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Evolución de la idea de Dios en la Biblia

Por Salvador Dellutri

Parafraseando a Salomón en los Proverbios podríamos decir que la idea de Dios en la Biblia, desde el primero al último libro, “va en aumento hasta que el día es perfecto” Por lo menos si entendemos por perfecto a lo que se adapta acabadamente a nuestras necesidades.

El Dios de la Biblia se revela, avanza sobre la realidad de los hombres mostrándose progresivamente, teniendo en cuenta la mentalidad de cada época.

En el pensamiento mítico el hombre proyecta en el más allá una divinidad y luego se esfuerza, a través del rito, por hacer que la divinidad se ponga a su servicio. Tal vez sean los griegos el ejemplo más conocido para nosotros: Sus dioses eran proyecciones de ellos mismos: Caprichosos, viciosos, imperfectos, sacudidos por las pasiones. A través del rito se trataba de volverlos propicios a los ofrendantes.

Por el contrario, en la Biblia es Dios quien interpela al hombre, y este le responde. El rito es la respuesta del hombre a un Dios que está presente y no está callado. 

Pero aún así, el camino no está exento de problemas: ¿Cómo puede el hombre cuya mente está ligada a lo material, entender a Dios que es Espíritu? ¿Cómo puede el hombre, limitado en tiempo  y espacio entender al Dios eterno e infinito? ¿Cómo puede el hombre imperfecto  y pecador, entender al perfecto y santo Dios?

Spurgeon, uno de los grandes pensadores protestantes del siglo pasado, decía:

Es un tema tan vasto que todos nuestros pensamientos se pierden en su inmensidad; tan profundo que nuestro orgullo se hunde en su infinitud. Cuando se trata de otros temas podemos abarcarlos y enfrentarlos… Pero cuando nos damos con esta ciencia por excelencia descubrimos que nuestra plomada no pude sondear su profundidad, que nuestro ojo de águila no puede percibir su altura… Ningún tema de contemplación tenderá a humillar a la mente en mayor medida que los pensamientos de Dios.

En la sociedad patriarcal del Génesis Dios va asomando lentamente en el horizonte de los hombres. La limitada capacidad de estas sociedades primitivas hacía que Jehová fuera el Dios del clan o de la tribu. Y el gran problema era diferenciarlo de los falsos dioses que patrocinaban a otros pueblos vecinos, mostrar la singularidad de un dios que existe, tiene una personalidad y un carácter definido, y que, en consecuencia, tiene demandas éticas para su criatura.

Pero es en el Éxodo cuando Dios extiende su carta de presentación a la nación hebrea. Interrogado por Moisés acerca de su nombre dice lacónicamente: “Yo soy el que soy”.

En la definición se halla implícita la diferencia con los dioses que adoraban lo egipcios y demás pueblos conocidos: Dios no era una proyección del hombre, era enteramente otro, con personalidad y carácter definido. Dios deja establecida su singularidad y sobre ella va a funcionar el monoteísmo de su pueblo.

Rápidamente, y antes de darles la libertad, muestra su poder por encima de los “otros dioses”. Cada una de las diez plagas que caen sobre Egipto ataca a uno de los dioses protectores del imperio, culminando sobre el deificado primogénito del faraón.

Dios se muestra como el todopoderoso que doblega las fuerzas naturales y espirituales.

Pero instalados en el desierto el carácter moral de Dios se manifiesta en el Monte Sinaí con los Diez Mandamientos: Allí se caracteriza como el Dios justo y amante de la justicia. Como un Dios exclusivo y excluyente (“No tendrás dioses ajenos delante de mi”), espiritual (“No te harás imagen ni ninguna semejanza), celoso de su honra (“No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano”).

Las taxativas prohibiciones (protectoras de la vida, los bienes, la familia, etc.) van mostrando la rectitud de Dios y las demandas que esta rectitud tiene sobre las criaturas.

Pero es en el último de los mandamientos, el referido a la codicia, donde muestra su poder inquisidor sobre el alma humana. Demanda una pureza que no solo sea exterior, sino interior. Pureza de corazón.

Estos mandamientos no aparecen como sugerencias u opciones de conducta, sino como imposiciones. Su trasgresión hace pasible del castigo.

Sin embargo la imagen del “Dios castigador” o de “la cara oscura de Dios en el Antiguo Testamento” está desmentida por la inmediata instalación del ritual: Un templo portátil que grafica en forma audiovisual la relación del hombre con Dios.

El Dios espiritual y eterno está separado del hombre, su gloria mora en el “Santo de los Santos”, lugar inaccesible para los mortales. Pero esa morada está en medio de su pueblo. Dios está moralmente separado del mal, pero quiere estar con ellos.

Y cuando algún israelita siente el peso de su culpa la asume llevando un cordero al sacrificio. Porque Dios se presenta como  misericordioso y clemente. Es el Dios justo y exigente, pero perdonador.

Esta es una de las grandes diferencias con los griegos que, concientes de la culpa, se exculpaban descargando la responsabilidad sobre los dioses. La falta de respuesta al problema de la culpa hace decir a Esquilo en “Niove”: “Dios engendra en los mortales la culpa cuando quiere detruír totalmente a una familia”

Por el contrario, los hebreos podían acceder de ordinario a la expiación de las culpas personales.

Una vez al año, el Sumo Sacerdote se presenta en el “Santo de los Santos” para hacer expiación con un sacrificio por el pecado del pueblo y deja la sangre sobre el arca del pacto, único mueble del lugar. El pecado ha sido pagado por la sustitución del cordero. Dios se muestra como el Redentor de su pueblo.

Por supuesto que todo esto era la graficación de algo que todavía estaba en el misterio. ¿Comprendían esto los oferentes? ¿Se darían cuenta que la muerte de un animal no sirve para expiar la culpa de los hombres? Seguramente la mayoría no tenía tal penetración. Sin embargo David, en el salmo penitencial, dice:

Pues tú no quieres ofrendas ni holocaustos;

yo te los daría, pero no es lo que te agrada.

Las ofrendas a Dios son un espíritu  dolido;

¡tú no desprecias, oh Dios, un corazón hecho pedazos!

La fina percepción espiritual de David le hace ver que no está todo dicho. Que todavía hay mucho por conocer sobre Dios.

Pero el camino está preparado y cuando Juan el Bautista presenta a Jesucristo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, lo que era una figura toma realidad, y el corazón del hombre está preparado para recibirlo.

El mismo proceso de ir asomando progresivamente es el que sigue Jesucristo con sus discípulos. Va mostrando su poder y sus demandas hasta que, pocos meses antes de ir a la cruz, los confronta en Cesarea de Filipo: “¿Quién dicen los hombres que soy?” “¿Quién decís vosotros que soy?”. Cuando Pedro lo declara como el Cristo, Hijo del Dios viviente, entonces sigue la revelación y les habla de la cruz. Pero es en el aposento alto, ya frente a la sombra del sacrificio, donde ante la demanda de Felipe: “Muéstranos al Padre…”, le responde: “El que ha visto a mi, ha visto al Padre”.

Parecería que con la revelación de Jesucristo llegamos a la perfección del conocimiento de Dios: Nada nos queda por conocer porque hemos penetrado en el corazón mismo de Dios.

Pero nos preguntamos: ¿Es verdaderamente así?

El Apóstol San Pablo escribe a los Gálatas

Ciertamente, en otro tiempo, no conociendo a Dios, servíais a los que por naturaleza no son dioses;  mas ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios… Gálatas 4,8-9

A los filipenses les dice que milita: “a fin de conocerle…”

El conocimiento de Dios sigue siendo insondable. Cuando creemos que estamos en la profundidad, todavía estamos en la superficie. Sin embargo tenemos la certeza de ser conocidos y de conocer lo que necesitamos conocer.

Para los hombres de fe queda siempre en pie la esperanza: En la eternidad “entonces conoceré como soy conocido”

Concluyamos con las palabras de Jeremías

“Que no se enorgullezca el sabio de ser sabio,

ni el poderoso de su poder,

ni el rico de su riqueza.

Si alguien se quiere enorgullecer,

que se enorgullezca de conocerme,

de saber que yo soy el Señor,

que actúo en la tierra con amor, justicia y rectitud,

pues eso es lo que a mí me agrada.

Yo, el Señor, lo afirmo.”

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Gabriela Michetti recibió un ejemplar de la Biblia Argentina

El lunes 19 de diciembre la vicepresidenta de Argentina, Gabriela Michetti, recibió un ejemplar de la Biblia con temática argentina que Sociedad Bíblica Argentina editó este año en el marco del Bicentenario de la Patria. El obsequio fue entregado por representantes del departamento femenino de la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la Republica Argentina (ACIERA), quienes se reunieron con la funcionaria en su despacho de la Casa de Gobierno.

El motivo principal de la reunión fue entregarle a la vicepresidenta una placa de reconocimiento por haber apoyado los primeros actos que la organización llevó adelante por el Día Internacional de la Mujer. El respaldo que Michetti brindó hace 13 años, cuando ocupaba el cargo de legisladora, fue el puntapié para que cada 8 de marzo ACIERA Mujer pueda celebrar este evento en el edificio de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. Participaron de la audiencia la presidenta de ACIERA Mujer, Susana Calot de Ibarbalz, y las integrantes Silvia Zuccherino, Marina Bongarrá y Julia Gava. También estuvo presente el director General de ACIERA, pastor Jorge Gómez.

Sociedad Bíblica Argentina acompañó esta visita mediante la entrega del ejemplar de la Biblia y de otros materiales. “Creemos en el poder transformador de la Palabra de Dios y el poder de la verdad que fluye de las Escrituras. Todo gobernante necesita conocer esta verdad para saber liderar bien un país”, expresó Jonatan Lanzani, Director de Comunicación de SBA.

Esta edición especial, conocida como Biblia Argentina, se realizó con el objetivo de exaltar la Palabra de Dios en el marco del Bicentenario y de afectar a la sociedad con los principios y valores de las Escrituras. “Las notas introductorias que contiene esta Biblia reflejan la influencia de la Palabra de Dios en nuestra historia como país, en la literatura argentina, en la cultura y en otros rasgos importantes de nuestra identidad nacional”, detalló Lanzani.

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Relevancia de la Escritura hoy “Jesucristo clave y fin de la Escritura”

Por Alfonso Ropero Berzosa

· Introducción

· ¿El pueblo del Libro?

· El Corán y la Biblia

· Continuidad y cambio

· La Escritura, testimonio de Cristo

· Cristianismo sin Cristo

· La Escritura y Jesús: el Antiguo Testamento para los cristianos 

· Fe e historia

Introducción

La Biblia es el libro por excelencia del cristiano, el libro sagrado que informa su fe y su práctica. Esto es cierto, pero no siempre tenemos claro nuestra relación con la Biblia, el entendimiento de su naturaleza y su propósito. No es una cuestión tan simple como a pueda parecer a primera vista. Y si les inquieto con esta cuestión, es porque primeramente yo he sido inquietado por otros, obligándome a considerar seriamente nuestra relación con la Biblia, ya que por eso de que somos “el pueblo de un Libro”, parece que nuestra relación con Biblia es espontánea y natural, cuando realmente obedece a una serie de hábitos y costumbres heredados de tradiciones eclesiales.

Ya en mis primeros días de pastorado, otro joven pastor amigo mío me sorprendió con su crítica de un himno que acabábamos de cantar, muy querido por las iglesias españolas, y creo que también por las iglesias latinoamericanas (después lo he visto hasta en el Himnario de la Iglesia Adventista del 7º Día). Me refiero  al que comienza diciendo:

Santa Biblia, para mí,

Eres un tesoro aquí;

Tú me dices con verdad

la divina voluntad;

Tú me dices lo que soy,

De quién viene y a quién voy.

Es un himno escrito por Juan Burton y traducido al español por Pedro Castro, allá por los años 1860-1870. Pues bien, mi pastor amigo, me dijo que no era correcto cantar un himno a Biblia, pues nuestro canto y alabanza sólo deben dirigirse a Dios en su Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu. Yo creía que bromeaba, así que no me lo tomé en serio. Pero él insistió dándome argumentos teológicos, que no me hicieron cambiar, decidido como estaba a seguir cantando dicho himno tan querido y expresivo de la experiencia evangélica. Qué duda cabe que los argumentos emocionales pueden más que los racionales, al menos en principio.

No me sorprendió lo que me decía, pues ya estudiando la Institución de la religión cristiana, de Juan Calvino me quedé sorprendido con su crítica al llamado Credo Apostólico, cuando después de decir “Creo en Dios, creador del cielo y la tierra; creo en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro; creo en el Espíritu Santo”, afirma “creo en la santa Iglesia universal”, tal como aparece más claramente en el Credo de Nicea: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”.  Calvino argumenta que no es correcto decir “creo en la Iglesia”, porque este es un lenguaje impropio, ya que creer, sólo creemos en Dios. “Testificamos que creemos en Dios, porque nuestro corazón descansa en Él como Dios verdadero, y que nuestra confianza reposa en Él. Lo cual no se aplica a la Iglesia”. Creemos a la Iglesia cuando habla conforme a la Palabra de Dios, no en la Iglesia.  Calvino termina diciendo: “No quisiera discutir por meras palabras, sin embargo preferiría usar los términos con propiedad para que queden claras las cosas, en vez de emplear términos que oscurezcan el asunto sin razón”.

En este caso Calvino me convenció pronto, no por ser quien fue, sino porque no era lo mismo meterse con la Iglesia católica, asociada en el imaginario colectivo al Vaticano y la Inquisición, que con la Santa Biblia, acariciada como la Palabra de Dios y el alimento del alma. Pero es cierto, creemos a la Biblia, no en la Biblia.

Cuento esta anécdota personal, porque me parece que puede ilustrar lo que voy a decir a continuación, la inquietud reflexiva o reflexión inquisitva que quisiera introducir en sus mentes. Y todo esto con vista a la edificación.

¿El pueblo del Libro?

Todo hemos oído la expresión “pueblo del libro”,  y nos gusta pensar que sí, que somos el pueblo del Libro, la Biblia, que es la Palabra de Dios, inspirada, infalible e inerrante, la guía más segura para llegar al cielo y llevar una sana vida cristiana.

Es cierto que como cristianos evangélicos nos distinguimos por nuestra actitud ante la Biblia, por el aprecio que le tenemos y la devoción con que leemos sus páginas sagradas. En nuestras librerías, la sección mayor no corresponde a los libros de teología, historia, estudio o espiritualidad, sino a la Biblia en toda su gama de formatos y presentaciones: para jóvenes, para ancianos, para hombres, para mujeres. En EE.UU. ya existen Biblias patrióticas, Biblias para gendarmes, para presos, para bomberos, para guardacostas, para médicos, para enfermeras…

Además tenemos las nuevas versiones que van apareciendo de vez en cuando, y las ya imparables Biblias de estudio para todo. La Biblia de estudio pentecostal, la Biblia de estudio reformada, la Biblia de estudio wesleyana, la Biblia de estudio bautista (o al menos de Ed. Mundo Hispano), o las Biblias de estudio de este u otro pastor o escritor famoso. En fin, que sólo por el bulto que hacen las Biblias en los estantes nuestra librerías no se puede ocultar que somos el pueblo de libro.

¿Hasta dónde es correcto decir que somos el pueblo del libro?

Pues, lo cierto es que nuestra fe no está puesta es un Libro, por más inspirado por Dios que sea, sino en una Persona, Jesucristo, nuestro redentor y salvador, del cual ese Libro da testimonio. Si no entendemos esto bien, o nos dejamos llevar por la inercia de la práctica común, caemos en un grave error que afectará la vida y el testimonio de nuestras iglesias. La insistencia en la Biblia como centro de nuestra fe nos puede llevar a una religiosidad de carácter intelectual, centrada en la doctrina, la “sana doctrina”, con todos los riesgos que esa actitud conlleva de discusiones, cismas y divisiones por cuestiones de palabras, o interpretaciones divergentes de la misma Biblia. Naturalmente que la Escrituras nos comunica verdades, doctrinas, pero verdades relativa a Dios en Cristo; no nos entrega un conjunto de proposiciones verbales dispuestas como un paquete que hay que aceptar para ser salvos, sino que se nos comunica a sí mismo. Como decía Emil Brunner, “en su palabra Dios no me dice `algo´, sino que se me dice a sí mismo”. Dios no nos revela una serie de enseñanzas de teología sistemática (nada hay menos sistemático que la Biblia), sino que se revela a sí mismo como nuestro Señor y Salvador. “El objeto que la Escritura me ofrece no tiene el carácter de `algo´ que yo con las energías de mi pensamiento haya de desvelar o aclarar, sino que lo que se me ofrece es un Persona que me habla y que se me manifiesta en ella”.

Esto significa en la práctica que el ejercicio de la lectura bíblica tiene el carácter de un acontecimiento espiritual de un verdadero encuentro con Dios en el Espíritu que se nos acerca en su Hijo, cada vez que leemos la Escrituras con la debida actitud.

El apóstol Pablo, en su gran carta a los romanos, se presenta a sí mismo como siervo del Evangelio, la buena noticia, el mensaje de salvación, que en otro tiempo Dios había prometido por medio de sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo (Ro. 1:2-3), lo cual comenta Calvino acertadamente: “He aquí un extraordinario y bello pasaje por el cual aprendemos que todo el Evangelio está contenido en Cristo, de modo que quien se aleje un solo paso de Cristo, se aleja también del Evangelio. Porque sabiendo que Cristo es la viva imagen del Padre (Heb. 1:3), no debemos jamás extrañarnos si El solamente nos es propuesto por Aquel al que toda nuestra fe se dirige y en el cual se detiene”.

