otras personas. O en algunos casos, como demostraron las crisis financieras de 2008 y 2009, parece que millones de personas están a merced de las decisiones salvajes e irresponsables de unos pocos, lo cual igualmente da la impresión de que “El Mercado” entra en pánico y queda fuera de control.

La Biblia presenta una visión más sutil. Sí, la vida humana pública está constituida en base a decisiones humanas, de las que hombres y mujeres somos responsables. Por lo que en tal sentido todo lo que ocurre en el mercado es cuestión de acción, decisión y responsabilidad moral humanas. Pero al mismo tiempo la Biblia ubica todas las cosas bajo el gobierno soberano de Dios. Al subrayar lo primero (decisiones humanas) así como lo segundo (el control total de Dios) la Biblia evita caer en el fatalismo o el determinismo. Afirma ambos lados de la paradoja: los humanos somos moralmente responsables de nuestras elecciones y acciones y sus consecuencias públicas; sin embargo Dios retiene el control soberano sobre los resultados y los destinos finales.

Muchas historias bíblicas ilustran esto. La historia de José oscila entre la esfera de la familia y la arena pública al más alto nivel del poder de Estado. José está involucrado en asuntos políticos, judiciales, agrícolas, económicos y de relaciones exteriores. Todos los actores en las historias son responsables de sus propias motivaciones, palabras y acciones, sean buenas o malas. Pero la perspectiva del autor de Génesis, a través de las palabras de José, es muy clara (aunque encierren un misterio inquietante):

Pero José les respondió: “No tengan miedo. ¿Acaso estoy en lugar de Dios? Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios cambió todo para bien, para hacer lo que hoy vemos, que es darle vida a mucha gente” (Gn. 50.19-20).

Al pasar a los textos proféticos, es significativo que cuando los profetas dirigían su atención a los grandes imperios de su día, afirmaban el gobierno de YHWH tanto sobre ellos como sobre el pueblo del pacto, Israel. Más aun, todas sus obras públicas están incluidas, tanto el mercado como la milicia.

La tercera pregunta que tenemos que realizar a quienes desean seguir a Jesús en la arena pública es: ¿Cómo percibes el gobierno de Dios en el mercado (lo cual es otra forma de buscar el reino de Dios y su justicia) y qué diferencia produce cuando lo haces? ¿Es cierto aquello de que “el cielo gobierna los domingos pero El Mercado gobierna de lunes a viernes” (con los sábados como un día de descanso para dioses y humanos)?

Isaías 19.1-15 coloca a todo Egipto bajo el juicio de Dios, incluyendo su religión, sistema de irrigación, agricultura, industria pesquera, industria textil, sus políticos y universidades.

Ezequiel 26 al 28 presenta un lamento por la gran ciudad comercial de Tiro, mientras que los capítulos 29 al 32 denotan condenación similar sobre el gran imperio cultural de Egipto. En ambos casos, el mercado público del poderío económico y político es el foco de la actividad soberana de Dios.

Daniel capítulo 4 presenta la arrogancia de Nabucodonosor regodeándose sobre su ciudad: “¿Acaso no es esta la gran Babilonia, que con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad he constituido como sede del reino?” (Dn. 4.30). Pero el veredicto de Dios es que todo el proyecto de edificación de dicho rey se imponía sobre las espaldas de los pobres y oprimidos, como afirmó Daniel: “Por lo tanto, acepte su majestad mi consejo y redima sus pecados impartiendo justicia, y sus iniquidades tratando a los oprimidos con misericordia, pues tal vez así su tranquilidad se vea prolongada” (Dn. 4.27).

La lección que Nabucodonosor tuvo que aprender es la que estamos analizando en estos párrafos: Dios gobierna la arena pública, junto con todo lo demás. O en palabras más gráficas empleadas por Daniel: “…quien gobierna es el cielo… el Altísimo es el señor del reino de los hombres, y que él entrega este reino a quien él quiere” (Dn. 4.26, 32).

Dios lo redime

Una suposición cristiana habitual es que todo lo que ocurre aquí en la tierra es nada más que temporal y transitorio. La historia humana es nada más que el vestíbulo para la eternidad, por lo que realmente no importa demasiado. A esta comparación negativa se añade el concepto, extraído de una interpretación errónea del lenguaje de 2 Pedro capítulo 2, que indica que nos dirigimos a la total destrucción de la tierra y de hecho de toda la creación física. Con dicha perspectiva ¿qué valor eterno podría posiblemente asignarse al trabajo que hacemos en la arena pública local o globalizada en el aquí y el ahora?