Algunos pueden pensar buenamente que el calificativo de pueblo del libro nos viene de los días de la Reforma, cuando los reformadores proclamaron su conocido lema Sola Scriptura, mediante el cual afirmaron su convicción de que la Sagrada Escritura es la autoridad final, única y suficiente en cuestiones de fe y práctica, en oposición a la Iglesia católico-romana para la que autoridad reside no sólo en la Biblia, sino en la Tradición y el Magisterio eclesiástico, con la figura del Papa a la cabeza. En este sentido los reformadores se sintieron el pueblo de un libro, la Biblia, y su autoridad infalible, frente a las autoridades de los jerarcas, maestros y obispo de la Iglesia de Roma. A ella le dedicaron estudios, comentarios y un buen número de traducciones en la lengua de sus diferentes comunidades. “La Biblia sola —decía William Chillingworth— es la religión de los protestantes”.

Sin embargo, conviene recordar que junto al lema Sola Scriptura, los reformadores proclamaron otro igualmente importante, Solus Christus, Cristo solamente, para manifestar bien claro su fe en la única y absoluta mediación de Cristo, el único Salvador, el único Señor, la única verdad, el único camino y la única a vida al que todo cristiano debe aspirar. Veremos después lo que esto significa tocante a la Escritura en nuestra sociedad y en nuestra iglesia.

El Corán y la Biblia

¿Sabían ustedes que la expresión “pueblo del libro” es mucho más antigua que la Reforma y que fue utilizada por Mahoma para describir a los cristianos y a los judíos de su época?

Este es un dato significativo que ya lo hizo notar el teólogo escocés Marcus Dods, a principios del siglo XX.  “La designación —decía— con la que Mahoma en el Corán generalmente distingue a los cristianos es pueblo del libro. Esto, sin embargo, es meramente una ilustración de lo limitado del horizonte del profeta sobre el cristianismo. Porque, de hecho, la posesión de una Escritura sagrada no era entonces ni lo es ahora una singularidad distintiva del cristianismo”.

La expresión pueblo o “gente del libro” se encuentra varias veces en el Corán, allí donde se hace referencia a los Ahl al- Kitâb, literalmente “gente del Libro” o “gentes del Libro” (3, 64, 71, 187; 5, 59), que engloba a judíos y cristianos, y musulmanes, naturalmente. Mahoma no tuvo un conocimiento directo e íntimo del cristianismo, los suyos fueron ligeros contactos con cristianos nestorianos de Damasco. De ahí su imagen superficial y externa del cristianismo, aunque decisiva para su creencia. De esa imagen concibió su idea de que igual que judíos y cristianos habían recibido la Palabra de Dios por medio de los profetas inspirados divinamente y materializada en un libro sagrado, él podía ser el profeta de los últimos tiempos que trajera la nueva palabra inspirada de Dios para el mundo, el Corán.

El Corán, en árabe al-qurʕān, que significa “la recitación”,  “lo recitado”, es el libro sagrado de los musulmanes, pero en ningún aspecto, ni en fondo ni en forma, es equiparable a la Biblia cristiana. Son dos mundos diferentes. Si la Biblia, en cuanto libro, es testimonio o el registro escrito de la Revelación de Dios en la historia, el Corán, en cuanto libro, es literalmente la palabra “eterna e increada” de Alá, tanto en su gramática como en su caligrafía. Como dice magníficamente el Dalai Lama, hablando del islam: El Corán “es diferente a cualquier otro texto; no tiene origen humano ni está adulterado por limitaciones de cualquier intención o pensamiento humano. El Corán es, literalmente, el milagro más grande jamás hecho por Dios, y por lo tanto no sólo su contenido es perfecto, sino también su lenguaje”.

Según el islam, Mahoma recibió directamente de Dios el mensaje revelado que el profeta encargó a diversos escribanos fijar por escrito. “Para asegurar el origen divino de la revelación coránica y la transmisión inmediata de la misma por el ángel Gabriel remarcan los comentadores islámicos que Mahoma no sabía ni leer ni escribir”. De este modo se descartaba desde un principio toda intervención humana. Lo mismo que siglos después harán los mormones respecto a Joseph Smith y su libro sagrado, El libro de mormón.

Basándose en pasajes concretos del Corán existen algunos comentadores del islam que parten de la idea de que el Corán es copia de un original celestial, la norma primordial del libro. Como el original y su copia están redactados en árabe, no existe la posibilidad de una traducción auténtica.

Por ello, para el islam, la transmisión del Corán debe realizarse sin el menor cambio en la lengua originaria, el árabe clásico, también llamado árabe culto, lengua considerada sagrada a todos los efectos. Sólo por concesión se traduce a otros idiomas, pero todo fiel musulmán está obligado a aprender el idioma de Dios. 

Los autores bíblicos, muchos en número, unos conocidos y otros anónimos, nunca pensaron que el idioma que utilizaron, sea hebreo, arameo o griego, correspondía el “idioma de Dios”. Tampoco pensaron que un ángel del cielo, Gabriel en el caso de Mahoma, Moroni en el Joseph Smith, les soplaba en el oído las palabras que debían pronunciar o escribir.

Mucho me temo que a veces los cristianos miran a la Biblia como si fuera una especie de Corán, fijo e inamovible, como un monolito caído del cielo, del cual quieren sacar lecciones para hoy sin considerar el contexto histórico ni el lugar que ocupa en el proceso de la revelación.

Hay incluso quienes atribuyen a la misma traducción de la Biblia en su propia lengua una cuasi “inspiración”. Así, la King James para muchos ingleses, y la Reina-Valera para muchos hispanoparlantes.

La Iglesia cristiana fue desde el principio una iglesia de traductores. Su reverencia al texto sagrado nunca llegó al punto de atribuir sacralidad al idioma original, hebreo o griego. Creyó que el mensaje revelado es viable de expresarse en todos los idiomas. Por esa razón, las Escrituras sagradas de los cristianos bien pronto se tradujeron a los idiomas de los naciones donde los misioneros y evangelistas llegaron con el mensaje de Cristo. Nunca cayó la Iglesia en la tentación de los grupos religiosos tan prominentes en su época de reservar la Escritura por un grupo de eruditos e iniciados, expertos en el arte de la escritura sagrada. Desde el principio la Biblia fue el libro del pueblo, de todos los cristianos, que habló el idioma de los pueblos que se abrían al mensaje de Cristo, y que hasta contribuyó a dar forma literaria a esos idiomas carentes de una forma escrita estándar.

La Revelación de Dios no es la entrega de un libro, sino, más bien, la totalidad de la acción salvadora de Dios en la historia de su pueblo, Israel, que alcanza su cénit y plenitud en la encarnación de Cristo, la Palabra divina. En esta revelación Dios se muestra como el Dios de amor que busca al hombre en su extravío, que recibe menosprecios constantes a esta oferta de amor y que no obstante, por puro amor, llega hasta el punto increíble de la inmolación en la persona de su Hijo, quien recapitula toda la historia de oprobio y rechazo, al mismo tiempo que mediante la acción del Espíritu inicia la creación de un hombre nuevo.

La Revelación es algo más que comunicación de verdades formales sobre Dios, sus mandamientos y su voluntad. La revelación es Dios en acción que incide en la experiencia humana iniciando nuevos comienzos a partir de esa experiencia salvífica: Abrahán, Moisés, Samuel, Isaías, Amós, Ezequiel…, y finalmente, Jesús. Por eso, la Biblia, en cuanto registro inspirado de esa historia de salvación, es algo muy distinto a un código de leyes, oráculos, ritos ceremoniales o doctrinas sagradas, es el testimonio de una historia de hombres y mujeres atravesados por la experiencia de Dios en su contexto sociocultural, con sus derrotas y fracasos, que desemboca en la venida del Ungido de Dios, la Sabiduría divina, el Logos encarnado. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo” (Heb 1:1-2).

Continuidad y cambio

Cuando decimos que Dios ha hablado, lo cual ciertamente es un antropomorfismo, una manera humana de referirse la acción de Dios, ya que Dios carece de boca y cuerdas vocales, queremos decir que Dios ha actuado, intervenido en la historia de su pueblo dándose a conocer a personas elegidas, y por medio de ellas, a todo el resto. El resultado de esas experiencias de encuentro con Dios son nuevos inicios de la humanidad, en continuidad y discontinuidad con el pasado: “Yo soy el Dios de tus padres”, continuidad en la historia de la experiencia humana del Dios único y verdadero; “arrepiéntete y se perfecto delante de mi”, discontinuidad con las experiencias de infidelidad e injusticia por las que tan fácilmente se desliza la acción humana. 

Injusticia que se manifiesta es un acto de culpa universal condenado al Justo, matando al Hijo de Dios; pero cuya palabra final es el poder de la Resurrección que neutraliza la injusticia del hombre y de los poderes y potestades de este mundo, matando en la muerte de Inocente todas las enemistades y derribando los muros de separación que dividen a los hombres de los hombres, y a los hombre de Dios, favoreciendo una experiencia única y universal de salvación y unión con Dios mediante el Hijo.

Es muy importante tener en cuenta la dialéctica de la revelación: “En otros tiempos”, pero “ahora”. Como un buen maestro y pedagogo Dios ha acompañado la experiencia de su Pueblo a lo largo de historia, a veces con mano dura, con vistas a la revelación de Jesucristo, en quien todas las cosas son hechas nuevas. Él es el heredero (Heb 1:1).

Digo esto, porque hay quien considera que para ser fieles al Dios revelado en la Escrituras, entendidas estas como un fin en sí mismas, habría que implantar en nuestros días la legislación hebra sobre delitos y penas, ya que si toda la Biblia es inspirada de por Dios, participa de la eternidad de Dios y, por tanto, su mensaje hoy debería ser tan vigente y actual como lo fue en el momento de ser puesta por escrito. Se ha llegado a defender la lapidación como el método de aplicar la pena capital, por encontrarse legislada en la Ley de Moisés. 

Pese a nuestra familiaridad con la Biblia, creo que hay mucha confusión respecto a naturaleza y propósito, y sería conveniente esclarecerla.

La Escritura, testimonio de Cristo

En primer lugar hay que decir, aunque parezca una obviedad, tan evidente y tan sabida que resulta una afirmación trivial, que hay que concebir y leer la Escritura como cristianos.

¿Qué significa leer la Escritura como cristianos? Significa leerla con ojos cristianos, tal como el Nuevo Testamento nos enseña a leerla. Para citar las palabras de Jesucristo en el Evangelio de Juan: “Escudriñad las Escrituras, porque á vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39), señalando el sentido que las Escrituras tiene para el creyente: el de testigo, como Juan el Bautista que apunta al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Ese texto, pues, da testimonio de la conciencia de la comunidad que, siguiendo la enseñanza de Jesús, lee la Escritura con vistas a desentrañar el misterio de Cristo.

Después de la muerte Jesús, cuando sus discípulos creían que todo estaba perdido, Lucas nos narra el relato de la aparición del Jesús resucitado a los apesadumbrados caminantes de Emaús, a quienes les echa en cara: !Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc 24: 25-27). ¿A qué pasajes concretos pudo hacerles referencia el Señor?.

No es la intención del texto de Lucas entrar en detalles, sólo poner de manifiesto su convicción de las Escrituras hebreas como testimonio autorizado del mensaje evangélico, de la vida y muerte de Cristo. Por otra parte, hay que aclarar que el cuadro que el Antiguo Testamento nos presenta del Mesías no se limita a un número específico de pasajes particulares. “Existen como si fuera, cuatro hilos que corren a través del Antiguo Testamento de principio a fin, que convergen en Belén y el Calvario: el histórico, el tipológico, el psicológico y el profético. Es razonable suponer que nuestro Señor, al interpretar en todas las Escrituras las cosas referentes a él, mostró cómo el Antiguo Testamento completo, de diversas maneras lo señalaba a él”.

Ya en los primeros días de su ministerio, Jesús se ganó la animadversión de sus contemporáneos, cuando después de leer en la sinagoga de Nazaret el pasaje de Isaías 61.1-2, se lo aplicó a sí mismo, hasta el punto que sus paisanos quisieron matarlo (Lc 4.21, 28-29).

Cuando en Juan cap. 5 Jesús dice que la Escritura da testimonio de él, en la controversia que sigue, Jesús se atreve a decir que “Moisés escribió acerca de mí”. En infructuoso tratar de averiguar a que textos concretos se refiere; bien puede ser, como después leyó la Iglesia: Gn. 3:15; 9:26; 22:18; 49:10; Nm. 24:17 y Dt. 18:15, 18. Pero lo que Moisés escribió acerca de Cristo no queda limitado a estos pasajes. Todo el Pentateuco, y no sólo el Pentateuco, sino todo el Antiguo Testamento, apunta a la venida de Cristo y prepara claramente su llegada.

Es evidente que Jesús leyó las Escrituras de un modo peculiar, a la luz de su conciencia mesiánica. Como escribe Félix García López: “Jesús no es un exégeta de la Escrituras, sino un exégeta de sí mismo; explica su persona y su obra a la luz de las Escrituras. La primitiva comunidad cristiana fue esclareciendo paulatinamente la identidad de Jesús a la luz de la Escrituras. Todo el Nuevo Testamento está escrito en esta perspectiva”.

Los apóstoles se preocuparon desde el principio de mostrar que el mensaje y la obra e Cristo estaba en línea de continuidad con los escritos sagrados de Israel. Como dice Pablo en Ro 15,18: “Cristo Jesús vino a ser siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los padres”, lo cual resume una práctica común en el ministerio misionero de Pablo. Así se dice que cuando Pablo llegó a Roma, lo primero que hizo fue convocar a los principales de los judíos, a los cuales aclara que su llegada como preso no obedece a nada que por su parte haya “hecho contra el pueblo, ni contra las costumbres de nuestros padres” (Hch 28, 17), y poco después comenzó testificarles sobre “el reino de Dios desde la mañana hasta la tarde, persuadiéndoles acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas” (v. 23). Ya a Agripa le había dicho que él no había dicho “nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder” (Hch 26, 22), es decir, de la muerte y resurrección de Cristo.

Así, pues, Pablo lee el Antiguo Testamento, la Ley, los Profetas y los Escritos, con los ojos puestos en Cristo, para mostrar que él no dice nada nuevo que no estuviera ya escrito, predicho o vislumbrado en el Antiguo Testamento, de tal manera que Jesús queda integrado en la historia del pueblo de Dios, en su ley en su promesa, demostrando así que Jesús es el Mesías prometido a Israel.

Lo mismo que vemos en Pablo es lo que vemos en el resto de apóstoles y autores del Nuevo Testamento, los cuales leen las Escrituras para explicarse a sí mismos y explicar a otros el sentido y significado de la vida de Jesús, de sus hechos y dichos, de su muerte y su resurrección. El apóstol Pedro expresa su convicción de judío y cristiano, que ve en Cristo el cumplimiento de las Escrituras santas de su pueblo: “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Pd. 1:10-12). Este es el mismo tipo de lenguaje de su primer sermón en Pentecostés: esto es lo dicho por el profeta (Hch. 2:16).

Mateo en su Evangelio incluye un gran número de citas del Antiguo Testamento, que ilustran cada acción y cada palabra de Cristo. Las Biblia hebrea es para los primeros cristianos el testimonio autorizado de parte de Dios que ofrece la clave interpretativa de la vida y muerte de Jesús.   

De los datos que aporta el Nuevo Testamento sobre Jesús y los autores apostólicos en su relación con las Escrituras, la teología cristiana resume esa relación —que fue muy polémica en los primeros siglos del cristianismo— que “Jesucristo es el centro de la Biblia. En el Antiguo Testamento como promesa, anuncio y prefiguración. En el Nuevo como cumplimiento y realización”. Realización que por su parte, lleva consigo la revelación de una riqueza insospechada de la vida divina y su relación con el hombre.

Esto es más que suficiente para hacernos caer en la cuenta que la Biblia no es un fin en sí misma, sino un signo que apunta en dirección a Cristo, en quien se han cumplido el fin de los tiempos y el designio eterno de Dios para la salvación del mundo. Por tanto, hay que tener mucho cuidado en evitar el peligro de que la Biblia se convierta en una pantalla, en algo distinto de lo que está llamada a ser, de modo que nos impida ver o nos distraiga de su mensaje central que es Jesucristo, en toda su riqueza inagotable que siempre tiene algo nuevo que ofrecer. Hay quien hace de la Biblia un fin en sí mismo, tratando de descubrir en ella verdades ocultas del presente y del futuro, y se detienen hasta tal punto en ese pasatiempo que son incapaces de avanzar en el conocimiento del misterio de Cristo, su obra y significado para la vida presente.

Martín Lutero, el gran reformador, dijo que Jesucristo es el “centro y la circunferencia de la Biblia”, dando a entender que el significado fundamental es Jesucristo, quién y qué ha hecho por nosotros para nuestra salvación. Perderle a él como centro y llave de las Escrituras es perdernos nosotros en una lectura acristiana de la Biblia. “Este es el juicio y castigo  que Dios permite que venga sobre aquellos que no ven esta luz, es decir, que no aceptan ni creen lo que la Palabra de Dios dice sobre Cristo, por lo que andan inmersos en total oscuridad y ceguera incapaces de conocer nada en absoluto respecto a asuntos divinos” (Lutero).

Calvino, al comentar Romanos 10, 4: “Cristo es el fin de la ley”, dice: “Sea cual fuere lo que la Ley enseñe, ordene o permita, siempre tiene a Cristo como fin y a Él, por tanto, deben referirse todas las partes de la Ley, lo cual no puede hacerse sino despojándose de toda justicia propia y avergonzándose por causa del pecado personal, para buscar la justicia única y gratuita. Por este hermoso pasaje comprendemos que la Ley totalmente mira hacia Cristo y por esta razón el hombre jamás poseerá inteligencia si no sigue este camino”.

En su comentario a 2 Tim. 3:15, donde se dice: “las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”, con mucha agudeza Calvino advierte que muchos los falsos profetas y maestros hacen uso de las Escrituras como un pretexto”, no prestando atención al hecho que la sabiduría a la que nos conduce es a “la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”, dando a entender que para Pablo, “la fe en Cristo” es el modelo, y por lo tanto, “la suma de las Escrituras”.

Antes de que existiese lo que algunos llaman la Biblia cristiana, el Nuevo Testamento, no había nada escrito por Jesús o sobre él, sólo el recuerdo, la memoria de sus hechos, de su vida y testimonio. Los apóstoles no comenzaron anunciando una doctrina, una religión o una nueva moral, sino simplemente una Persona en la que se había hecho presente el Reino de Dios, es decir, Dios mismo en su acción. Durante años, el Nuevo Testamento, como describe gráficamente Carlos Mesters, existía sólo en el corazón, en los ojos, en las manos y en los pies de los testigos de Jesús. Su Biblia era la de los judíos, judíos ellos también, pero la leían a la manera cristiana. La leían y releían con ojos nuevos, desde la de fe en Jesús muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. En lo que Pablo llamaba “Antiguo Testamento” o “Antiguo Pacto” (2 Cor. 3:14) encontraban los textos para poder entender mejor la novedad que estaban viviendo en Cristo. Por ejemplo, los textos de la profecía de Moisés sobre el futuro profeta (Dt 18,15.19 y Hch 3,22), los de Isaías sobre el Siervo de Sufriente del Señor (Is 53,7-8 y Hch 8,32), los de Daniel sobre el hijo del Hombre (Dn 7,13 y Mt 24,30), ciertos salmos como el Salmo 2 (Hch 4,23-26) o el Salmo 110 (Hch 2,34) y otros.

El obispo anglo-evangélico, John Charles Ryle, exhortaba a los lectores de sus libros a que “con frecuencia se pregunten el valor que tiene para él la Biblia. ¿Es para ti solamente un libro que contiene preceptos morales elevados y consejos acertados? ¿O es un libro en el cual has encontrado a Cristo? ¿Es tu Biblia un libro en el cual “Cristo es el todo”? Si no es así, claramente debo decirte que hasta la fecha tu Biblia te ha sido de poco provecho”.

   

Cristianismo sin Cristo

Los autores apostólicos, como hemos apuntado, recurrieron a la Biblia con vistas en entender la singular experiencia de Jesús con Dios y el significado total de su persona y de su obra para la humanidad. Recurrieron a la Biblia pero era a Cristo a quien buscaban. Es de Cristo y de su mensaje de salvación de quien dan testimonio en sus predicaciones y en sus escritos. Ellos eran seguidores de una Persona y no de un Libro. Y lo mismo debemos ser nosotros. Pero no siempre es así, aunque no parezca que este sea el caso. Como escribe Rod Rosenbladt, profesor de Teología Sistemática y Apologética cristiana, en Concordia University, muchos evangélicos tratan a la Biblia como si fuera alguna especie de “Enciclopedia del Universo”, sin nunca ver a Cristo. Es más, llega a decir, que mucha de la predicación y temática de las iglesias evangélicas americanas hoy en día es tan acristiana, o sin Cristo, como la enseñanza de los antiguos racionalistas de la Ilustración. Esto lo decía hace 15 años, y según parece las cosas no han mejorado, sino que han ido a peor.

Hace unos pocos años, Michael Horton, profesor de Teología sistemática en Westminster Seminary California, publicó un libro titulado Cristianismo sin Cristo. El Evangelio alternativo de la Iglesia americana, donde entre otras muchas cosas dice:

“El cristianismo sin Cristo está [en todos lados] cruzando el espectro conservador-liberal y todas las denominaciones… Es fácil distraerse de Cristo como la única esperanza para los pecadores. Donde todo se mide por nuestra felicidad en lugar de la santidad de Dios, el sentido de que somos pecadores pasa a ser secundario, si no ofensivo…Yo creo que la iglesia en Estados Unidos hoy está tan obsesionada con ser práctica, relevante, útil, con éxito, y… aceptada que casi es un reflejo del mundo mismo… No hay nada que no se pueda encontrar en la mayoría de las iglesias de hoy que no podría ser satisfecho por cualquier número de programas seculares y los grupos de autoayuda”.

Las iglesias se han adaptado a las nuevas tecnologías, explotando todos los recursos que tiene a su disposición, son tenidas en cuenta por los políticos, atraen a famosos, las iglesias se llenan y la gente la pasan bien en los cultos de alabanza. Pero Cristo está ausente de las iglesias. ¿Es esto posible? ¿Cómo puede ser que Cristo esté fuera de su iglesia? Se dice claramente en las Escrituras: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Ap. 3:20). La puerta a la que se refiere el texto no es la puerta del inconverso, sino de la iglesia, la iglesia de Laodicea, concretamente. Sucedió en Laodicea, y sucede hoy en todas las iglesias a lo largo y ancho del planeta.

Hasta el papa Francisco está preocupado por esta extraña enfermedad de cristianos sin Cristo. Hace unos años, el 27 de junio de 2013, Francisco exhortó a sus fieles a no caer en la tentación de ser cristianos sin Cristo, un cristianismo hecho de rigidez y sanas palabras, pero no basado en la “roca” de la Palabra que es Cristo, sino en la arena de propia religiosidad. El papa Francisco insistió que hay muchos que no son cristianos, “sino que se disfrazan de cristianos. “No saben quién es el Señor, no saben qué es la roca, no tienen la libertad de los cristianos. Y, para decirlo de modo sencillo, no tienen alegría”.

A veces olvidamos que la religiosidad es tan peligrosa para el cristiano como la inmoralidad. Deja la conciencia tranquila y el corazón frío. Precisamente lo que Jesús combatió. Cuando leemos los Evangelio, vemos que Jesús nunca es severo con quienes se reconocen pecadores y pequeños. “Sólo reacciona duramente contra los que pretenden no ser como los demás y se creen que son algo. Estos fabrican unas relaciones de opresión que hacen imposible la fraternidad. De ahí las denuncias contra los ricos, los legistas —escribas— y sacerdotes que mitifican dinero, leyes y ritos. Jesús vive apasionadamente un amor entrañable al hombre y no puede soportar la marginación que a todos deshumaniza. Sus mismos ayes y amenazas son como lamentaciones de un corazón movido por una gran ternura”.

La Escritura señala a Jesús: el Antiguo Testamento para los cristianos 

“Toda la Biblia gira alrededor de Jesucristo: el Antiguo Testamento lo considera como su esperanza, el Nuevo como su modelo, y ambos como su centro”. Así resumía Blas Pascal, matemático, físico y filósofo del siglo XVII, el lugar de Cristo dentro de la Escritura, tal como lo entendieron los apóstoles y sus continuadores.

Hubo un momento en el cristianismo de los primeros siglos, que algunos cristianos se cuestionaron la validez del Antiguo Testamento para los cristianos. Para ellos, la moral del Antiguo Testamento basada en un sistema de leyes y castigos, donde trasluce el rencor y el deseo de venganza  no puede ser más contraria a la moral cristiana del perdón y la misericordia. El Dios del Antiguo Testamento, el Jehová de los Ejércitos, involucrado en la matanza de los cananeos no tenía nada que ver con el Dios y Padre bondadoso de Jesucristo; la historia del Antiguo Testamento, tan llena de crímenes, engaños, robos, incesto, adulterios, asesinatos, deseos de venganza, guerras de exterminio, está en las antípodas del mensaje de Jesús y de la predicación apostólica. Marción, que vivió aproximadamente entre el año 85 d. C. y hasta mediados del segundo siglo, se negó a aceptar el Antiguo Testamento como Escritura Sagrada. Esta corriente de pensamiento pervivió varios siglos. Todavía en el siglo IV, Agustín, en su juventud, fue miembro del grupo de maniqueos que despreciaba el Antiguo Testamento por considerarlo no espiritual y calificarlo de repugnante; abogaban por un cristianismo con un Cristo que no necesitaba el testimonio de los escritores hebreos.

El año 1920 el eminente teólogo protestante liberal Adolf von Harnack formuló la tesis siguiente: “rechazar el Antiguo Testamento en el siglo segundo, fue un error que la gran Iglesia condenó con razón; mantenerlo en el siglo dieciséis fue un destino al que la Reforma todavía no se podía sustraer; pero, desde el siglo diecinueve, conservarlo todavía en el protestantismo como documento canónico, de igual valor que el Nuevo Testamento, es consecuencia de una parálisis religiosa y eclesiástica”.

Quizás no con el mismo nivel de consciencia de Marción, Agustín o Harnack, pero si con la misma inquietud, muchos lectores de la Biblia, cuando atraviesan la densa lectura del Antiguo Testamento, tropiezan con muchas historias y textos duros y difíciles de asimilar. Por otro lado, muchos cristianos que confiesan aceptar la Biblia como su libro base, apenas si leen el Antiguo Testamento o recurren a él muy selectivamente.

Los apóstoles y los llamados Padres de la Iglesia se enfrentaron a este grave problema que tuvo que ser explícitamente tratado desde mediados del siglo II. Ellos recurrieron a los conceptos de promesa y cumplimiento, entendiendo el Antiguo Testamento por promesa, y el Evangelio o Nuevo Testamento por cumplimiento. De este modo justificaron  la conservación de las Escrituras hebreas en la Iglesia cristiana, como raíces de un árbol o piedras fundamentales de un edificio que germinará o se edificará sobre la persona de Jesucristo. Así, patriarcas y profetas ejemplarizan y predicen los acontecimientos de la vida de Jesús y la Iglesia, que es su cuerpo místico, la cual mediante su testimonio y predicación, realiza y prolonga en cada generación la realidad de la salvación en Cristo y por Cristo.

Este esquema de promesa y cumplimiento, una especie de revelación progresiva, permitió entender que lo nuevo, la Gracia y la Verdad de Jesucristo (Jn 1, 17), continúa y cumple las esperanzas de Israel, cuya misión era llevar el conocimiento del único Dios –el Dios de Israel– a todas las naciones del mundo. Es por ello que Pablo, apóstol de los gentiles, creía que él no estaba rompiendo con la historia de Israel, sino que daba cumplimiento a la misma — en su sentido más profundo y excelso—, anunciado el Evangelio de Cristo a los gentiles para que pudieran participar en el mundo venidero.

Desde el punto de vista histórico-gramatical resulta realmente difícil entender lo oportuno de las citas del Antiguo Testamento que los autores apostólicos aportan para confirmar sus aseveraciones, aunque hoy sabemos que ellos se comportaban conforme a los métodos judíos y rabínicos de estudio de la Escritura, que hoy, desde un punto de vista literal, no nos parecen tan adecuados. Sobe todo el método alegórico, usado por Pablo en relación a Sara y Agar, cuando dice: “Esto es una alegoría, pues estas mujeres son los dos pactos; el uno proviene del monte Sinaí, el cual da hijos para esclavitud; éste es Agar” (Gal 4, 24).

El método alegórico permite a los autores apostólicos que las personas y los hechos del Antiguo Testamento sean interpretados a la luz de la historia evangélica, de Jesucristo y su misión. El método puede ser cuestionable, pero la intención que lo anima es la misma convicción cristiana de que la Escritura hebrea, desde Moisés a los profetas, da testimonio de Cristo y de la novedad del Evangelio. Según G. von Rad, “el Nuevo Testamento tomó como punto de partida el contraste entre ese nuevo acontecimiento (la venida de Cristo) y el conjunto de la experiencia anterior de Israel; y este debe ser siempre el punto de partida para la interpretación cristiana del Antiguo Testamento”.

Fe e historia

En el año 2001, el periodista, filólogo y escritor Juan Arias, escribió un libro: Jesús, ese gran desconocido (Maeva, Madrid 2001), que fue muy popular, con un gran número de ediciones. Creo mucha polémica, aunque no decía nada extraordinario, excepto que decía en un lenguaje popular lo que se debía diciendo en los círculos reducidos de la investigación bíblica. Un amigo mío, que comenzó a interesarse por la fe, lo leyó y pronto vino a verme para que yo lo leyera también, porque era una libro extraordinario, donde se decían cosas nunca antes conocidos, básicamente que los Evangelios no son un relato biográfico de Jesús, ni siquiera una reconstrucción histórica de la figura de Jesús, sino un testimonio de fe, un relato teológico sobre Jesús, mediado por la experiencia creyente. Para mi amigo, estas revelaciones significaban el fin de su fe. Según él, si los evangelios no son un relato histórico de Jesús, entonces no podemos saber nada él y todo lo que nos han dicho sobre Jesús es falso. 

Esto es lo que suele ocurrir cuando una persona no formada se encuentra un texto que populariza los resultados de la crítica bíblica. Y la respuesta no pasa por la ignorancia o condenación de la crítica bíblica, hoy accesible en todos los medios, sino por la formación adecuada de las personas insuficientemente informadas.

Cuando en el siglo XVII, el sacerdote Richard Simon (1638-1712), historiador, filósofo y teólogo, puso en duda que Moisés fuera el autor de la totalidad del Pentateuco, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, fue condenado por el renombrado obispo y teólogo J.B. Bossuet, quien hizo que se destruyera por completo la primera edición de la obra de Simon, Historia crítica del Antiguo Testamento. El filósofo Baruc Espinoza fue sometido al ostracismo y maldición de la comunidad judía holandesa más o menos por atreverse a decir lo mismo que el sacerdote católico. A lo largo del siglo XIX muchos profesores de teología perdieron su cátedra por aceptar las teorías de la alta crítica alemana.

A principio del siglo XX los fundamentalistas orquestaron una campaña internacional para mantener fuera de las iglesias y los centros de enseñanza cristianos a los liberales, o a cualquiera que se atreviera poner en cuestión la autoridad de la Escritura en cualquiera de sus variantes. Fue una lucha encarnizada de amplias repercusiones. Un siglo después, parece que las cosas han cambiado mucho. La familiaridad con los presupuestos de la exégesis histórico-crítica es común a muchos estudiantes, profesores y pastores de las Iglesias tradicionales, principalmente en las nuevas generaciones de pentecostales y carismáticos.

¿Cómo puede convivir la crítica bíblica con la experiencia del Espíritu? No voy a entrar en ese tema ahora. Sólo hacer una aclaración muy importante, el problema del protestantismo liberal, que fomentó la alta crítica de la Biblia, no fue su ciencia, ni su rigor académico. La fe cristiana no tiene nada contra la ciencia y la academia. El problema de los protestantes liberales, en palabras del famoso psicólogo suizo Carl G. Jung, fue que perdieron el sentido de lo sagrado. Y el resultado de esta pérdida, que venía de lejos, del intelectualismo y racionalismo propios del protestantismo, basado más en el conocimiento intelectual del Libro, que en la experiencia viva de la Persona de Jesús, a la que remite la Biblia, fue una crítica destructiva y llena de los prejuicios de su época. No fue un problema de erudición, sino de corazón.

Hoy nos enfrentamos a un problema muy distinto. La inmensa mayoría de los miembros de nuestra iglesias, con muy poca o escasa formación teológica, sólo por el hecho de creer que la Biblia es la Palabra de Dios, infalible  e inerrante, tiende a pensar que la Biblia en su totalidad en una revelación divina enviada desde el cielo casi por dictado directo de Dios a los autores sagrados, tal como se pensó en la época de la Reforma y siglos posteriores, cuando se creyó cada frase, cada palabra, cada letra, era inspirada directamente por Dios al autor sagrado, que actúa como una especie de taquígrafo o secretario. Algunos llegaron al extremo de extender la inspiración hasta los puntos vocales del presente texto hebreo. Hoy día ningún teólogo, por más conservador que sea, mantiene esa creencia. Como alguien ha dicho, si Dios hubiera dictado la Biblia, el estilo y vocabulario de cada libro de la Biblia sería completamente igual. Pero al leer las Escrituras nos damos cuenta que el punto de vista del dictado es incorrecto, pues lo cierto es que cada libro de la Biblia muestra la personalidad y el estilo de cada autor. Los escritos de Pablo son diferentes a los de Pedro, y los escritos de Juan son diferentes a los de Lucas. A veces, los escritores de la Biblia usaron palabras diferentes para narrar la misma historia o dar los mismos mandamientos.

Hoy los teólogos hablan de inspiración orgánica, personal o plenaria, para enseñarnos que los escritores bíblicos no son simplemente sujetos pasivos a la inspiración divina, sino agentes creativos, cada cual con su personalidad y riqueza imaginativa. Por esta razón los libros de la Biblia reflejan las características personales del escritor, en estilo y vocabulario, y con frecuencia sus personalidades están expresadas en sus pensamientos, opiniones, plegarias o temores. 

Yo creo que esto es fácil de aceptar, no supone ninguna dificultad para la posición tradicional. Mas grave es cuando se hace intervenir en la composición de la Biblia no ya a autores individuales, sino a conjuntos de redactores que intervinieron en la redacción final de los libros bíblicos tal como los tenemos hoy. El problema está en atribuir la inspiración divina a los autores u órganos de la revelación, con la inquietud de saber si llegaron a escribir algún libro más, hoy perdido, e igualmente inspirado que los que tenemos, por ser resultado de la misma pluma inspirada del autor. Entonces, ¿cómo pudo permitir Dios la pérdida de libros inspirados?

Estas y otras consideraciones y temores están fuera de lugar, pues el énfasis en los órganos de la escritura inspirada, desvió la atención en la verdadera naturaleza de la inspiración: el producto final, la Biblia, independientemente de su proceso de redacción. Es la Biblia como tal la inspirada, la que tiene por autor final al Dios, sea quienes sean los redactores que intervinieron. Algunos nos son conocidos, otros son anónimos. Algunos proceden de la pluma de un autor, como Isaías, Jeremías, Pablo o Juan, otros a un grupo o escuela de profetas o escribas. Esto le toca desentrañar a los estudiosos.