Pero la Biblia presenta una perspectiva diferente. Dios planea redimir todo lo que ha creado (porque “se compadece de toda su creación”, Sal. 145.9) e incluido dentro de ello estará la redención de todo lo que nosotros hayamos hecho con lo que Dios creó en primer lugar, esto es, nuestro uso de la creación dentro del gran mandato cultural. Por supuesto, todo lo que hemos hecho ha sido manchado y torcido por nuestra naturaleza humana, caída y pecaminosa. Y todo lo que procede de dicha fuente malvada tendrá que ser purgado y purificado por Dios. Pero esa es exactamente la imagen que tenemos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Es una visión de redención, no de destrucción; de restauración y renovación de la creación, no su reemplazo con otra cosa.

Por supuesto, la Biblia presenta la arena pública, la vida humana vivida en sociedad y en el mercado, como plagada de pecado, corrupción, codicia, injusticia y violencia. Esto puede evidenciarse en las dimensiones públicas y globales, desde las prácticas desleales en los puestos comerciales o la tienda de la esquina, a las distorsiones masivas y desigualdades del comercio internacional. Como cristianos necesitamos una comprensión radical del pecado en sus dimensiones públicas, y debemos considerar que es parte de nuestra misión como personas llamadas el hecho de confrontar aquello proféticamente en el nombre de Cristo (como trataremos en los próximos párrafos). Pero para Dios la corrupción de la arena pública no es un motivo para eliminarla sino purificarla y redimirla.

Isaías 65.17-25 es una imagen gloriosa de la nueva creación: cielos nuevos y tierra nueva. Mira en perspectiva, hacia el futuro, a la vida humana ya no más sujeta al desgaste y el deterioro, una vida en la que habrá realización plena en la familia y el trabajo, en la que las maldiciones de la frustración y la injusticia se habrán ido para siempre, en la que habrá un compañerismo estrecho y gozoso con Dios, y en la que habrá armonía y seguridad en el entorno. La vida entera (personal, familiar, pública y animal) será redimida y restaurada para una productividad que glorifique a Dios y permita el disfrute humano pleno.

El Nuevo Testamento presenta esta visión hacia el futuro a la luz de la redención alcanzada por Cristo a través de la cruz, y especialmente a la luz de la resurrección. Pablo incluye exhaustiva y repetidamente “todas las cosas” no solo en lo que Dios creó a través de Cristo sino en lo que planea redimir a través de Cristo. En este texto resulta claro que la expresión “todas las cosas” significa la totalidad del orden creado en ambas descripciones de la obra de Cristo (Col. 1.16-20). En vistas de dicho plan de redención cósmica, la creación entera puede mirar hacia adelante como un tiempo de liberación y libertad de la frustración (Ro. 8.19-21).

Incluso el texto que se usa a menudo para hablar de la destrucción del cosmos (cuando, de hecho, desde mi punto de vista, está realmente ilustrando la purga redentora), inmediatamente avanza a la expectativa de una nueva creación llena de justicia (2 P. 3.13).

Y la visión final de la Biblia entera no es nuestro escape del mundo a algún paraíso etéreo sino de la realidad de Dios que descenderá a vivir con nosotros nuevamente en una creación purificada y restaurada, en la que el fruto de la civilización humana será llevado a la ciudad de Dios (Ap. 21.24-27, en base a Is. 60).

El “esplendor”, la “gloria” y el “honor” de reyes y naciones es el producto combinado de generaciones de seres humanos cuya vida y cuyos esfuerzos habrán generado el amplio abanico de culturas y civilizaciones humanas. En otras palabras, lo que se trasladará a la gran ciudad de Dios en la nueva creación será la vasta producción acumulada del trabajo humano a lo largo de los siglos. Todo será purgado, redimido y puesto a los pies de Cristo, para el desarrollo de la vida de la eternidad en la nueva creación.

¿Acaso esto no transforma nuestra forma de considerar “la mañana del lunes”?

He aquí lo que escribí sobre este asunto en otro lugar:

Todo aquello que ha enriquecido y honrado la vida de las naciones en toda la historia se trasladará para enriquecer la nueva creación. La nueva creación no será una página en blanco, como si Dios simplemente estrujara toda la vida histórica humana en esta creación y la arrojara a un cesto de basura cósmico, y luego nos diera una nueva página para comenzar todo de nuevo. La nueva creación comenzará con la reserva inimaginable de todo lo que la civilización humana ha logrado en la vieja creación, pero purgado, limpio, desinfectado, santificado y bendecido. Y tendremos la eternidad para disfrutarlo y seguir desarrollando formas que ahora ni podemos imaginar a medida que ejercitemos los poderes de creatividad de nuestra humanidad redimida.