A nosotros nos toca prestar atención a su función pragmática: acompañar nuestra experiencia creyente, de modo que lleguemos a ser contemporáneos de la experiencia de salvación que la Escritura nos transmite.

“Estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31; cf. 1 Jn 5:13). A esta función de testimonio de salvación, se añade el elemento de comunión entre todos aquellos que viven de esta fe: “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos también; para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1:3).

La revelación, pues, obedece, hoy siempre, a profundizar en la experiencia de Dios, que es experiencia de amor, fe y salvación, experiencia de comunión, tentada por el pecado y la infidelidad.

El texto fundamental sobre la inspiración de la Escritura, deja bien claro que “toda Escritura inspirada por Dios”, tiene una función práctica: “útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda buena obra” (1 Tim 3,16-17).

Y cuando leemos del “hombre perfecto”, entendamos que se hace referencia al hombre perfecto que es Cristo Jesús, a cuyo fin obedece la inspiración de la Escritura y la proclamación del Evangelio:

“Nosotros proclamamos, amonestando a todos los hombres, y enseñando a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de poder presentar a todo hombre perfecto en Cristo” (Col. 1,28).

Cuando tomamos plena conciencia que el fin de la Escritura es eminentemente práctico, cuya meta es la creación del hombre nuevo en Cristo, en cuya concreción en nuestra vida tanto fallamos, y de la que a menudo nos desviamos hacia temas secundarios, podemos dejar a una lado nuestros temores respecto al análisis crítico de la Biblia, que en nada pueden dañar la revelación, sino abrirla a nuevas dimensiones y perspectivas que capas de tradiciones han impedido verlas.

Animados en el seguimiento de Cristo y de nuestra transformación en Él sólo podemos tener una cosa, que no demos talla, como traduce gráficamente la versión La Palabra: “Que seamos personas cabales; hasta que alcancemos, en madurez y plenitud, la talla de Cristo” (Ef. 4:13).

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Ética y Política

Por Salvador Dellutri

Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los de la cautividad que hice transportar de Jerusalén a Babilonia: Edificad casas, y habitadlas; y plantad huertos, y comed del fruto de ellos. Casaos, y engendrad hijos e hijas; dad mujeres a vuestros hijos, y dad maridos a vuestras hijas, para que tengan hijos e hijas; y multiplicaos ahí, y no os disminuyáis. Y procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz.

Jeremías 29,4-7

El párrafo precedente es una carta enviada a los cautivos en Babilonia. Estos hombres estaban en una cultura totalmente diferente en lo ético y religioso. Sin embargo tenían que vivir en ella, y el mandato de Dios es que – manteniendo su identidad – tomen una actitud positiva y constructiva mientras dure la cautividad.

La conclusión es que en la paz de la cultura en la que se encuentran ellos podrán también tener paz.

Aristóteles definía al hombre como un “animal político”, para señalar que una de las características esenciales de la condición humana es que el hombre no puede concebirse aislado, sino insertado en un organismo social. Ampliaba así el horizonte de la sentencia de Dios en el Edén cuando afirmó: “No es bueno que el hombre esté solo”. La idea del hombre aislado, alejado de toda relación social es impensable.

La palabra “política”, que muchas veces nos causa escozor, recelo y hasta alarma, tiene que ver con esa asociación de los hombres, pero su significado en el lenguaje común es impreciso y tiene muchas acepciones. Habitualmente, en sentido amplio, implica una referencia al conjunto de actividades humanas de carácter colectivo, tendientes a la obtención de los fines de la comunidad. Pero en un sentido más restringido usamos el término política para referirnos a la autoridad y el poder que maneja el estado.

Toda sociedad se compone de un conjunto de grupos menores, con dispares intereses que se articulan y regulan unos a otros, por lo tanto el poder político es una exigencia ineludible, nacida de la necesidad de producir la armonía de la sociedad.

Los cristianos como individuos y la iglesia como tal, forman parte de la comunidad humana. Es bueno recordarlo porque en la práctica se han confundido los términos y muchas veces, queriendo “no ser del mundo” en concordancia con la afirmación del Señor, se ha manifestado una peligrosa tendencia a la marginalidad, porque hemos creído que “mundo” es sinónimo de “sociedad”. Muchas veces en el Nuevo Testamento se le da a la palabra “mundo” un valor ético. La conducta humana no está en armonía con el orden establecido por el Creador, ha sido afectada por el pecado, y el mal avanza contra los propósitos y las leyes divinas en todas las esferas. No obstante el mal no actúa desordenadamente, responde a la mente organizativa de Satanás, que coordina armónicamente el mal sobre la tierra. A esa armónica organización del mal se la denomina “mundo” en sentido teológico y con esta acepción se usa más de 180 veces en el Nuevo Testamento, siempre advirtiendo a los cristianos a no caer en sus redes, rechazarlo y combatirlo. En este sentido nos advierte Juan en: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.”

Sin embargo los cristianos están en el mundo, es decir en el orden social, y aquí la palabra toma otra connotación: Se refiere la comunidad humana, a los hombres viviendo en sociedad. En este sentido es que el Señor Jesucristo dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo… “ Y a ese mundo somos enviados para proclamar las virtudes de Jesucristo y el Evangelio, y para hacerlo tenemos que integrarnos a esa comunidad, ser parte de ella.

Siempre tendremos que luchar con la “tentación de la burbuja”, aquella que atacó a Pedro en el monte de la transfiguración cuando alejado de las tensiones de la sociedad, de las preguntas capciosas de los fariseos, de los ataques irónicos de los saduceos y de las presiones de la chusma, vislumbraron el resplandor de la Gloria de Dios. El Apóstol dijo: “Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una para Elías”.

No tengo problemas en coincidir con el Apóstol: Aquel era el mejor lugar y era preferible estar allí. Pero era una actitud escapista y el evangelista añade: “… no sabiendo lo que decía.” Subrayando que la elección era equivocada, que la misión estaba en el contacto con la sociedad donde tendría que ejercer influencia, predicar el mensaje salvador y llamar a los hombres al arrepentimiento.

La iglesia primitiva no tuvo una actitud de marginalidad, no sucumbió a la “tentación de la burbuja”, sino que, por el contrario,  el centro de reunión era el pórtico de Salomón en el Templo de Jerusalén. Así lo declara Lucas en los Hechos de los Apóstoles: “Y perseverando unánimes cada día en el templo; “Pedro y Juan subían juntos al templo a la hora novena, la de la oración.” Cuando comenzó la persecución judía persistieron en ser una presencia viva en la sociedad: ”Y por la mano de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo; y estaban todos unánimes en el pórtico de Salomón.

Estaban no solo en la capital de su nación, sino en el nudo neurálgico religioso, en el mismo centro social y gubernativo de la nación. Allí convergían todas las corrientes de la sociedad y  la iglesia podía interactuar con su sociedad.

Sin embargo a comienzos del siglo III con los monjes del desierto y al finalizar el siglo con el monaquismo lauda y cenobítico la tentación de la burbuja crece dentro de la iglesia, divorcia a los cristianos de la sociedad. Son los cristianos “y” la sociedad, cuando debían ser los cristianos “en” la sociedad.

Cuando, superando la tentación de la burbuja, comenzamos a correr el riesgo del contacto con la comunidad, comenzamos a hacer política en el sentido amplio del término, porque todos los que vivimos en comunidad hacemos política y la acción de la iglesia es una acción política.

Cuando predicamos el evangelio condenamos públicamente el pecado en todas sus formas, lo que significa que emitimos un juicio sobre la sociedad en la que estamos. Luego llamamos a los hombres al arrepentimiento, a que cambien su forma de pensar para que así cambie su manera de vivir. La obra transformadora del Espíritu Santo  en aquellos que reciben a Cristo influye directamente en la sociedad en la que vive. Por lo tanto la predicación como tal, en el sentido amplio, forma parte de un accionar político.

Coincidamos con Jorge García Venturini cuando dice: “La política no tiene como fin, según la opinión de tantos, la conquista y la conservación del poder, sino el servicio de la dignidad humana o, si se gusta, del bien común de los integrantes de la sociedad… Así evaluada, la política resulta una rama de la ética (detalle bastante olvidado) una aplicación del decálogo moral que debe regir la vida de los hombres. De tal modo, la política se convierte en actividad trascendente. Poniéndose al servicio del ser humano, de cada uno, y no de las instancias mitológicas que llevan al hombre a su perdición, considerando a la persona como fin y no como medio, la política deviene ética, y aún metafísica y teología, porque en definitiva no hace sino servir a Dios en sus criaturas.

El concepto de la política como una rama de la ética está tomado de Aristóteles, quien decía que era  “una rama especial de la ética”. Por este motivo es que la iglesia tiene la obligación de hacer oír su voz sobre los problemas espirituales y éticos que afectan a la sociedad. Pablo habla de “la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad.” Para ser dignos de tan algo ministerio tenemos que concebir a la fe cristiana como una cosmovisión que la sociedad debe conocer.

Al respecto Hans Kung dice:

Los cristianos deberían saber lo que quieren. También los no cristianos deberían saber lo que los cristianos quie­ren. Preguntado por lo que quiere el marxismo, un marxis­ta podrá dar, aunque hoy ya no sea del todo indiscutida, una respuesta lacónica y concluyente : la revolución mun­dial, la dictadura del proletariado, la socialización de los medios de producción, el hombre nuevo, la sociedad sin clases. Pero el cristianismo, ¿qué quiere? La respuesta de los cristianos no pasa de ser, en no pocos aspectos, vaporosa, sentimental, genérica: el cristianismo quiere amor, justicia, hallar sentido a la vida, ser bueno y hacer el bien, humanidad… Pero, ¿no quieren tales cosas también los no cristianos ?

A la luz de lo citado analicemos algunas realidades que tenemos al alcance de la mano:

  1. Nuestra sociedad se debate en medio de una crisis moral, personas que se proclaman cristianas y juran fidelidad sobre los Santos Evangelios roban, mienten y se corrompen escandalosamente.
  2. En un mundo donde Dios ha provisto el potencial de subsistencia para todos y donde hay un superávit de alimentos, tenemos gravísimos problemas de hambre, desnutrición y muerte mientras que otros viven en la opulencia.
  3. Estamos viendo como se destruye la creación de Dios y se producen innecesarios desequilibrios ecológicos por el mal uso de la tecnología.
  4. Asistimos a la justificación y promoción de conductas inmorales como la homosexualidad y el trasvestimo en los medios de difusión.
  5. Los medios de difusión masiva se convierten en cloacas que descargan toda su infección en el mismo seno del hogar, pervirtiendo desde las costumbres hasta el vocabulario.
  6. Diariamente tenemos pruebas de la perversión de la justicia,  la institucionalización del soborno y el desmoronamiento de las instituciones.
  7. Aproximadamente 450.000 seres humanos son abortados en Argentina cada año, mientras instituciones hipócritas hacen manifestaciones únicamente por la caza indiscriminada de ballenas o la extinción del tatú carreta.
  8. Miles de personas hoy están sufriendo por la impunidad que ha protegido a terroristas y genocidas por igual, pervirtiendo la justicia en nombre del derecho.
  9. Estamos viendo como se legisla sobre la eutanasia en países que son considerados como “desarrollados”.

…. y podríamos seguir.

¿Cómo cristianos y como iglesia de Jesucristo no tenemos nada que decir frente a esto? ¿No hay ninguna advertencia, amonestación o  juicio de Dios que proclamar?

Como Iglesia tenemos que tomar conciencia de que estamos viviendo tiempos donde es necesario elevar una voz profética sobre esta realidad. Así como en los momentos de crisis Dios levantaba en Israel a los profetas para que transmitieran el mensaje de advertencia, llamado al arrepentimiento y juicio, la iglesia tiene que levantar su voz haciendo oír lo que dice la Palabra de Dios  sobre estas realidades.

El Señor Jesucristo tuvo palabras de amor y misericordia para todos los hombres, recibió y perdonó por igual a Zaqueo que a Bartimeo, no hacía discriminación de ningún tipo y a todos convocaba al arrepentimiento. Pero tuvo palabras condenatorias para la sociedad de su tiempo. Condenó la incredulidad de Tiro, Sidón, Betsaida, Capernamún, Corazín, Jerusalén y no fue obsecuente con el poder político, utilizó el calificativo de “zorra” para referirse al rey Herodes y condenó por igual a fariseos, saduceos, escribas y sacerdotes.

Esto no significa que la iglesia deba enrolarse en la contienda partidista. Dentro del cuerpo de Cristo conviven personas con diferente forma de pensar en cuanto a las cuestiones políticas, y la iglesia debe seguir siendo plural. Tenemos en común la salvación en Cristo Jesús, pero esto no significa que nuestras opiniones tengan que ser unánimes, y es peligrosísimo que pastores quieran captar votos para un candidato o partido político en la congregación abusando de su autoridad, por lo tanto la iglesia de Jesucristo y la predicación pastoral debe apuntar a aquellas cosas que constituyen atropellos a las leyes morales y espirituales, manteniendo el debido respeto por las autoridades, pero absteniéndose de todo compromiso partidista que afectaría la unidad en la diversidad de todo el Cuerpo de Cristo. La iglesia debe seguir siendo “columna y baluarte de la verdad”. Creo, personalmente, que la iglesia del Señor debe actuar como la voz de la conciencia del cuerpo social advirtiendo, corrigiendo y amonestando.

Esto no tiene que significar que pretendemos instaurar el Reino de Dios sobre la tierra, sino que asumimos nuestra tarea de ser la voz de los que no la tienen, de ser de ayuda a los marginados, los olvidados y los desprotegidos y de ayudar en toda causa noble que beneficie a la comunidad.

En el aspecto práctico tal vez sea conveniente que la palabra salga de las instituciones aglutinantes representativas a fin de evitar la diversificación, y se canalice a través de hombres con la debida preparación bíblica, pero también intelectual para poder fundamentar y defender convenientemente las verdades eternas. Hans Kung señala los males de cada una de las tres grandes ramas de quienes profesan ser cristianos diciendo: “Ciertamente, las distintas iglesia no han terminado con algunos de sus problemas intra eclesiales; así por ejemplo, la superación del absolutismo romano en la Iglesia católica, el tradicionalismo bizantino en la ortodoxa griega y de las manifestaciones de disolución en el protestantismo”

Sin embargo es conveniente tener en cuenta que quienes hacen planteos éticos deben estar fuera de toda sospecha. Toda sombra de corrupción que empañe a la iglesia – y lamentablemente esto no es excepción – debe ser erradicada. Recordemos que la Escritura advierte: “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros…” “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa,  oh Jehová, por los siglos y para siempre.”

No será extraño que muchos con inquietudes políticas quieran embarcar a la Iglesia del Señor en una aventura conjunta en vista del caudal electoral que pueda representar, y esto merece una reflexión aparte.

Nadie tiene derecho a frustrar la vocación política de un hermano que sienta que puede servir al Señor en este aspecto, pero debe tener en cuenta que su participación es personal y representará únicamente a sus electores y no a la Iglesia del Señor.

Tenemos que entender que los partidos políticos son “estructuras de poder”, mientras que la iglesia no lo es. Enrique Stob comenta al respecto:

El hecho es que los gremios o los partidos políticos, cristianos o no, son “estructuras de poder”. Lo son porque tienen, y por necesidad deben tener, en su posesión ciertos instrumentos y técnicas de coacción. Sin estos instrumentos y técnicas de coacción, sin la “fuerza” y la “compulsión” que ellos pueden acarrear para que los soporte la gente, ellos dejarían de ser lo que son.

Es obvio que sin el “arma de la huelga” un gremio deja de ser un gremio. Sin el poder de “obligar” a las administraciones a admitir sus demandas, un gremio no es sino un instituto educativo o una agencia de propaganda; no es un gremio… Las iglesias, las escuelas, y las organizaciones similares enseñan, proclaman, testifican, persuaden, convencen, y por lo tanto “ejercen influencia”, pero no tienen la capacidad o el derecho para “obligar”, “forzar” o “compeler”. Es porque no son, es su naturaleza “estructuras de poder” como lo son seguramente los gremios. Si los gremios son “organizaciones de poder” también lo son los partidos políticos…”

En este sentido se han cometido muchos errores en América Latina, la mayoría de ellos por ingenuidad. El mundo político es complejo y tiene sus propias reglas de juego, la mayoría de ellas oscuras y contrarias a la ética cristiana. En la política no existen amigos, sino aliados. Y no aliados permanentes sino circunstanciales.

Contando su experiencia el Dr. Carlos García García del Perú, que fue candidato en las elección de 1990 junto al Ingeniero Alberto Fujimori dice:

“… varios evangélicos fueron elegidos: catorce diputados, cuatro senadores y este servidor como segundo vicepresidente de la República.

Lamentablemente antes de la segunda vuelta electoral el Ing. Alberto Fujimori comenzó un proceso de marginación de los evangélicos… En este proceso de marginación, yo mismo fui víctima al no concederme ninguna posición oficial en el gobierno”

A través de las palabras del muy honesto hermano García se evidencia que los complejos manejos políticos hace necesaria una sagacidad muy especial para no ser usado, “porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz.”

Quisiera señalar dos actitudes, encontradas con la ética, que suelen ser muy comunes:

  1. La de quienes quieren acceder a la política para sacar beneficio para los hermanos o la iglesia. Sobre este particular he visto volantes de publicidad dirigido a los creyentes, donde se les prometía terrenos gratuitos para iglesias y créditos preferenciales para los cristianos. Esto es una abierta inmoralidad.
  2. La actitud de quienes creen que pueden acceder a la política con el único capital de su honestidad. Manejar la cosa pública necesita también eficiencia. Hay personas que son honestas, pero incapaces para la tarea. Promocionarse únicamente por la honestidad es abrir el camino para defraudar al votante.

Señalemos además que la experiencia de políticos cristianos en América Latina no ha sido feliz. Samuel Escobar, haciendo un balance muy agudo, dice: “Hasta hace poco tiempo los evangélicos se preciaban de ofrecer una alternativa religiosa y moral a nuestros pueblos, pero la mala incursión de los evangélicos en la política en países como Guatemala, Brasil o Perú, ha mostrado que desde el punto de vista de la ética los evangélicos no son necesariamente mejores que los católicos”

Quienes bajen al terreno político en América Latina, donde los pueblos carecen de una acendrada vocación democrática y son proclives al paternalismo, y quieran con sinceridad ser fieles al Señor tendrán que enfrentar grandes presiones y resolver constantemente problemas éticos.

Termino recordando el caso de una diputada Colombiana, muy capaz y fiel al Señor, que fue duramente hostigada por los diarios por no adherir a las sanciones sobre el Presidente Samper, acusado de financiar sus campañas con dinero del narcotráfico. Esto le trajo problemas incluso con la iglesia.

Conversando con ella me confesó: “No puedo unirme a esa sanción. Desde hace veinte años todos los políticos que llegaron al poder recibieron aportes del narcotráfico. Es una hipocresía sancionar solamente a uno, el único que cuando estuvo en el poder fustigó al narcotráfico… Pero como siempre en estos casos, no existen pruebas. Tengo que aguantar el aguacero en silencio.”

No pude menos que admirar la actitud de esa mujer que resistía por una convicción ética. Lo que demuestra que, si bien hay ejemplos lamentables, también hay honrosas excepciones que deben ser tenidas en cuenta.

Creo por lo expuesto que nuestro accionar tendría que ir por dos carriles diferentes:

Uno es el de la iglesia del Señor, con un ministerio profético para proclamar la verdad de Dios y fundamentado en las Sagradas Escrituras, evitando todo color partidario y el otro el de los hermanos que sienten vocación política y la llevan adelante a título personal, sin comprometer a todo el Cuerpo de Cristo en su acción.

Tenemos por delante tiempos muy difíciles y conflictivos. El mundo occidental se ha ido desprendiendo lentamente de todas sus raíces éticas basada en la tradición judeo-cristiana para lanzarse al vacío. Estamos viendo el final de un experimento único en la historia de la humanidad: Una civilización que quiere edificarse ignorando los valores absolutos. Es previsible que todo esto lleva hacia el abismo del fin.

Como Iglesia del Señor recordemos las palabras que Dios hace llegar a su pueblo por intermedio de Ezequiel en una situación extrema: “El pueblo de la tierra usaba de opresión y cometía robo, al afligido y menesteroso hacía violencia, y al extranjero oprimía sin derecho. Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé.”

Necesitamos colocarnos en la brecha que se ha abierto entre nuestra sociedad y Dios, una brecha difícil y peligrosa. Una brecha en la cual se intercede ante Dios y se denuncia en el mundo. Una brecha en la que sufrieron muchos hombres del pasado en similares circunstancias. Pero nuestra responsabilidad es colocarnos en ella y asumir el protagonismo que Dios quiere de nosotros como  Iglesia. Será una lucha dura pero necesaria, a la que pondrá fin el Señor en su Segunda Venida.

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Personas que viven y trabajan en la arena pública (1/3)

Por Christopher Wright

La gran mayoría de los creyentes no salen como misioneros viajeros en el sentido tradicional y esto parece haber sido tan cierto en la iglesia del Nuevo Testamento como lo es hoy. La mayoría de los cristianos vive en el mundo común de cada día, trabajando, ganándose la vida, forjando familias, pagando impuestos, contribuyendo con la sociedad y la cultura, llevándose bien con los demás, haciendo su parte. ¿En qué sentido, si hubiere alguno, la vida de los creyentes en dicha esfera –lo que llamaremos la “arena pública”– es parte de la misión del pueblo de Dios? ¿Tiene tal vida (común y rutinaria) algún propósito aparte de darnos oportunidades para compartir el testimonio de nuestra fe y ganar el dinero suficiente como para tener algo para ofrendar a los misioneros que se encuentran en la “misión real”?

En este capítulo consideraremos la siguiente cuestión: la misión del pueblo de Dios en la arena pública. Utilizo esta expresión en el sentido más amplio. Otro término podría ser “el mercado”, nuevamente en un sentido extenso implicando no solo “el mercado” como un mecanismo puramente económico o financiero, sino la esfera completa del esfuerzo cooperativo humano en proyectos productivos y actividad creativa: trabajo, comercio, profesiones, ley, industria, agricultura, ingeniería, educación, medicina, medios de comunicación, política y gobierno, e incluso recreación, deporte, arte y entretenimiento.

El término del Antiguo Testamento para definir esto es “la puerta”: la arena pública en cada pueblo o aldea donde la gente se reunía y hacía negocios de todo tipo. Este es el mundo de la interacción humana y la actividad social, donde la mayoría de nosotros pasa buena parte de nuestro tiempo.

DIOS Y LA ARENA PÚBLICA

¿Se interesa Dios en la arena pública? Muchos cristianos parecen moverse en la suposición diaria de que no lo está. O al menos dan por sentado que Dios no está interesado en el mundo del trabajo cotidiano en sí mismo aparte de que sirva como un contexto para la evangelización. Algunos consideran que Dios se preocupa por la iglesia y sus asuntos, las misiones y los misioneros, cómo ganar gente para el cielo, pero no tiene interés en la forma en que la sociedad y sus ámbitos públicos se conducen en la tierra.

El resultado de tal dicotomía de pensamiento es una vida cristiana que vive en la dicotomía. De hecho es una dicotomía que ofrece a muchos cristianos una gran dosis de malestar interior ocasionada por la desconexión evidente entre lo que piensan que Dios quiere y lo que la mayoría de ellos tiene que hacer. Muchos de nosotros invertimos gran parte de nuestro tiempo diario disponible (nuestra vida laboral) en un lugar y una tarea que se nos ha hecho creer que no tiene importancia real para Dios (el llamado “mundo secular del trabajo”) al tiempo que luchamos por hallar oportunidades para donar algo de tiempo sobrante para la única cosa que le importa realmente a Dios: la evangelización.

Sin embargo la Biblia, en ambos testamentos, presenta de forma clara y exhaustiva a Dios como alguien que tiene gran interés en la arena pública de la vida social y económica del ser humano. Interesado, involucrado, a cargo y lleno de planes para ello.

Consideremos algunas afirmaciones claves que la Biblia ofrece acerca de la relación de Dios con el mercado humano. En cada caso pensaremos en algunas cuestiones que dichas afirmaciones implican para los cristianos que viven y trabajan en tal contexto. Esto nos dará una plataforma bíblica para pensar acerca de la misión del pueblo de Dios en aquel ámbito, tanto en términos de nuestro compromiso en la arena pública como nuestra confrontación con las fuerzas anti Dios que están en operación dentro de ella.

Entonces ¿qué dice la Biblia acerca de Dios y la arena pública, el mundo del trabajo humano y su maravillosa diversidad?

Dios lo creó

El trabajo es una idea de Dios. Los capítulos 1 y 2 de Génesis nos dan nuestra primera imagen del Dios bíblico como un trabajador: pensando, escogiendo, planificando, ejecutando, evaluando. De modo que cuando Dios decidió crear a la humanidad a su imagen y semejanza ¿qué otra cosa podrían ser los humanos sino trabajadores, reflejando en sus vidas laborales parte de la naturaleza de Dios?

Específicamente Dios encargó a los seres humanos la tarea de gobernar la tierra (Gn. 1) y servir y cuidarla (Gn. 2), lo que hemos explorado en el capítulo 3 de este libro. Esta enorme tarea requería no solo la complementariedad y la ayuda mutua de nuestras identidades de género masculino-femenino, sino que también implicaba algunas otras dimensiones económicas y ecológicas para la vida humana. Dios nos ha dado un planeta con vastas diversidades de recursos dispersos a lo largo de toda su superficie. Algunos lugares tienen grandes porciones de suelo fértil. Otros cuentan con vastos yacimientos minerales. Hay, por lo tanto, una necesidad natural de comercio e intercambio entre los grupos que viven en lugares diferentes a fin de satisfacer necesidades en común.

La tarea en su momento necesita relaciones económicas y así viene aparejada la necesidad de equidad y justicia en toda la esfera social y económica. Debe haber justicia tanto en el compartir los recursos primarios con los cuales trabajamos como en la distribución de los productos de nuestro trabajo. El testimonio bíblico es que todo el esfuerzo económico es una parte esencial del propósito de Dios para la vida humana en la tierra. El trabajo importa porque fue la intención de Dios para nosotros. Fue lo que Dios tuvo en mente cuando nos creó. Es nuestra parte en su creación. Como vimos en el capítulo 3, es parte de nuestra misión como seres humanos.

El trabajo, entonces, no es el resultado de “la maldición”. Por supuesto, todo trabajo está afectado por una miríada de formas perjudiciales debido a nuestra condición caída. Pero el trabajo en sí mismo es la esencia de nuestra naturaleza humana. Hemos sido creados para ser trabajadores, como Dios, el trabajador. Esto ha sido denominado como el “mandato cultural”. Todo lo que somos y hacemos en la arena pública del trabajo, sea a nivel de trabajos individuales, de familia o de comunidades enteras, así como culturas y civilizaciones completas a lo largo del tiempo histórico, está conectado con nuestro origen como seres creados y por lo tanto es del interés de nuestro Creador. La arena pública y el mercado están, por supuesto, contaminados y distorsionados por nuestra pecaminosidad. Pero eso también es cierto en cuanto a todas las esferas de la existencia humana. Nuestra caída no es razón para excusarnos de la arena pública así como el hecho de que la enfermedad y la muerte (consecuencias del pecado) sean una razón para que los cristianos no se conviertan en médicos o realicen funerales.

La primera pregunta que debemos hacer a quienes procuren seguir a Jesús en la arena pública es: ¿Consideras tu trabajo como un mal necesario o el contexto para tener oportunidades evangelísticas? ¿O lo ves como un medio para glorificar a Dios al participar en sus propósitos para la creación y por lo tanto teniendo un valor intrínseco? ¿Cómo relacionas lo que haces en tu trabajo cotidiano con la enseñanza de la Biblia acerca de la responsabilidad humana en la creación y la sociedad?

Dios lo audita

Estamos familiarizados con la función de un auditor. El auditor realiza un escrutinio independiente, imparcial y objetivo de las actividades y demandas de una empresa. El auditor tiene acceso a todos los documentos y evidencias. Para el auditor todos los libros y las decisiones están abiertos; para él no hay secretos ocultos (o al menos esta es la teoría).

De acuerdo a la Biblia, Dios es el juez independiente de todo lo que ocurre en la arena pública. El Antiguo Testamento habla repetidamente de YHWH como el Dios que ve, conoce y evalúa. Esto es cierto en el sentido más universal y tiene que ver con cada individuo (Sal. 33.13-15).

Pero esto es específicamente cierto en cuanto a la arena pública. A Israel se le recordó repetidamente que Dios clama por justicia “en la puerta”, lo cual es, en términos contemporáneos, el mercado, la arena pública. Amós probablemente sorprendió a sus oyentes al insistir que Dios estaba realmente más interesado en lo que ocurría en “la puerta” que en el santuario (Am. 5:12-15).

Más aun, Dios escucha la clase de charla que ocurre tanto en los lugares ocultos del corazón ambicioso como en la firma de un trato comercial. Amós, nuevamente, representó al auditor divino que oía las oscuras intenciones musitadas de los negociantes corruptos de su día (Am. 8:4-7). Y para aquellos que piensan que Dios está confinado a su templo y solo ve lo que ocurre en la observancia religiosa, llega el impacto de que ha estado observando lo ocurrido en el resto de la semana en la vida pública (Jer. 7.9-11).

Dios es el auditor, el inspector independiente de todo lo que sucede en la arena pública. Por lo tanto, lo que Dios demanda, como un auditor debe hacer, es integridad y transparencia totales. Este es el parámetro que se espera de los jueces humanos en el desempeño de su cargo público. El caso de Samuel es revelador, al defender su desempeño público y convocar a Dios como testigo, como su auditor divino (1 S. 12.1-5).

La segunda pregunta que debemos hacer a todos aquellos que buscan seguir a Jesús en el mercado es esta: ¿Dónde, en toda tu actividad, aparece el reconocimiento deliberado del auditor divino y la sumisión a él? ¿De qué modo el hecho de rendir cuentas a Dios afecta tu trabajo cotidiano?

Dios lo gobierna

A menudo hablamos de “fuerzas de mercado” y de la esfera completa de negocios y política como si se tratara de entidades independientes, “una ley para sí mismos”. Se suele personificar a “El Mercado” (a menudo escrito así, con mayúsculas) y asignarle cierta dosis de poder divino y autonomía. En cierta medida, en el plano personal, sentimos que estamos a merced de fuerzas que están más allá de nuestro control individual, fuerzas determinadas por millones de decisiones de otras personas. O en algunos casos, como demostraron las crisis financieras de 2008 y 2009, parece que millones de personas están a merced de las decisiones salvajes e irresponsables de unos pocos, lo cual igualmente da la impresión de que “El Mercado” entra en pánico y queda fuera de control.

La Biblia presenta una visión más sutil. Sí, la vida humana pública está constituida en base a decisiones humanas, de las que hombres y mujeres somos responsables. Por lo que en tal sentido todo lo que ocurre en el mercado es cuestión de acción, decisión y responsabilidad moral humanas. Pero al mismo tiempo la Biblia ubica todas las cosas bajo el gobierno soberano de Dios. Al subrayar lo primero (decisiones humanas) así como lo segundo (el control total de Dios) la Biblia evita caer en el fatalismo o el determinismo. Afirma ambos lados de la paradoja: los humanos somos moralmente responsables de nuestras elecciones y acciones y sus consecuencias públicas; sin embargo Dios retiene el control soberano sobre los resultados y los destinos finales.

Muchas historias bíblicas ilustran esto. La historia de José oscila entre la esfera de la familia y la arena pública al más alto nivel del poder de Estado. José está involucrado en asuntos políticos, judiciales, agrícolas, económicos y de relaciones exteriores. Todos los actores en las historias son responsables de sus propias motivaciones, palabras y acciones, sean buenas o malas. Pero la perspectiva del autor de Génesis, a través de las palabras de José, es muy clara (aunque encierren un misterio inquietante):

Pero José les respondió: “No tengan miedo. ¿Acaso estoy en lugar de Dios? Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios cambió todo para bien, para hacer lo que hoy vemos, que es darle vida a mucha gente” (Gn. 50.19-20).

Al pasar a los textos proféticos, es significativo que cuando los profetas dirigían su atención a los grandes imperios de su día, afirmaban el gobierno de YHWH tanto sobre ellos como sobre el pueblo del pacto, Israel. Más aun, todas sus obras públicas están incluidas, tanto el mercado como la milicia.

La tercera pregunta que tenemos que realizar a quienes desean seguir a Jesús en la arena pública es: ¿Cómo percibes el gobierno de Dios en el mercado (lo cual es otra forma de buscar el reino de Dios y su justicia) y qué diferencia produce cuando lo haces? ¿Es cierto aquello de que “el cielo gobierna los domingos pero El Mercado gobierna de lunes a viernes” (con los sábados como un día de descanso para dioses y humanos)?

Isaías 19.1-15 coloca a todo Egipto bajo el juicio de Dios, incluyendo su religión, sistema de irrigación, agricultura, industria pesquera, industria textil, sus políticos y universidades.

Ezequiel 26 al 28 presenta un lamento por la gran ciudad comercial de Tiro, mientras que los capítulos 29 al 32 denotan condenación similar sobre el gran imperio cultural de Egipto. En ambos casos, el mercado público del poderío económico y político es el foco de la actividad soberana de Dios.

Daniel capítulo 4 presenta la arrogancia de Nabucodonosor regodeándose sobre su ciudad: “¿Acaso no es esta la gran Babilonia, que con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad he constituido como sede del reino?” (Dn. 4.30). Pero el veredicto de Dios es que todo el proyecto de edificación de dicho rey se imponía sobre las espaldas de los pobres y oprimidos, como afirmó Daniel: “Por lo tanto, acepte su majestad mi consejo y redima sus pecados impartiendo justicia, y sus iniquidades tratando a los oprimidos con misericordia, pues tal vez así su tranquilidad se vea prolongada” (Dn. 4.27).

La lección que Nabucodonosor tuvo que aprender es la que estamos analizando en estos párrafos: Dios gobierna la arena pública, junto con todo lo demás. O en palabras más gráficas empleadas por Daniel: “…quien gobierna es el cielo… el Altísimo es el señor del reino de los hombres, y que él entrega este reino a quien él quiere” (Dn. 4.26, 32).

Dios lo redime

Una suposición cristiana habitual es que todo lo que ocurre aquí en la tierra es nada más que temporal y transitorio. La historia humana es nada más que el vestíbulo para la eternidad, por lo que realmente no importa demasiado. A esta comparación negativa se añade el concepto, extraído de una interpretación errónea del lenguaje de 2 Pedro capítulo 2, que indica que nos dirigimos a la total destrucción de la tierra y de hecho de toda la creación física. Con dicha perspectiva ¿qué valor eterno podría posiblemente asignarse al trabajo que hacemos en la arena pública local o globalizada en el aquí y el ahora?

Pero la Biblia presenta una perspectiva diferente. Dios planea redimir todo lo que ha creado (porque “se compadece de toda su creación”, Sal. 145.9) e incluido dentro de ello estará la redención de todo lo que nosotros hayamos hecho con lo que Dios creó en primer lugar, esto es, nuestro uso de la creación dentro del gran mandato cultural. Por supuesto, todo lo que hemos hecho ha sido manchado y torcido por nuestra naturaleza humana, caída y pecaminosa. Y todo lo que procede de dicha fuente malvada tendrá que ser purgado y purificado por Dios. Pero esa es exactamente la imagen que tenemos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Es una visión de redención, no de destrucción; de restauración y renovación de la creación, no su reemplazo con otra cosa.