No entiendo cómo Dios hará que la riqueza de la civilización humana se redima e ingrese purificada a la ciudad de Dios en la nueva creación, tal como la Biblia señala que lo hará… Pero sé que estaré allí en la gloria de un cuerpo resucitado, como la persona que soy y he sido, pero redimido, libre de todo pecado, y con muchas ganas de ir. Entonces creo que habrá alguna resurrección gloriosa comparable para todo aquello que los humanos han logrado en el cumplimiento del mandato de la creación, redimido pero real.

Los reyes de la Antigüedad servían como autoridades principales sobre los parámetros amplios de la vida cultural de sus naciones. Y cuando se levantaban contra otras naciones, eran los portadores, los representantes de sus respectivas culturas. Reunir a los reyes, entonces, era reunir a sus culturas nacionales. El rey de una nación dada podía portar, en particular, una autoridad mucho mayor que la que hoy se divide entre tantas clases distintas de líderes: los capitanes de la industria, los moldeadores de la opinión pública sobre el arte, el entretenimiento y la sexualidad, los líderes educativos, los representantes de los intereses familiares y así. Esa es la razón por la que Isaías y Juan vinculan el ingreso de los reyes a la ciudad con el encuentro de la “riqueza de las naciones”.

Richard J. Mouw

Nos inquieta pensar en las “civilizaciones perdidas” de los milenios pasados, civilizaciones que solo podemos reconstruir en parte desde las ruinas arqueológicas o representar mediante películas épicas. Pero si tomáramos Apocalipsis 21 con seriedad veríamos que no están “perdidas” para siempre. Los reyes y las naciones que llevarán su gloria a la ciudad de Dios no estarán probablemente limitados solo a quienes estén vivos en la generación del regreso de Cristo. ¿Quién puede decir qué naciones se levantarán o caerán, o qué civilizaciones estarán “perdidas” para entonces, como las civilizaciones perdidas de los milenios anteriores? No, la promesa abarca todas las eras, todos los continentes y todas las generaciones en la historia humana. La oración del salmista será respondida un día, para toda la historia pasada, presente y futura:

Señor, ¡que todos los reyes de la tierra

te alaben al escuchar tu palabra!

¡Que alaben tus caminos, Señor,

porque grande, Señor, es tu gloria!

(Sal. 138.4-5)

¡Considera dicha perspectiva! La cultura, el idioma, la literatura, el arte, la música, la ciencia, los negocios, el deporte, los logros tecnológicos –reales y potenciales– estarán totalmente disponibles para nosotros. Y todo ello libre por siempre del veneno del mal y el pecado. Todo dando gloria a Dios. Todo bajo su sonrisa amorosa y aprobatoria. Todo para que lo disfrutemos junto a Dios y, de hecho, generando el disfrute de Dios. Y tendremos toda la eternidad para explorar, comprender, apreciar y expandirlo.

La historia humana por completo, que se lleva a cabo en la arena pública de la interacción pública humana, será redimida y perfeccionada en la nueva creación, no simplemente abandonada o destruida. Todo el trabajo productivo humano, entonces, tiene su propio valor e importancia eternos, no solo debido a nuestra comprensión de la creación y el mandato que pende sobre nosotros sino también debido a la nueva creación y la esperanza escatológica que esto nos pone por delante. Con dicha esperanza podemos seguir de corazón la exhortación de Pablo: “…siempre creciendo en la obra del Señor, seguros de que el trabajo de ustedes en el Señor no carece de sentido” (1 Co. 15.58); sabemos que en este texto “la obra del Señor” no significaba simplemente obra “religiosa” sino cualquier obra hecha “como para el Señor”, incluyendo el trabajo manual de los esclavos (Col. 3.22-24).

De modo que la cuarta pregunta que surge en cuanto a un seguidor de Jesús en la arena pública es: ¿De qué forma tu labor cotidiana se transforma gracias al conocimiento de que contribuye con lo que Dios redimirá un día e incluirá en su nueva creación?

Si esta, pues, es la visión de Dios de la vida y el trabajo públicos en la arena pública ¿cuál debería ser la actitud, el rol y la misión del pueblo de Dios en dicha esfera?

Debemos responder en dos niveles. Por un lado se nos llama a un compromiso constructivo en el mundo, porque es el mundo de Dios, creado, amado, valorado y redimido por él. Pero por otro somos llamados a una confrontación valiente con el mundo, porque es un mundo de rebelión contra Dios, el campo de otros dioses, que están bajo la condenación y el juicio final de Dios.

El desafío de la misión del pueblo de Dios es vivir con la tensión constante de hacer ambos con idéntica convicción bíblica. Es esencial el desafío de “estar en el mundo sin ser del mundo”. Afortunadamente la Biblia, como siempre, acude en nuestra ayuda al darnos muchos ejemplos de lo que esto significa.

(Traducción realizada por la Sociedad Bíblica Argentina del capítulo 13 del libro “The Mission Of God’s People, A Biblical Theology Of The Church’s Mission”)

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