Por supuesto, la Biblia presenta la arena pública, la vida humana vivida en sociedad y en el mercado, como plagada de pecado, corrupción, codicia, injusticia y violencia. Esto puede evidenciarse en las dimensiones públicas y globales, desde las prácticas desleales en los puestos comerciales o la tienda de la esquina, a las distorsiones masivas y desigualdades del comercio internacional. Como cristianos necesitamos una comprensión radical del pecado en sus dimensiones públicas, y debemos considerar que es parte de nuestra misión como personas llamadas el hecho de confrontar aquello proféticamente en el nombre de Cristo (como trataremos en los próximos párrafos). Pero para Dios la corrupción de la arena pública no es un motivo para eliminarla sino purificarla y redimirla.

Isaías 65.17-25 es una imagen gloriosa de la nueva creación: cielos nuevos y tierra nueva. Mira en perspectiva, hacia el futuro, a la vida humana ya no más sujeta al desgaste y el deterioro, una vida en la que habrá realización plena en la familia y el trabajo, en la que las maldiciones de la frustración y la injusticia se habrán ido para siempre, en la que habrá un compañerismo estrecho y gozoso con Dios, y en la que habrá armonía y seguridad en el entorno. La vida entera (personal, familiar, pública y animal) será redimida y restaurada para una productividad que glorifique a Dios y permita el disfrute humano pleno.

El Nuevo Testamento presenta esta visión hacia el futuro a la luz de la redención alcanzada por Cristo a través de la cruz, y especialmente a la luz de la resurrección. Pablo incluye exhaustiva y repetidamente “todas las cosas” no solo en lo que Dios creó a través de Cristo sino en lo que planea redimir a través de Cristo. En este texto resulta claro que la expresión “todas las cosas” significa la totalidad del orden creado en ambas descripciones de la obra de Cristo (Col. 1.16-20). En vistas de dicho plan de redención cósmica, la creación entera puede mirar hacia adelante como un tiempo de liberación y libertad de la frustración (Ro. 8.19-21).

Incluso el texto que se usa a menudo para hablar de la destrucción del cosmos (cuando, de hecho, desde mi punto de vista, está realmente ilustrando la purga redentora), inmediatamente avanza a la expectativa de una nueva creación llena de justicia (2 P. 3.13).

Y la visión final de la Biblia entera no es nuestro escape del mundo a algún paraíso etéreo sino de la realidad de Dios que descenderá a vivir con nosotros nuevamente en una creación purificada y restaurada, en la que el fruto de la civilización humana será llevado a la ciudad de Dios (Ap. 21.24-27, en base a Is. 60).

El “esplendor”, la “gloria” y el “honor” de reyes y naciones es el producto combinado de generaciones de seres humanos cuya vida y cuyos esfuerzos habrán generado el amplio abanico de culturas y civilizaciones humanas. En otras palabras, lo que se trasladará a la gran ciudad de Dios en la nueva creación será la vasta producción acumulada del trabajo humano a lo largo de los siglos. Todo será purgado, redimido y puesto a los pies de Cristo, para el desarrollo de la vida de la eternidad en la nueva creación.

¿Acaso esto no transforma nuestra forma de considerar “la mañana del lunes”?

He aquí lo que escribí sobre este asunto en otro lugar:

Todo aquello que ha enriquecido y honrado la vida de las naciones en toda la historia se trasladará para enriquecer la nueva creación. La nueva creación no será una página en blanco, como si Dios simplemente estrujara toda la vida histórica humana en esta creación y la arrojara a un cesto de basura cósmico, y luego nos diera una nueva página para comenzar todo de nuevo. La nueva creación comenzará con la reserva inimaginable de todo lo que la civilización humana ha logrado en la vieja creación, pero purgado, limpio, desinfectado, santificado y bendecido. Y tendremos la eternidad para disfrutarlo y seguir desarrollando formas que ahora ni podemos imaginar a medida que ejercitemos los poderes de creatividad de nuestra humanidad redimida.

No entiendo cómo Dios hará que la riqueza de la civilización humana se redima e ingrese purificada a la ciudad de Dios en la nueva creación, tal como la Biblia señala que lo hará… Pero sé que estaré allí en la gloria de un cuerpo resucitado, como la persona que soy y he sido, pero redimido, libre de todo pecado, y con muchas ganas de ir. Entonces creo que habrá alguna resurrección gloriosa comparable para todo aquello que los humanos han logrado en el cumplimiento del mandato de la creación, redimido pero real.

Los reyes de la Antigüedad servían como autoridades principales sobre los parámetros amplios de la vida cultural de sus naciones. Y cuando se levantaban contra otras naciones, eran los portadores, los representantes de sus respectivas culturas. Reunir a los reyes, entonces, era reunir a sus culturas nacionales. El rey de una nación dada podía portar, en particular, una autoridad mucho mayor que la que hoy se divide entre tantas clases distintas de líderes: los capitanes de la industria, los moldeadores de la opinión pública sobre el arte, el entretenimiento y la sexualidad, los líderes educativos, los representantes de los intereses familiares y así. Esa es la razón por la que Isaías y Juan vinculan el ingreso de los reyes a la ciudad con el encuentro de la “riqueza de las naciones”.

Richard J. Mouw

Nos inquieta pensar en las “civilizaciones perdidas” de los milenios pasados, civilizaciones que solo podemos reconstruir en parte desde las ruinas arqueológicas o representar mediante películas épicas. Pero si tomáramos Apocalipsis 21 con seriedad veríamos que no están “perdidas” para siempre. Los reyes y las naciones que llevarán su gloria a la ciudad de Dios no estarán probablemente limitados solo a quienes estén vivos en la generación del regreso de Cristo. ¿Quién puede decir qué naciones se levantarán o caerán, o qué civilizaciones estarán “perdidas” para entonces, como las civilizaciones perdidas de los milenios anteriores? No, la promesa abarca todas las eras, todos los continentes y todas las generaciones en la historia humana. La oración del salmista será respondida un día, para toda la historia pasada, presente y futura:

Señor, ¡que todos los reyes de la tierra

te alaben al escuchar tu palabra!

¡Que alaben tus caminos, Señor,

porque grande, Señor, es tu gloria!

(Sal. 138.4-5)

¡Considera dicha perspectiva! La cultura, el idioma, la literatura, el arte, la música, la ciencia, los negocios, el deporte, los logros tecnológicos –reales y potenciales– estarán totalmente disponibles para nosotros. Y todo ello libre por siempre del veneno del mal y el pecado. Todo dando gloria a Dios. Todo bajo su sonrisa amorosa y aprobatoria. Todo para que lo disfrutemos junto a Dios y, de hecho, generando el disfrute de Dios. Y tendremos toda la eternidad para explorar, comprender, apreciar y expandirlo.

La historia humana por completo, que se lleva a cabo en la arena pública de la interacción pública humana, será redimida y perfeccionada en la nueva creación, no simplemente abandonada o destruida. Todo el trabajo productivo humano, entonces, tiene su propio valor e importancia eternos, no solo debido a nuestra comprensión de la creación y el mandato que pende sobre nosotros sino también debido a la nueva creación y la esperanza escatológica que esto nos pone por delante. Con dicha esperanza podemos seguir de corazón la exhortación de Pablo: “…siempre creciendo en la obra del Señor, seguros de que el trabajo de ustedes en el Señor no carece de sentido” (1 Co. 15.58); sabemos que en este texto “la obra del Señor” no significaba simplemente obra “religiosa” sino cualquier obra hecha “como para el Señor”, incluyendo el trabajo manual de los esclavos (Col. 3.22-24).

De modo que la cuarta pregunta que surge en cuanto a un seguidor de Jesús en la arena pública es: ¿De qué forma tu labor cotidiana se transforma gracias al conocimiento de que contribuye con lo que Dios redimirá un día e incluirá en su nueva creación?

Si esta, pues, es la visión de Dios de la vida y el trabajo públicos en la arena pública ¿cuál debería ser la actitud, el rol y la misión del pueblo de Dios en dicha esfera?

Debemos responder en dos niveles. Por un lado se nos llama a un compromiso constructivo en el mundo, porque es el mundo de Dios, creado, amado, valorado y redimido por él. Pero por otro somos llamados a una confrontación valiente con el mundo, porque es un mundo de rebelión contra Dios, el campo de otros dioses, que están bajo la condenación y el juicio final de Dios.

El desafío de la misión del pueblo de Dios es vivir con la tensión constante de hacer ambos con idéntica convicción bíblica. Es esencial el desafío de “estar en el mundo sin ser del mundo”. Afortunadamente la Biblia, como siempre, acude en nuestra ayuda al darnos muchos ejemplos de lo que esto significa.

(Traducción realizada por la Sociedad Bíblica Argentina del capítulo 13 del libro “The Mission Of God’s People, A Biblical Theology Of The Church’s Mission”)

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Personas que viven y trabajan en la arena pública (2/3)

Por Christopher Wright

COMPROMISO MISIOLÓGICO MISIONAL EN LA ARENA PÚBLICA

El pueblo de Dios es llamado a comprometerse en el mundo creado. La Biblia nos enseña varias maneras en las cuales la participación de los creyentes en la arena pública “secular” es enteramente coherente con el llamado y la misión de Dios para su pueblo.

Posicionado para servir al Estado

Hay algunas cosas que podrían darle a una persona ciertas ventajas al procurar un cargo político elevado. Hay otras que posiblemente no podríamos destacar. ¿Ser traficado como esclavo a un país extranjero y reportado en casa como “extraviado, presumiblemente muerto”? No parece un buen comienzo. ¿Ser tomado prisionero por un ejército invasor y terminar junto a otros niños como parte de una minoría étnica despreciada en una tierra enemiga? Improbable. ¿Y qué acerca de unirse al grupo de eslavas sexuales abducidas por un déspota de oriente? Difícilmente.

De ese modo, sin embargo, comienzan las historias de José, Daniel y Ester, y todos ellos terminan sirviendo en puestos elevados en gobiernos imperiales paganos y probando que incluso en tales posiciones podían servir a Dios y al pueblo de Dios. El contraste entre los comienzos de sus historias y las posiciones en las que se hallaron más tarde indica un factor en común: la mano de Dios. Ninguno de ellos escogió el puesto que ocupaba, pero ciertamente José y Daniel reconocieron que fue Dios quien los había puesto allí por un propósito. Entonces ¿qué aprendemos de ellos?

Primero, aceptaron las realidades de la esfera pública de la que fueron parte, a pesar de la ambigüedad que implicaba el contexto. Daniel y sus tres amigos aceptaron un alto grado de ajuste cultural antes de llegar a una línea que no estaban dispuestos a cruzar (Dn. 1). Aceptaron nombres babilónicos, educación babilónica en el idioma babilónico y adoptaron un empleo babilónico. José obviamente aprendió el idioma de Egipto tan fluidamente que sus propios hermanos no percibieron que no era alguien nativo (Gn. 42.23). Ester, aunque tenía poco margen de decisión más allá del martirio por rehusarse, aceptó la práctica cultural que debe haber sido profundamente desagradable y, con la ayuda de Mardoqueo, llegó a considerarla como una oportunidad para salvar vidas.

Segundo, trabajaron constructiva y concienzudamente por el gobierno y el beneficio social. Incluso los enemigos políticos de Daniel no podían hallar ninguna falta en él en dicho sentido:

… los gobernadores y los sátrapas buscaban la ocasión de acusar a Daniel en lo que tuviera relación con el reino, pero no podían hallarla, ni tampoco acusarlo de ninguna falta, porque él era confiable y no tenía ningún vicio ni cometía ninguna falta (Dn. 6.4)

Uno puede imaginar que la vida para los babilonios comunes era mejor cuando Daniel estuvo a cargo de los asuntos civiles. En el caso de José, sabemos que muchas vidas egipcias fueron salvas por su sabia administración, antes de que cualquiera de su propia familia fuera salvo de la hambruna (Gn. 41). Los logros de Ester fueron para su propio pueblo, por supuesto, pero el principio de usar el cargo para buenos fines es evidente.

Tercero, preservaron su integridad. Para José era su integridad moral, aunque la confianza de su empleador también fuera un factor clave (Gn. 39.7-10). Para Daniel y sus amigos era su lealtad al pacto con Dios y el rechazo a ceder una lealtad total al rey (como probablemente significaba comer de su mesa) lo que implicó su punto de fricción. Más tarde se llegó a cuestiones más abiertas de idolatría, pero nuevamente su integridad permaneció firme.

En el Nuevo Testamento, la evidencia para los creyentes en la esfera política es delgada, pero si uno puede desarrollar un argumento por inferencia, resulta aparente que en vistas de que Pablo puede hablar a las autoridades gobernantes romanas como “servidores de Dios”, usando palabras empleadas en otros momentos para el ministerio cristiano (diakonos dos veces en Ro. 13.4 y leitourgos en el v.6), no habría impedido a los cristianos el hecho de servir en cargos políticos. El servicio político y judicial puede ser un servicio a Dios. Erasto es un buen ejemplo de esto, como veremos en unos momentos.

Se nos ordena orar por el gobierno

En el próximo capítulo consideraremos la oración como una dimensión de la misión del pueblo de Dios, pero es adecuado en este punto mencionar que el pueblo de Dios en ambos testamentos es apremiado a orar por el gobierno en el lugar donde se encuentren, no solo por otros creyentes, sean israelitas o cristianos.

Al escribir acerca del ministerio en el Estado (en Ro. 13.4-6), Pablo usa dos veces la misma palabra que había empleado en otros textos para los ministros de la iglesia […]. Diakonia es un término genérico que puede abarcar una amplia variedad de ministerios. Aquellos que sirven al Estado como legisladores, servidores civiles, magistrados, policías, trabajadores sociales o cobradores de impuestos son tan “ministros de Dios” como aquellos que sirven en la iglesia como pastores, maestros, evangelistas o administradores.

John Stott

El primer ejemplo viene de la impactante carta de Jeremías a los exiliados en Babilonia:

Procuren la paz [shalom] de la ciudad a la que permití que fueran llevados. Rueguen al Señor por ella, porque si ella tiene paz, también tendrán paz ustedes [literalmente: en su shalom hay shalom para ustedes]. (Jer. 29.7)

Es probable que fuera lo suficientemente duro para los exiliados imaginarse que aún era posible orar a YHWH en Babilonia, ni hablar que además debían orar a él por Babilonia. Sabían exactamente lo que querían para Babilonia (Sal. 137.8-9) y sabían para qué personas debían pedir shalom en oración (Sal. 122.6).

Pero Jeremías dice “no”. “Una vez que han aceptado que están allí porque Dios los colocó en ese lugar (y así dejar de pensar en ustedes mismos como en tránsito y convertirse en residentes, vv. 4-6), tienen una misión en marcha: la misión abrahámica de ser una bendición a las naciones. Y esto incluye orar por ellos tal como Abraham oró por Sodoma y Gomorra”.

No tengo ninguna prueba, pero me gusta pensar que Daniel estuvo entre aquellos que escucharon esa carta de Jeremías e hicieron lo que decía el profeta: “Daniel era un hombre de oración; oraba tres veces por día” (otra canción que recuerdo de mi infancia; ver Dn. 6.10). ¿Quién estaba en primer lugar en su lista de oración? Nabucodonosor ¿puedes creerlo? De qué otra forma podrías explicar el hecho de que cuando Daniel escuchó que Nabucodonosor (el hombre que había destruido su ciudad y sacrificado a sus compatriotas) la estaba pasando mal, no se regodeo pero estaba tan enojado que batallaba internamente en cuanto a decirle la verdad al rey. Pero se la dijo, junto con una dosis de consejos atentos sobre cómo podía evitar dicha situación (Dn. 4.19-27). ¿De dónde provino semejante preocupación por el archienemigo de su pueblo si no fue de la oración? Es difícil odiar a alguien (ni hablemos de orar con las palabras de la conclusión del Salmo 137) si uno no está orando por dicha persona cada día.

La contraparte del Nuevo Testamento sobre este mandato indica orar por todas las formas de autoridades gobernantes, lo que en tiempos de Pablo habrá sido casi completamente increíble, hombres y mujeres paganos (con unas pocas excepciones como Erasto, tal como veremos más adelante).

Ante todo, exhorto a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los que ocupan altos puestos, para que vivamos con tranquilidad y reposo, y en toda piedad y honestidad. Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen a conocer la verdad. (1 Ti. 2.1-4).

Desde un punto de vista misiológico, deberíamos notar con qué naturalidad Pablo hace una transición de semejante oración por las autoridades políticas al poder salvador y la difusión del evangelio.

Se nos ordena buscar el bienestar de la ciudad

De regreso a la carta de Jeremías a los exiliados, la primera frase exige una mirada más cercana: “Procuren la paz [shalom] de la ciudad a la que permití que fueran llevados” (Jer. 29.7a). Shalom, como se sabe, es una palabra maravillosamente amplia. Va más allá de la paz como la ausencia de conflicto o guerra, implicando un bienestar completo. Habla de la totalidad de la vida y la clase de prosperidad que el Antiguo Testamento incluyó en la bendición de Dios como fruto de la fidelidad del pacto.

Mientras enseñaba en la India a unos pastores en formación, escogí un grupo para que me acompañara a diferentes iglesias de la ciudad de Pune cada domingo para luego, de regreso a clases, pedirles que reflexionaran sobre lo observado. Por ejemplo, comparábamos los momentos de oración. En una iglesia de la tradición anglicana, las oraciones eran principalmente formales y litúrgicas, directamente “al grano”, y no demasiado prolongadas. En una congregación carismática las oraciones eran sonoras, espontáneas y muy largas. Sin embargo, era notorio que en el primer caso las oraciones abarcaban el mundo y nombraban a los líderes y gobiernos nacionales, mientras que en el segundo las oraciones estaban casi enteramente focalizadas hacia adentro, en torno a la vida de los miembros de la iglesia. Señalé que en relación a 1 Timoteo 2, una iglesia evitaba “levantar manos santas” (v. 8) pero al menos obedecían los vv. 1-2, mientras que la otra congregación tenía las manos alzadas hasta que dolieran los brazos pero sin ninguna oración “por los reyes y por todos los que ocupan altos puestos”. ¿Cuál de ellas era más “bíblica” en su oración?

Es realmente destacable que Jeremías apremie a los exiliados a buscar tal bendición para sus vecinos babilónicos.

“¡Pero son nuestros enemigos!”

“¿Y qué? Oren por ellos. Busquen su bienestar”.

Hay una corta distancia entre esta instrucción maravillosa que Jeremías dio a los exiliados y la misión igualmente sorprendente que Jesús deposita en sus discípulos: “Amen a sus enemigos […] y oren por quienes los persiguen” (Mt. 5.44).

Debe haber sido dicho consejo el que generó la libertad para que Daniel y sus amigos se sintieran afincados en Babilonia y aceptaran trabajos en el servicio gubernamental. Y claramente la posición en tales cargos no era para ellos “un mero empleo”. Tampoco se nos dice que era alguna forma de “fabricación de tiendas de campaña” para ayudarlos a ganarse la vida mientras realizaban estudios bíblicos en la oficia o reuniones evangelísticas en sus casas. Hasta dónde puedo imaginar es posible que también hayan hecho eso. No guardaban su fe en secreto como vemos en el relato de su vida.

Pablo no mencionaba normalmente las ocupaciones seculares de otros cristianos que se mencionan en sus cartas. Al hacerlo en el caso de Erasto fue capaz de ofrecer un ejemplo a sus lectores del rol que el cristiano adinerado podía asumir al procurar el bienestar de la ciudad. La asunción de ese cargo público por parte de Erasto era una manifestación exterior del rol del cristiano como benefactor cívico al que hace referencia en Romanos 13.3-4 y 1 Pedro 2.14-15. Se estaba comprometiendo con el rol de aedile durante el año en que se escribió la carta a los Romanos […]. Erasto era un cristiano de importantes recursos, activo en dos esferas. Luego de haber “ministrado a Pablo” en Éfeso como parte del equipo apostólico, fue enviado hacia Macedonia a las iglesias. Subsecuentemente se comprometió con los deberes cívicos en Corinto […]. El rol asumido entonces por Erasto en Corinto por ese año demostró compromiso y responsabilidad en la rendición de cuentas, pues no hubo prebendas como muestran los deberes realizados.

Si esto es correcto, entonces no hubo dicotomía en el pensamiento de la iglesia primitiva entre ministerio evangélico/eclesial y el hecho de procurar el bienestar de Corinto asumiendo el rol de benefactor. Esta conclusión […] parece hallar confirmación en la persona de Erasto […]. Pablo escribió de una manera tal para implicar que el bienestar secular y el bienestar espiritual de la ciudad eran dos lados de la misma moneda y no esferas separadas. Las actividades de este prominente ciudadano cristiano tal vez nunca fueron percibidas como entidades incompatibles o autónomas para los cristianos. Ambos roles se relacionaban con el bienestar de aquellos que vivían en la ciudad. Era lo que Pablo consideraba como una imitación del ministerio de Cristo quien, en Hechos 10:38, fue representado como “haciendo [asumiendo] bienes y realizando buenas obras”.

Bruce Winter (va al costado del texto)

Pero lo que el texto enfatiza es que eran estudiantes de primera clase, ciudadanos modelos y servidores civiles laboriosos, y que se distinguían por ser confiables y vivir de forma íntegra. Incluso el rey reconocía que sus propios intereses eran atendidos por tal clase de personas. El “bienestar de la ciudad” era lo que procuraban, como Jeremías dijo que debían hacer. Y al efectuarlo durante toda la vida, las oportunidades de dar testimonio del Dios al que servían y sus demandas morales, su juicio y su misericordia, surgieron en momentos claves, de hecho una oportunidad en cada uno de los primeros seis capítulos.

Al dirigirnos al Nuevo Testamento encontramos una persona que probablemente tuvo un cargo civil elevado y también era un creyente cristiano: Erasto.

Erasto era uno de los ayudantes de Pablo en su ministerio de plantación de iglesias (Hch. 19.22), pero cuando Pablo escribe su carta a Roma desde Corinto, Erasto se incluye en los saludos finales, donde se lo describe como “el tesorero de la ciudad” (Ro. 16.23). La frase sugiere con fuerza que Erasto tenía el puesto de aedile en esta importante ciudad romana, un rol político en la administración romana que conllevaba grandes responsabilidades, requiriendo considerable prosperidad personal y una sólida generosidad cívica.

Servir a Dios y servir a la comunidad en cargos públicos no era para nada incompatible. De hecho, tal servicio público benéfico era parte de lo que Pablo animaba con firmeza a los cristianos a comprometerse, a través de su énfasis repetido de que debían “hacer el bien”, un verbo simple (agathopoein) que tenía exactamente el siguiente sentido técnico en el Imperio romano: servicio público como benefactor cívico.

Se nos ordena a ganarnos la vida mediante un trabajo común (ver alternativa)

Parece que algunas personas en las iglesias que Pablo había plantado comenzaron a considerar que el trabajo común ya no tenía ningún valor y entonces se volvieron perezosos, y luego espiritualizaron su ociosidad con expectativas fervientes del regreso de Cristo. Pablo compartía sus convicciones acerca del regreso de Cristo pero no su opción de aminorar su trabajo fuera de las responsabilidades normales humanas:

…procuren vivir en paz, y ocuparse de sus negocios y trabajar con sus propias manos, tal y como les hemos ordenado, a fin de que se conduzcan honradamente con los de afuera, y no tengan necesidad de nada. […] llamen la atención a los ociosos… (1 Ts. 4.11-12; 5.14).

Pablo no tenía reparos en apelar a su propio ejemplo en tal sentido, como alguien que se había sostenido a sí mismo en base a su propio trabajo en la arena pública. La exhortación extensa de Pablo en 2 Tesalonicenses 3.6-13 merece leerse por completo. Claramente trata un asunto que el apóstol consideraba clave. Los cristianos deben ser trabajadores diligentes.

Me encontraba compartiendo un seminario de predicación Langham en la Argentina. Una mañana charlaba con la organizadora principal del evento, líder del movimiento nacional. Elogié a tres hombres en particular que estaban ayudando a dirigir y enseñar durante el seminario, todos ellos cristianos argentinos con profesiones seculares y un compromiso simultáneo con la enseñanza de la Biblia. Mi amiga dijo de inmediato: “Sí, son buenos predicadores, pero eso no es todo. Son buenos maridos, buenos padres y buenos ciudadanos”. Le pregunté la razón por la que mencionaba este último aspecto. “Porque”, dijo ella, “están comprometidos a permanecer aquí en la Argentina sin intentar irse a los Estados Unidos. Son honestos, trabajan duro y pagan sus impuestos. Son una bendición para nuestro país”. Aquello se trataba de una misión integral auténtica, bíblica, abrahámica y paulina en la arena pública. Bendijo mi corazón.

Las frecuentes exhortaciones de Pablo a “hacer el bien” no deberían interpretarse meramente como “ser agradables”. Como mencionamos anteriormente, el término también acarreaba una connotación social común de servicio público y acción benefactora. Los cristianos deben estar entre aquellos que llevan el mayor bien social a la arena pública y de ese modo encomian el evangelio bíblico.

Los cristianos han de ser buenos ciudadanos y buenos trabajadores, y por ello han de ser buenos testigos. El trabajo es todavía un bien creacional. Es bueno trabajar y es bueno hacer el bien mediante el trabajo. Todo esto también es parte de la misión del pueblo de Dios.

Y en las cartas de Pablo uno no tiene la impresión de que se esperaba que los nuevos convertidos dejaran las ocupaciones que tenían en el mundo secular y salieran como misioneros, aunque obviamente unos pocos lo hacían. Por el contrario, Pablo parece concebir a la mayoría de ellos aún allí, trabajando y ganándose la vida, pagando sus impuestos (Ro. 13.6-8) y haciendo el bien en su comunidad. Uno imagina al carcelero de Filipo de nuevo en su puesto, Lidia llevando adelante su negocio textil y Erasto de algún modo combinando su ministerio como “principal de Corinto” también contribuyendo con el ministerio de Pablo.

Tales personas tenían un compromiso misiológico (misional) en la arena pública, viviendo el evangelio en ese ámbito. Dicha actitud es tan necesaria en el siglo XXI como lo fue en el mundo del primer siglo.

(Traducción realizada por la Sociedad Bíblica Argentina del capítulo 13 del libro “The Mission Of God’s People, A Biblical Theology Of The Church’s Mission”)

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Personas que viven y trabajan en la arena pública (3/3)

Por Christopher Wright

CONFRONTACIÓN MISIOLÓGICA (MISIONAL) EN LA ARENA PÚBLICA

Sin embargo, así como vivir el evangelio debe hacerse en compromiso con el mundo también es cierto que inevitablemente implicará tener conflicto con el mundo, y la arena pública es el ámbito en donde ocurre dicha confrontación. La misión del pueblo de Dios involucra ir de lleno a tal confrontación con nuestros ojos abiertos, nuestras cabezas comprometidas y nuestra armadura espiritual en su lugar.

Se nos llama a ser diferentes

De modo que debemos comprometernos en la arena pública, el mercado local y global. Pero hemos de hacerlo como santos en el mercado. Somos aquellos que son llamados a ser santos, lo que significa diferentes o distintivos. En el capítulo 7 de este libro hemos explorado con cierta profundidad el tema de la distinción en la teología bíblica, comenzando desde el llamado inicial a Israel a ser diferente de las culturas de Egipto o Canaán:

No hagan ustedes lo que hacen los egipcios, en cuyo país vivieron. Tampoco hagan lo que hacen los cananeos, a cuyo país yo los conduzco. No sigan sus estatutos. Más bien, pongan en práctica mis ordenanzas y cumplan con mis estatutos. Síganlos. Yo soy el Señor su Dios. Por lo tanto, obedezcan mis estatutos y mis ordenanzas. Todo el que los cumpla, vivirá por ellos. Yo soy el Señor. (Lv. 18.3-5).

Y vimos que esta distinción esencial es lo que realmente significaba la santidad para Israel. Estaba cimentada en la santidad (en otras palabras, la alteridad distintiva) de YHWH, y debía expresarse en la vida cotidiana, común, social –la arena pública– así como en el ámbito privado del hogar. Levítico 19, comenzando con la demanda de que Israel debía ser santo como el Señor su Dios es santo, avanza para articular un espectro completo de contextos en los cuales dicha diferencia santa debe evidenciarse, contextos que incluyen las esferas personales, familiares, sociales, judiciales, agrícolas y comerciales.

La distinción del pueblo de Dios en la Biblia no es meramente religiosa (ocurre que adoramos a un Dios diferente al de la mayoría de la gente), sino ética (se nos llama a vivir de acuerdo a parámetros diferentes). Y esto incluye la moralidad pública así como la privada, aunque realmente no pueda separarse una de la otra.

Los dichos gemelos de Jesús acerca de ser “sal” y “luz” en el mundo (Mt. 5.13-16) son aún perspectivas cruciales de lo que significa tener un involucramiento misiológico (misional) en el mundo. Está implícito un fuerte contraste. Si los discípulos han de ser sal y luz, entonces el mundo ha de estar corrupto y en oscuridad. El punto completo de las metáforas se basa en el contraste. Jesús compara al mundo con la carne o el pescado que, dejado así como está, muy pronto se pudrirá. El uso primario de la sal en su día era preservar la carne o el pescado al sumergirlos en salmuera, o cubrirlos completamente con sal. Y Jesús compara al mundo con un cuarto en una casa luego del atardecer. Todo está oscuro. Las lámparas deben iluminar para evitar daños y peligros. Así, el mundo en el que vivimos –la arena pública– es un lugar corrupto y oscuro. En este sentido la sal y la luz son misiológicas (misionales) (se las usa para un propósito) y de confrontación (desafían el deterioro y la oscuridad, y los transforman).

Si una pieza de carne se pudre, no sirve de nada culpar a la carne. Eso es lo que ocurre cuando la carne se deja sin tratamiento. La pregunta a realizar es: ¿dónde está la sal? Si una casa se oscurece a la noche, no sirve culpar a la casa. Eso es lo que ocurre luego del atardecer. La cuestión es: ¿dónde está la luz? Si una sociedad se vuelve más corrupta y oscura no sirve de nada culpar a la sociedad. Eso es lo que la naturaleza humana caída hace si no se controla ni se desafía. La pregunta que debemos realizar es: ¿dónde están los cristianos? ¿Dónde están los santos que vivirán realmente como santos –pueblo de Dios diferente, la contracultura de Dios– en la arena pública? ¿Dónde están aquellos que consideran su misión como pueblo de Dios de vivir, trabajar y testificar en el mercado, y pagar el costo de hacerlo?

La integridad moral es esencial para una distinción cristiana, lo que en última instancia es esencial para la misión cristiana en la arena pública. La integridad significa que no hay dicotomía entre nuestra “faz” privada y pública, entre lo sagrado y lo secular en nuestra vida, entre la persona que soy en el trabajo y la persona que soy en la iglesia, entre lo que digo y lo que hago, entre lo que afirmo creer y lo que realmente pongo en práctica. Este es un gran desafío para todos los creyentes que viven y trabajan en el mundo no cristiano, y suscita interminables dilemas éticos y a menudo desgarradoras dificultades de conciencia. Es, de hecho, un campo de batalla, interna y externamente. Pero es una batalla que no puede evitarse si hemos de funcionar con algún grado de eficacia como sal y luz en la sociedad.

Se nos llama a resistir la idolatría

¿Pero por qué se llama a los cristianos a ser éticamente distintivos en la arena pública? La respuesta es que tenemos una visión distinta del mundo. Bailamos a un tono diferente, marchamos a un ritmo distinto. O, para regresar al capítulo 2 de este libro, vivimos en una historia diferente.

Consideramos al mundo como la creación del único trascendente Dios de la Biblia y así rechazamos a los dioses seductores que pueblan la arena pública hoy en día como ocurría en el ágora ateniense en los días de Pablo. De hecho, vemos el mundo desde dos perspectivas, ambas bíblicas, pero a veces difíciles de sostener en simultáneo (aunque eso es lo que tratamos de hacer en este capítulo).

Por un lado, vemos el mundo a la luz de Colosenses 1.15-23. Este es el mundo creado por Cristo, sustentado por Cristo, redimido por Cristo. Es el mundo de Dios, la herencia de Cristo y nuestro hogar. Es donde Dios nos ha puesto para vivir para su gloria, para testificar de su identidad, para comprometernos en el cuidado de la creación y en sea cual fuere el trabajo productivo que mejore el mundo y agrade a Dios. De modo que vivimos en este mundo mediante la historia bíblica que exploramos en el capítulo 2, la cual establece la totalidad de la vida, el trabajo, las ambiciones y los logros humanos dentro del contexto de la creación, la redención y los planes futuros de Dios. La arena pública es parte de este mundo y nos involucramos en ella bajo Dios y para Dios.

Pero por otro lado,

Sabemos que somos de Dios, y que el mundo entero está bajo el maligno. Pero también sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el verdadero Dios, y la vida eterna.

Hijitos, manténganse apartados de los ídolos. (1 Jn. 5.19-21).

Este es el mundo tal como lo considera habitualmente Juan, el mundo de la rebelión humana y satánica contra Dios, el mundo que odia a Dios, odia a Cristo y odia al pueblo de Dios, y eliminaría a los tres si pudiera (y en el caso de Jesús, pensó que podía lograrlo). Y la arena pública también es parte de este mundo y muestra toda su fealdad, la fealdad del pecado humano y la maldad demoníaca y la combinación impía de ambos en los dioses e ídolos que usurpan el lugar del único Dios viviente. Este es el mundo al que estamos llamados a no amar, porque sus antojos pecaminosos nos apartan de nuestro amor por Dios y nos conducen a la idolatría fundamental (1 Jn. 2.15-17).

Esa es la razón por la que Juan, habiéndonos asegurado que en Cristo conocemos al Dios vivo y verdadero y que “para esto se ha manifestado el Hijo de Dios: para deshacer las obras del diablo” (1 Jn. 3.8), concluye con su advertencia a permanecer lejos de los ídolos. Porque los ídolos están alrededor de nosotros, sobre todo en la arena pública, el mercado, el mundo del trabajo.

El trabajo es un bien creacional, pero la Biblia es bien consciente de la tentación de transformar el trabajo en un ídolo: cuando vivimos para lo que podemos hacer y lograr y entonces derivamos nuestra identidad y realización de aquello. Esto es aun peor cuando la codicia dirige el trabajo. Pablo equipara la codicia con la idolatría: quebrantas el décimo mandamiento y entonces quebrantas el primero (Col. 3.5; ver Dt. 8, especialmente vv. 17-18).

Las idolatrías de las carreras profesionales, el estatus y el éxito están conectadas con uno de los dioses más dominantes en la arena pública (al menos en occidente, y donde fuere que este extienda sus tentáculos culturales): el consumismo. Abundan otros ídolos, por supuesto, los cuales no podemos analizar aquí en profundidad: ídolos de superioridad étnica, orgullo nacional y patriotismo, libertad individual, seguridad militar, salud y longevidad, belleza, celebridad. Algunos de estos ídolos habitan en los medios de comunicación o en la propaganda estatal, otros permean el mundo de la publicidad, muchos simplemente deambulan inadvertidos y sin mayores desafíos en las suposiciones y conversaciones que llenan la arena pública cada día y en todo horario. Su poder es enorme en dicho nivel.

Vivir para Dios en el mundo de los dioses es inevitablemente enfrentar el conflicto. La misión el pueblo de Dios en la arena pública es, por lo tanto, un llamado a una incesante batalla espiritual. Y la primera acción de dicha batalla es reconocer al enemigo, que incluso es un enemigo (que incluso hay un enemigo). El problema es que los cristianos también son hijos de su cultura –sea cual fuere su cultura– y puede que estén felizmente inconscientes de la dimensión en la cual la arena pública que habitan cotidianamente está infestada con realidades espirituales que son opuestas a Dios y el evangelio.

Discernir los dioses de la arena pública es la primera tarea misiológica crucial. La siguiente es estar equipados para resistirlos.

Es significativo que la exposición clásica de Pablo sobre la batalla espiritual venga inmediatamente después de sus instrucciones acerca de los cristianos viviendo en el matrimonio, la familia y el ámbito laboral. En todas estas esferas hay una batalla que debe entablarse si hemos de ser capaces de “permanecer” (en vez de hundirnos o ir con la corriente) y cumplir nuestro papel como mensajeros del “evangelio de paz” (Ef. 6.15, haciéndose eco de Is. 52.7). Es en el conjunto de la vida, incluyendo la arena pública, que “la batalla [literalmente “nuestro combate] que libramos no es contra gente de carne y hueso, sino contra principados y potestades, contra los que gobiernan las tinieblas de este mundo, ¡contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes!” (Ef. 6.12).

Este no es el lugar para un análisis detallado del significado de “principados, potestades, etc.”, y hay muchos libros al respecto. Personalmente rechazo dos extremos opuestos: aquellos que los “desmitifican” como simplemente un cifrado para definir estructuras humanas, poderes políticos, fuerzas económicas o convenciones sociales, y aquellos que los consideran como seres exclusivamente espirituales y demoníacos, sin conexión con el mundo de los poderes y las fuerzas políticas o económicas. Me parece que ambos aspectos son bíblicamente válidos.

Existe una realidad de la presencia satánica y demoníaca y operan dentro del mundo, y obran en y a través de agentes humanos. Esto es especialmente cierto en los acuerdos colectivos humanos donde parece que algunas estructuras o fuerzas asumen “una vida en sí misma”, más grande incluso que la suma de las voluntades humanas involucrada.

Es en la arena pública, donde dicha combinación de poder espiritual y humano está en operación, el lugar al que los cristianos somos llamados a vivir y trabajar, a reconocer y resistir la idolatría que nos rodea, y pelear contra ello, ofreciendo un testimonio y una clara indicación de las buenas nuevas del reino de Dios a través del cual, por el poder de la cruz (ver capítulo 6) dichos poderes idolátricos han sido derrotados.

Se nos llama a sufrir

La batalla causa sufrimiento, y en tal sentido la batalla espiritual no es la excepción. Aquellos que sencillamente asumen la misión del pueblo de Dios de vivir, trabajar y testificar en la arena pública (tan dominada por los dioses de este mundo), quienes escogen vivir de acuerdo a los parámetros distintivos éticos que fluyen de su cosmovisión bíblica, aquellos que confiesan a Jesús como Señor y no al César o Mamón, tal clase de personas sufrirá de una manera o de otra.

El material bíblico relativo al sufrimiento del pueblo de Dios –individual y colectivamente– es demasiado vasto como para simplemente no hacer otra cosa que enumerar los pasajes relevantes. Lo que resulta evidentemente claro es que el sufrimiento es una parte integral de multitudes de personas en la Biblia que han sido fieles al llamado de Dios y su misión. Digo esto porque existe una teología popular distorsionada que considera al sufrimiento como una señal de falta de fe o el resultado de algún tipo de desobediencia. Los amigos de Job siguen “vivos y gozando de buena salud” y se expresan en algunas formas de enseñanza de prosperidad y pietismo evangélico. Por supuesto que el pueblo de Dios sufría cuando pecaba, pero muchos sufrieron por ser fieles.

Jesús nos advirtió que sería de ese modo y, en otro pronunciamiento que dejó boquiabiertos a muchos, indicó a sus discípulos que se regocijaran acerca de esto pues podrían tomar como referencia los abundantes precedentes bíblicos y en simultáneo mirar hacia adelante, a la aprobación de Dios:

Bienaventurados serán ustedes cuando por mi causa los insulten y persigan, y mientan y digan contra ustedes toda clase de mal. Gócense y alégrense, porque en los cielos ya tienen ustedes un gran galardón; pues así persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes.

(Mt. 5.11-12)

El libro de los Hechos señala que el sufrimiento se ensañó rápidamente con los primeros cristianos, pero ellos hicieron exactamente lo que Jesús dijo al regocijarse en dicho privilegio y continuar testificando (Hch. 5.40-42). Desde aquellos primeros días, la historia registra que la persecución se volvió aun peor mientras la iglesia se mantenía en crecimiento, dos factores sobre los que no tenemos dudas en ver relacionados integralmente.

Para Pablo, la expectativa del sufrimiento estaba arraigada en su comisión del servicio (Hch. 9.16) y en vistas de que él había sido uno de aquellos que lo había infligido sobre los creyentes, sabía que también aparecería en su camino, como oportunamente ocurrió. Pero era algo más que simplemente un efecto colateral incidental de su llamado misiológico en un mundo hostil. Para Pablo, según parece, su sufrimiento era realmente parte de la prueba de la validez de su apostolado y de la verdad del evangelio que predicaba. Sus afirmaciones paradójicas en 2 Corintios 11 y 12 alcanzan el clímax en sus famosas palabras: “…por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en las afrentas, en las necesidades, en las persecuciones y en las angustias; porque mi debilidad es mi fuerza” (12.10). Estas afirmaciones no son masoquismo o bravuconería sino un testimonio autenticado del poder del evangelio.

Pedro, que también había experimentado el sufrimiento por Jesús, escribe en su carta más acerca de este tema que de ningún otro asunto. El impulso de sus palabras de aliento en 1 Pedro a quienes sufrían por su fe puede resumirse en tres frases: no sorprenderse (4.12), no vengarse (2.21-22) y no renunciar (3.13-17; 4.19). Por sobre todo, sus lectores debían inspirarse en el ejemplo del Señor Jesucristo, por amor a quien ellos estaban sufriendo.

La clase de sufrimiento al que Pablo y Pedro se refieren ciertamente ocurre en la arena pública, pero Apocalipsis deja aun más claro que el mercado global estará entre los principales contextos para la batalla entre Dios y las fuerzas bestiales e idolátricas que se oponen a Dios y su pueblo. La palabra notoria acerca del “número de la bestia” en Apocalipsis 13.16-18 no es una pesadilla apocalíptica que incluya tatuajes, códigos de barras ni números de tarjetas de crédito, sino una exposición escalofriante de la clase de exclusión del mercado que puede esperarse para quienes se rehúsen a hincarse ante la idolatría que lo controla.

El adhesivo que unía el pensamiento y la vida de Pablo con el mensaje que predicaba y la misión que llevaba a cabo era su sufrimiento como apóstol de Jesucristo. El sufrimiento de Pablo era el vehículo a través del cual el poder salvífico de Dios, sublimemente  revelado en Cristo, está dándose a conocer en el mundo. Por lo tanto, para Pablo rechazar el sufrimiento implicaba rechazar a Cristo; identificarse con Pablo en su sufrimiento era una señal segura de que uno había sido salvado por la “locura” y el “tropezadero” de la cruz.

Scott Hafemann

El lugar del sufrimiento en el servicio y la pasión en la misión difícilmente se enseña en nuestro día. Pero el mayor secreto de la efectividad evangelística o misionera es la disposición a sufrir y morir. Puede ser una muerte a la popularidad (al predicar fielmente el evangelio bíblico impopular), o al orgullo (mediante el uso de métodos modestos en dependencia del Espíritu Santo), o al prejuicio racial y nacional (al identificarse con otra cultura), o al confort material (al adoptar un estilo de vida más sencillo). Pero el siervo debe sufrir si ha de llevar luz a las naciones, y la semilla debe morir si ha de multiplicarse.

John Stott

Pero existe una dimensión para todo esto que usualmente no se indica. Muchos libros sobre misión advierten acerca del sufrimiento necesario del pueblo de Dios que es inevitable para quienes son fieles a su confesión de Cristo. La persecución y el martirio son la materia de la historia y la experiencia de la misión hasta este día. El elemento desatendido es el sufrimiento de Dios.

La misión del pueblo de Dios es nuestra participación en la misión de Dios. Por lo que el sufrimiento del pueblo de Dios en misión es una participación en el sufrimiento de Dios en misión. Y la misión de Dios es la determinación de él, a través de toda la narrativa bíblica, de redimir a la creación entera de los estragos del pecado y la maldad. Para Dios involucró el largo recorrido a través de los siglos de la fidelidad y la rebelión de Israel, sosteniéndolo, juzgándolo, restaurándolo. Luego esto condujo al sufrimiento máximo, cuando Dios en Cristo cargó el pecado del mundo en la cruz. Desde entonces, Dios ha sufrido con su pueblo cuando los suyos asumen el costo de ser mensajeros de su reino hasta los confines de la tierra.

Finalmente notamos que Dios, a fin de habilitar una nueva creación que trascienda el orden actual de sufrimiento y muerte, se compromete en una entrega tal de sí mismo que solo uno de los dolores más profundos conocidos por el ser humano puede adecuadamente ilustrar lo que ello implicaba para Dios. Pero un evento tal no es considerado únicamente en términos de la vida interna de Dios. El sufrimiento de Dios es la contraparte celestial del sufrimiento del siervo terrenal de Dios. El siervo sufriente asume sobre sí mismo el sufrimiento de Dios y hace lo que es finalmente necesario para vencer a las fuerzas del mal en este mundo: experimentar el sufrimiento hasta la muerte.

Terence Fretheim

En otro lado he escrito la frase: “la cruz era el costo inevitable de la misión de Dios”. Dado que, entonces, aquel que cargó la cruz nos dijo que tomáramos nuestras propias cruces para seguirlo, habrá un costo inevitable para quienes se identifiquen a sí mismos con la misión sufriente del Dios sufriente, un costo que un día será vindicado con la victoria final de aquel que “por el gozo que le esperaba sufrió la cruz y menospreció el oprobio, y se sentó a la derecha del trono de Dios. Por lo tanto, consideren a aquel que sufrió tanta contradicción de parte de los pecadores, para que no se cansen ni se desanimen” (Heb. 12.2-3).

CONCLUSIÓN:

UN MENSAJE PERSONAL PARA LOS CRISTIANOS EN LA ARENA PÚBLICA

Este ha sido el capítulo que me resultó más difícil de escribir en este libro, en especial la última sección sobre el sufrimiento. Las primeras dos secciones principales del capítulo me resultan bíblicamente sin rodeos. Dios creó el mundo del compromiso laboral y social y sigue apasionadamente interesado e involucrado en él. Y la Biblia describe a mucha gente que sirvió a Dios precisamente al desempeñar cargos públicos de toda clase. Aprendemos mucho de sus ejemplos.

Sin embargo, al llegar a la parte de la batalla y el sufrimiento, no es fácil escribir sobre algo que uno no sabe nada. Porque la realidad sincera y honesta es que, como muchos cristianos en el relativamente amigable occidente, no puedo hablar de alguna experiencia significativa de haber sufrido por mi fe. Y aun así sé que al estar sentado en la privacidad y el confort de mi oficina mirando al mar mientras escribo estas palabras, tengo hermanos y hermanas más allá de ese océano y en todo el mundo que en este momento sufren el acoso y el maltrato, experimentan acusaciones falsas, padecen el encarcelamiento y viven bajo opresión de todo tipo debido a su fe en Cristo. El lenguaje de Hebreos 11.35-38 sigue vigente.

Recibo mensajes por el correo electrónico de amigos que viven en países donde los templos cristianos sufren incendios, se decapita a pastores y la vida de los creyentes en general ha venido a ser de indigencia y miseria. Y a veces lloro acerca de esto y a menudo oro por ellos. Pero no sé nada de lo que es vivir eso, más allá de lo que me puedo imaginar.

Algunos que leen este libro bien puede que vivan en tales circunstancias, y todo lo que puedo hacer es dar una mano a través de este libro para abrazarlos con amor y oración. Que el Señor los consuele, fortalezca y ayude a mantenerse fieles él.

Pero entonces también sé que en mi propio país y en otras partes del occidente “cristiano” la marea se está volviendo implacable contra la profesión de fe cristiana en la arena pública. La gente pierde su trabajo aun por ofrecer orar con un paciente o por mencionar a Dios en el ámbito laboral. ¡La ironía es que son los cristianos quienes sufren acusaciones por “acosar” y “odiar”! Mientras tanto, cristianos en muchas profesiones se enfrentan con dilemas éticos constantes para los cuales no tienen una solución fácil u obvia. Hallar “la forma cristiana de obrar” puede ser profundamente perturbador y estresante.

De modo que una vez más, mi corazón está con los creyentes que están al filo de lo que significa vivir como cristianos en un mundo secular.

Debo decir que, en este asunto en particular, siento que hablo como un cobarde, porque mi propia vida laboral no se desarrolla en el mercado secular. Tuve unos pocos años como maestro de escuela antes de pasar al ministerio pastoral ordenado y luego a la educación teológica y el liderazgo cristiano organizacional para el resto de mi vida. ¿Quién soy yo para hablar de estas cosas?

Pero tengo una admiración enorme y sincera y una gran preocupación por los cristianos que se comprometen día a día en los ámbitos laborales del mundo.

  • Se lanzan cada mañana hacia una arena pública que al mismo tiempo es el mundo de la creación de Dios y el mundo del dominio usurpado (y temporal) de Satanás, así como el mundo de la participación de ellos en la misión de Dios.
  • Son los “Danieles” del mundo actual, o al menos pueden y deberían serlo.
  • Son los discípulos a quienes Jesús dijo que “están en el mundo” pero “no son del mundo”.
  • Viven y trabajan en la arena pública del mundo, pero nutren sus objetivos y valores más supremos para la vida de otra fuente, del reino de Dios.
  • Son la sal y la luz del mundo.

¿Cómo sería el mundo si los millones de cristianos que se ganan su vida en la arena púbica tomaran seriamente lo que Jesús quiso decir acerca de ser sal y luz?

Nuestro trabajo cotidiano importa porque es importante para Dios. Tiene su propio valor y mérito intrínsecos. Si contribuye en alguna forma con las necesidades de la sociedad, el servicio a los demás, la mayordomía de los recursos terrenales, entonces tiene algún lugar en los planes de Dios para esta creación así como también en la nueva creación. Y si lo realizamos concienzudamente como discípulos de Jesús, llevando testimonio de él, estando siempre listos para dar una respuesta a quienes preguntan acerca de nuestra fe y estamos dispuestos a sufrir por Cristo si nos llamara a hacerlo, entonces él habilitará nuestra vida para llevar fruto de formas que tal vez nunca seamos conscientes. Estamos comprometidos en la misión del pueblo de Dios.

Que Dios fortalezca la vida de cada uno de sus hijos y haya más personas así en este mundo.

PREGUNTAS PERTINENTES

1.- Vuelve a leer las preguntas que se encuentran a los costados de la primera sección de este capítulo y analiza de qué manera responderías a ellas. ¿Qué diferencia lograrán dichas cuestiones al regresar a tu trabajo la semana próxima?

2.- ¿De qué modo el abanico del material bíblico que hemos analizado en este capítulo acerca de los creyentes que sirven en cargos públicos ha afectado tu visión sobre la vida cristiana en el mundo secular?

3.- ¿Esperabas que un libro sobre misión tuviera un capítulo acerca del trabajo común y corriente en el mundo de cada día? Habiéndolo leído ya, ¿consideras que fue acertado incluirlo? ¿De qué forma ha impactado tu concepto de lo que incluye la misión del pueblo de Dios?

4.- “Si todo es misión, entonces nada es misión”. Habiendo leído este capítulo, ¿cómo responderías bíblicamente a esta expresión “desalentadora”?

5.- ¿Cómo procurarás obrar con más discernimiento acerca de las realidades del mal satánico y la batalla espiritual en la arena pública donde desarrollas tu vida laboral?

6.- ¿Qué podría hacer tu iglesia para enfrentar dichos asuntos de forma más bíblica y respaldar a quienes luchan y sufren en la arena pública debido a su fe o su postura ética?

(Traducción realizada por la Sociedad Bíblica Argentina del capítulo 13 del libro “The Mission Of God’s People, A Biblical Theology Of The Church’s Mission”)

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Biblia Argentina

Sociedad Bíblica Argentina lanzó una edición especial de Biblias con el objetivo de exaltar la Palabra de Dios en el marco del Bicentenario y de afectar a la sociedad con los principios y valores de las Escrituras. Esta iniciativa también busca generar recursos para la misión y dar a conocer la influencia y presencia de la Palabra de Dios en la historia y sociedad.

Las Biblias incluirán 24 fotografías de las provincias a todo color. Cada lámina estará acompañada por un versículo de la Biblia. Además, tendrán un cuadernillo con artículos relacionados a la historia y cultura del país. Algunas de las temáticas serán: “La Biblia en la Argentina”, por Ruben Del Ré; “La Biblia y la nación”, por Pablo Deiros; “La Biblia en el tango”, por Juan Pablo Bongarrá; “La Biblia en los grandes escritores argentinos”, por Pablo Bedrossian; “La Biblia en la educación”, por Viviana Barrón; “La Biblia y los pueblos originarios”, por Ernesto Lerch y “La Biblia en la cultura”, por Salvador Dellutri.

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